BIENVENID@  AL  BLOG  OFICIAL  DE  LA  SAGA  «BYLO»

9. Caos en la ciudad

La piedra circular que hacía las veces de puerta, giró moviéndose hacia un lateral, dejando al descubierto la entrada de la cueva. A través de ella apareció Bylo.

         –¡Bylo! –gritó Julius al ver a su amigo.

         –¡Julius! –respondió Bylo corriendo hacia su viejo compañero de aventuras– ¡Creí que nunca más te volvería a ver! –le dijo mientras le abrazaba.

         –Yo pensé lo mismo –dijo Julius despegándose de su amigo–. De repente, se apagaron todas las antorchas y me quedé totalmente a oscuras. Te estuve llamando un buen rato, pero no me contestabas. Era como si estuviéramos en lugares diferentes. Al final, el único camino que encontré fue el de salida.

         –Pues no te puedes ni imaginar el miedo que pasé por ti cuando me di la vuelta y... ¡hasta el camino había desaparecido! –respondió Bylo muy serio.

         –Pero bueno, ya estamos los dos a salvo, ¿no? –Bylo asintió con la cabeza– ¿Y bien? –preguntó tras una pequeña pausa.

         –¿Qué? –contestó Bylo.

         –¿Cómo que «qué»? –dijo Julius poniendo los brazos en jarra– ¿Pero es que no me vas a contar lo que ha pasado ahí dentro? –le reprochó– ¿Encontraste a esa mujer o no?

         –Dos –respondió Bylo escuetamente.

         –¿Dos qué? –volvió a preguntar el alto muchacho.

         –Encontré a dos mujeres –respondió Bylo mientras sus ojos se adaptaban a la luz del día.

         –¡Vaya, dos mujeres! –dijo Julius tras soltar un silbido– ¿Y qué pasó?

         –Vámonos de este sitio –dijo Bylo tras frotarse los ojos–, te lo contaré por el camino.


* * *


Travis se agachó y tomó el pulso al clérigo que yacía en el suelo. Estaba vivo. Cogió la jarra de agua que había sobre la mesita y vació la mitad de su contenido sobre la cara del hombre inconsciente, el cual reaccionó inmediatamente. A continuación, se acercó al otro clérigo que yacía tumbado boca abajo en la cama y, tras darle la vuelta, también comprobó su estado. Vació sus pulmones aliviado tras ratificar que, por fortuna, se hallaba en el mismo estado que su compañero, por lo que repitió el proceso.

         –¿Qué ha ocurrido? –preguntó el joven profesor al clérigo que ya se había levantado del suelo.

         –No... no sé –balbuceó aún medio aturdido–. Fue todo muy rápido. Ese chico nos hizo... algo mientras lo acostábamos.

         –Sí –corroboró su compañero mientras se secaba la cara con la mano–. Nos tocó la cabeza y... bueno, ya no recuerdo nada más.

         –Debemos registrar todas las habitaciones –ordenó Gibson–, no puede haber ido muy... –de repente, enmudeció. Se acercó al pequeño hueco de ventilación que había en la pared. La rejilla de madera que lo cubría se hallaba en el suelo. Se asomó y pudo comprobar que daba a un pequeño respiradero de poco más de un metro cuadrado. Hasta el suelo tan sólo había una caída de unos seis metros, con lo que supuso que el muchacho podría haberse descolgado por allí–. Registrad todas las habitaciones –volvió a ordenar girándose hacia los clérigos. Y éstos cumplieron la orden de inmediato mientras Gibson se encaminaba hacia la puerta con la intención de interrogar a Gloria.


* * *


Veinte minutos más tarde, una nueva reunión presidida por el rector tenía lugar en el despacho de éste. En esta ocasión, también estaban presentes los hermanos Rexmont.

         –Su nombre es Gerald Elrood –informó Travis–. Y es un excelente alumno de segundo curso. Incluso, puedo asegurar que va bastante más adelantado que el resto de sus compañeros de clase. Por lo que les hizo a los clérigos, me aventuraría a decir que es quien estamos buscando.

         –¿Y cómo pudo escapar de la enfermería sin que nadie le viera? –preguntó Goobard apoyando su mano en la empuñadura de su espada.

         –Todo parece indicar que lo hizo a través del pequeño conducto de ventilación que tienen las habitaciones –respondió el profesor.

         –Y, si ese chico es quien buscamos, ¿cómo ha podido ocurrir? –pregunto de nuevo el capitán– Quiero decir, ¿cómo es posible que ese ser, estando encerrado, haya podido poseer a ese chico? Si es que ha sido así –añadió titubeante.

         –Aunque los hechos apunten a que está poseído, hasta que no lo encontremos y Travis lo examine, no podremos estar seguros de ello –respondió esta vez el rector–. De todas formas, creo que nunca llegaremos a saber cómo se las arregló para contactar físicamente con ese pobre muchacho.

         –Esos asquerosos seres pueden atraer a sus víctimas desde grandes distancias –dijo Xana Rexmont–. Y, si la víctima es de voluntad débil, reaccionará a su llamada sin darse cuenta.

         –Lo que sí es seguro es que un demonio como ese no puede pasar de un cuerpo a otro si no entra en contacto con él –explicó su hermano.

         –¿Lo que estáis insinuando es que ese crío entró en las mazmorras, evitó a los guardias, llegó hasta la celda de nuestro amigo y lo liberó? –preguntó Goobard, escéptico.

         –No lo estoy insinuando, lo estoy afirmando –dijo Dean–. Esos seres son muy poderosos.

    –Si ha sido así, ha debido ocurrir en una situación excepcional –dijo Delius.

         –Sea como sea, debemos actuar inmediatamente –dijo Xana mientras terminaba de hacerse una coleta–. Ahora mismo podría estar «cambiando de piel». Y, si lo hace, será mucho más difícil dar con él.

         –De acuerdo –asintió Delius, con expresión muy seria y mirando fijamente a ambos hermanos–. Pero sólo quiero pediros una cosa. Ahora hay un inocente muchacho de por medio. Quiero que os libréis de ese demonio sin dañarle –añadió.

         –Va a ser difícil hacer eso –respondió Dean.

         –¡Por todos los dioses! –rugió el rector– ¡Estamos hablando de la vida de un niño!

         –Se hará lo que se pueda –prometió Dean, aunque sus palabras sonaron poco verosímiles.

         –¿Y si no tenemos elección? –apuntó Xana.

         –¡Por Mecrial! ¡Siempre hay elección! –exclamó el rector– ¡Tiene que haberla!


* * *


–¿¡Qué me estás contando!? –exclamó Julius deteniéndose. Bylo también lo hizo– O sea, que según esa mujer, eres una especie de «elegido» que debe salvar Ringworld de su destrucción. ¡Esa tía está mal de la sesera!

         –Eso mismo pienso yo –dijo Bylo mientras se rascaba la cabeza por enésima vez–. Le dije que era ilógico, que en Ringworld reina la paz. Pero ella seguía en sus trece.

         –Desde luego, dos tías que viven completamente solas en una cueva, apartadas del mundo civilizado, no pueden estar muy cuerdas –dijo el espigado muchacho–. Por otra parte, es el Oráculo. Y tú me dijiste que tiene el poder de ver el futuro, ¿no es así? –reflexionó a la par que reanudaba la marcha.

         –Sí, pero esa historia es demasiado fantasiosa como para creérsela –dijo Bylo–. ¿Qué puede hacer un chico de quince años para evitar la completa destrucción de todo un continente? ¡Caray, tan sólo soy un estudiante de magia... un simple aprendiz de mago! –alegó con cierto pesar– ¿Por qué no se encargan los magos de ello... o el ejército?

         –Ya... te entiendo. Pero si el Oráculo se ha tomado tantas molestias por decírtelo en persona, quizá... –de repente, Julius enmudeció al percatarse de donde se encontraban. Era el lugar en el que se habían enfrentado al pequeño monstruo salido de las entrañas de la montaña. Le hizo un gesto a su amigo y ambos se colocaron frente al agujero a una distancia más que prudencial. La mochila todavía se encontraba en el mismo lugar. Incluso, los bocadillos que habían empezado a comerse, seguían intactos en el suelo. Del pequeño engendro no había ni rastro.

         Desde la posición en la que se encontraban, Bylo apuntó con su anillo al agujero de la pared a la par que hacía un gesto con la cabeza a su compañero. Julius negó con la cabeza– Hoy no das pie con bola con los hechizos –le insistió Bylo en un susurro.

         A regañadientes, Julius se acercó sigilosamente a la mochila, mirando de reojo al hueco de la pared de roca e intentando no ponerse entre el temido agujero y su amigo. La recogió del suelo y retrocedió rápidamente con precaución hasta donde se encontraba Bylo–. La tengo –le dijo en voz baja. Y ambos anduvieron de espaldas sin quitarle ojo a tan temido agujero. Cuando se hubieron alejado unos metros, se dieron la vuelta y, echando a correr, se alejaron unas cuantas decenas de metros más.

         –¡Uff! –resopló Julius cuando, fatigados, se detuvieron– Menos mal que ya no estaba ese bicho. No me hubiese hecho ninguna gracia encontrarme con él otra vez.

         –Seguro que tenía más miedo de nosotros, que nosotros de él –dijo Bylo.

         –¡Pues cualquiera lo diría! –exclamó Julius mientras echaba una mirada hacia atrás.

         –Igual era ciego y se guiaba por el olor –opinó Bylo–. Quizá reaccionó cuando olió los bocadillos.

         –Tal vez tengas razón... a medias –dijo Julius–. Por los bocadillos no ha sido, porque ya has visto que seguían en el suelo. En cuanto a lo de ser ciego... quizá estés en lo cierto, porque cuando le lanzaste el hechizo Lumia, se quejó bastante, como si la luz le hiciese daño –argumentó.

         –Bueno, ahora ya da igual –dijo Bylo–. Además, yo no pienso volver por estos lares.

         –¡Ni yo! –exclamó Julius– ¡Ni aunque me lo pidas de rodillas te vuelvo a acompañar aquí!

         –Por cierto, ¿qué les diremos a Gerald y a Alana? –preguntó Bylo– ¿Les contamos la aventurita?

         –¡Bah! –respondió Julius sacudiendo el brazo– No merece la pena. Además, cenaremos, nos iremos a la camita y... mañana será otro día.

         –Por cierto... hablando de comida, ¿queda algo en la mochila? –preguntó Bylo arqueando ambas cejas– Estoy hambriento –dijo mientras se frotaba el estómago.

         –Sí, aún podemos permitirnos un pequeño banquete –respondió Julius tras echar una mirada al interior de la mochila–. ¡Pero cuando estemos bien lejos de esta puñetera montaña! –Ambos rompieron en carcajadas.


* * *


Gilbert Fawnee detestaba estar de guardia, y más aún los domingos. En cuatro años que llevaba haciéndolo, siempre era lo mismo: estar allí seis horas sin otra cosa que hacer que vigilar la entrada al aprovisionamiento de armas y pólvora con la que estaba abastecida la ciudad. El sueldo era bastante bueno y le daba de sobra para vivir, aunque el trabajo era aburrido. Demasiado aburrido. «¿Para qué narices se necesita vigilar tanta arma si todo el mundo en Ringworld quiere la paz?», le comentaba a menudo a su compañero. Y no le faltaban razones para decirlo, pues en todo el tiempo que llevaba allí, las veces que habían venido a extraer armas o pólvora se podían contar con los dedos de una mano. Incluso, por decreto, en todo Ringworld estaban prohibidas las armas de fuego. En su lugar, se volvían a utilizar los antiguos arcos, espadas y lanzas. Era un buen sistema para mantener la paz y armonía. Además, ni siquiera estaba seguro de que la puerta se pudiese abrir, pues el paso del tiempo, en forma de óxido, había dejado su firma en sus herrajes. Menos mal que el café que con tanto amor le preparaba Elsa, su mujer, le hacía la jornada más llevadera. Sí, el café de Elsa era más que bueno, era realmente soberbio, y lo podía corroborar Davis Strann, su perpetuo compañero desde que estaba en el puesto.
         De repente, vislumbró una silueta al otro lado de la puerta. Pasó con una rapidez inusitada, tanto, que dudó de haberla visto.

         –Davis, ¿eres tú? –preguntó. Más, no obtuvo respuesta alguna. Cogió la taza de café que había en la vieja mesa sobre la que tenía apoyados los pies, y le dio un sorbo. Volvió a ocurrir de nuevo. La sombra volvió a cruzar de un lado a otro de la puerta a una velocidad insólita–. Davis, déjate de tonterías y entra de una vez, que se te va a enfriar el café –dijo.

         Pasaron varios segundos, pero su compañero no aparecía. Refunfuñando, dejó la taza de café sobre la mesa, se levantó y se dirigió hacia la puerta. Nada más cruzarla, vio un bulto en el suelo. Se acercó a él y lo examinó detenidamente.

         –¡Pero qué...! –exclamó tras percatarse de que se trataba de Davis. Y esas fueron sus últimas palabras antes de que todo se oscureciese.


* * *


Al igual que la vez anterior, a Alana no le permitieron quedarse dentro de la enfermería y no le quedó otra opción que la de esperar en el banco de afuera.

         –¡Se van a enterar cuando regresen! –gritó mentalmente refiriéndose a Julius y Bylo– ¡Nunca están cuando se les necesita!

         Al menos, sabía que Gerald se encontraba bien, o al menos eso le había dicho el profesor Gibson. Aunque, por otra parte, no estaba segura de que éste hubiese sido totalmente sincero con ella, pues estaba demasiado serio cuando se lo dijo. Incluso, algo nervioso.

         –Aquí no hago nada –después de llevar un buen rato esperando–. Será mejor que eche un vistazo por el patio a ver si encuentro a esos dos –y, levantándose del banco, puso rumbo hacia las escaleras.

         –¿Qué le estará pasando a Gerald? –se preguntó– Ya no parece el mismo. Y todo, desde que desapareció. ¿Qué le ocurrió en ese intervalo de tiempo? –eran demasiadas incógnitas sin respuesta.

         –...encontrar a ese chico... ¿Cómo dijiste que se llama? –dijo una voz, sacándola de sus pensamientos, al pasar frente al elevador, el cual, a unos cuatro metros sobre su cabeza, bajaba en ese momento.

         –Elrood, Gerald Elrood –respondió otra voz, una voz que reconoció al instante. Era la del profesor Gibson. Rápidamente se agachó y se apretó contra el pequeño muro que rodeaba la planta–. Con vuestro grupo irá Ellias Dumbert, su profesor de Historia –continuó Gibson–. Yo iré con esos cazadores. No me gustan demasiado, pero atrapar a ese chico cuanto antes es absolutamente prioritario.

         Alana, atónita, esperó a que el elevador siguiese su camino y se levantó. Aceleró el paso y fue hacia las escaleras. Cuando el elevador llegó a la planta baja, vio descender de él a dos hombres: el popular profesor y un militar con un poblado bigote, el cual, por los galones que adornaban su casaca, Alana supo inmediatamente que se trataba de un capitán. Tener un tío en la guardia de la ciudad vecina de Cohenn tenía sus ventajas. Bajó corriendo las escaleras y se paró antes de llegar al último peldaño. Un tercer hombre se les unió. Alana supuso que sería el profesor del que hablaban, Ellias Dumbert. Los tres hombres salieron de la torre y Alana aprovechó para ir tras ellos. Se detuvo en el portón y, desde allí, pudo ver como éstos se unían a un grupo de unos diez o doce soldados y una pareja (un hombre y una mujer) de aspecto poco común, todo ellos montados a caballo. El capitán del bigote (como acababa de bautizarlo) movió los brazos dando órdenes, y al instante se dividieron en dos grupos. En el primero de ellos, y encabezado por el mismo capitán, iban el profesor Dumbert y los soldados. El otro grupo tan sólo estaba formado por el profesor Gibson y la extraña pareja, los cuales, tenían aspecto de mercenarios o cazarecompensas.

         –¿Están buscando a Gerald? –se preguntó– El profesor Gibson me ha mentido. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Qué pasa con Gerald? ¿Cómo... por qué ha huido de la enfermería? –una nueva nube de preguntas que no parecían tener ni pies ni cabeza volvían a agolparse en su mente.

         Ambos grupos empezaron a moverse y Alana les siguió de nuevo. Al llegar al primer sector, uno de los mercenarios dio algo envuelto en una tela al capitán, y cada uno de los grupos tomó una dirección diferente.

         –¿Y ahora, qué? –se preguntó, indecisa, Alana– ¿A quién sigo? –Tras unos segundos deliberando, se decantó por el grupo comandado por el profesor Gibson. Además, esa extraña pareja le intrigaba sobremanera.


* * *


–¡Delicioso! –exclamó Bylo tras terminar de engullir el último trozo de bocadillo– ¡Aún me comería otro más!

         –¡Pero si ya llevas dos, tragaldabas! –le replicó Julius.

         –Es que la comida en el campo entra mejor que en cualquier otro sitio –alegó Bylo.

         –¿¡Campo!? –exclamó Julius– ¿A comernos unos bocadillos sentados en la tapia de un cementerio le llamas «comida en el campo»?

         –¡Eres un quejica! –le respondió Bylo– Ninguno de nuestros invitados ha abierto la boca –añadió con sorna señalando hacia los nichos del olvidado cementerio–. Además, fíjate, se te ha ido el repelús que le tenías hace un rato.

         –Sí, sí, mófate todo lo que quieras, señor-don-salvador-del-mundo –dijo el espigado muchacho sarcásticamente mientras cambiaba de postura en la incómoda tapia–, que ahora ya veremos cómo nos las arreglamos para volver a entrar en la ciudad.

         –¡Pero mira que eres pesimista! –contestó Bylo– Hoy parece que tenemos la suerte de cara. Nuestros planes nos han salido a pedir de boca. A ver si eso del destino va a ser verdad después de todo... –añadió.

         –Si viajar entre la basura, perdernos en una cueva y estar a punto de ser devorados por un bicho enano, lo consideras tener «la suerte de cara» –respondió su amigo–, ¿qué pasará cuando nos dé la espalda?

         –¡Pero mira que estás cascarrabias hoy! –le reprochó Bylo–. ¿Acaso no fue idea tuya venir a la dichosa montañita?

         –Yo lo hice por ti –contestó Julius algo molesto–. Además, si no te lo hubiera dicho... –de repente, un gran estruendo rompió el silencio que reinaba el lugar.

         –¡Vaya pedazo de trueno! –dijo Bylo mirando al cielo– No, si al final nos va a coger la tormenta.

         –No ha sido un trueno –dijo el alto muchacho–. ¡Ha sido una explosión!

         –¿Y tú cómo lo sabes? –preguntó Bylo algo escéptico.

         –Porque ahora mismo estoy viendo una columna de humo que hace un momento no estaba –respondió Julius levantando la mano y señalando enfrente suyo, justo a espaldas de su amigo–. ¡Y yo diría que ha sido en Itsmoor!


* * *


La explosión fue ensordecedora. El grupo comandado por el capitán Reylis, desmontó y se dispersó rápidamente. Los soldados corrieron a ponerse a cubierto mientras el capitán cogía del brazo al profesor Dumbert y hacía lo propio con él.

         –¡Vamos! ¡Hacia el humo! –ordenó Reylis moviendo los brazos– ¡Deprisa, deprisa!

         Los instantes siguientes fueron caóticos. La gente corría de un lado para otro sin saber donde meterse y los gritos sonaban por todas las calles de la ciudad.

         –¡La serrería! ¡La vieja serrería está ardiendo! –gritó un hombre al llegar cerca del segundo anillo.

         –¡Rápido! –ordenó el capitán a sus hombres– ¡A la vieja serrería! –Y éstos, volviéndose a subir a sus monturas, rápida y ordenadamente se encaminaron hacia allí.

         Cuando llegaron al lugar de los hechos, la estampa era desoladora. La vieja serrería estaba siendo devorada por las llamas. La gente había hecho dos filas por las cuales se pasaban cubos de agua provenientes de uno de los pozos de la ciudad y de la fuente de la plaza. Por fortuna, la serrería estaba en desuso, pues su dueño, el viejo Pieters, había mudado su negocio al segundo sector. Aunque dentro de ella, y a juzgar por la magnitud de las llamas, debía de quedar madera y serrín en grandes cantidades.

         A la carrera llegaron los hermanos Rexmont con sus espadas desenvainadas y, algo más retrasado, el profesor Gibson.

         –¿Qué ha ocurrido? –preguntó Dean al capitán Reylis.

         –Alguien ha convertido en un infierno la vieja serrería –contestó éste.

         –Ha sido él –dijo Xana Rexmont con voz suave–. Ese demonio está empezando a sembrar el caos.

         Un par de minutos más tarde, unos jinetes abriéndose paso al galope a través de las calles de Itsmoor, llegaron al lugar del siniestro. Se trataba del rector Delius con media docena de hombres de la guardia de la torre.

         –¿Qué ha ocurrido, Goobard? –preguntó el rector desde su caballo.

         –Ese maldito demonio ha prendido fuego la antigua serrería –respondió el capitán con tono de estar notablemente  enojado.

         –No debe de estar muy lejos –dijo el rector.

         –¡Charlton! –gritó Goobard volviéndose hacia uno de sus subordinados– Que los hombres registren los alrededores. Detened a todo chico que veáis de unos quince años. Rubio. No quiero que se quede sin revisar ninguna casa, mirad en cada rinc... –una segunda explosión, de una magnitud similar a la anterior, evitó que el capitán terminase la orden. Una nueva columna de humo cubrió el cielo de Itsmoor, esta vez, en su parte nor-occidental.

         –¡Ese maldito demonio va a acabar con toda la ciudad! –gritó el capitán, encolerizado.

         –¡Rápido, vayamos al origen de la explosión! –ordenó el rector– Debemos detener esta locura.

         –¡Vosotros, quedaos aquí y haced lo que os he dicho! –ordenó Goobard señalando a unos siete u ocho de sus hombres– ¡El resto, seguidme!

         En menos de cinco minutos llegaron al lugar donde se había producido el nuevo ataque. Esta vez, el blanco había sido un grupo de chabolas, también en el tercer anillo. Al igual que la serrería, éstas estaban siendo pasto de las llamas.

         –¡Maldita sea! –rugió el bravo capitán al ver la nueva desgracia.

         –Hay una cosa que no entiendo –le dijo Delius tras acercarse a él–. Tan solo está atacando sitios deshabitados, como si solamente quisiera demostrar su poder.

         –¡Pues al final, ese hijo de mil demonios va a terminar por dejar medio Itsmoor en ruinas! –gritó Goobard.

         –Posiblemente esté tratando de crear una distracción para poder escapar –dijo Xana mientras envainaba su espada.

         –¡Una distracción! –exclamo el rector– ¡Inocente de mí! ¡Rápido, volvamos a la torre!


* * *


De la torre. Alana estaba prácticamente convencida de que el resplandor previo a la explosión había salido de la torre. Así que, sin pensárselo dos veces, se encaminó hacia ella, no sin perder de vista su parte alta.

         Un segundo fulgor o, más bien, una especie de bola de fuego, volvió a emerger de ella. Y, de nuevo, otra explosión volvió a hacer temblar todo Itsmoor. Ahora estaba completamente segura de que, fuese quien fuese el autor de tales actos, ¡se encontraba en lo alto de la torre! Corrió hacia el patio interior y se montó rápidamente en el elevador. El revuelo dentro de la torre era espectacular. Unos corrían a esconderse en cualquier sitio, otros... simplemente, la curiosidad era más poderosa que su miedo y salían al exterior a contemplar el macabro espectáculo.

         El ascensor no se detuvo hasta llegar al último piso. Salió corriendo de él sin saber a dónde ir ni qué dirección tomar. De pronto, una puerta casi al final del pasillo se abrió y una figura encapuchada emergió de ella. Alana supuso que esas eran las dependencias del rector, pero la persona que había salido de ellas no podía ser él, pues lo había visto pasar montado a caballo saliendo de la torre. Y lo corroboró el misterioso personaje al bajarse la capucha.

         –¡Gerald! –gritó sorprendida al ver que se trataba de su amigo– ¿Qué estás haciendo? –preguntó desconcertada– ¿Qué... qué está ocurriendo?

         –No tardarás en saberlo, niña –dijo Gerald con la misma extraña voz que salió de su garganta esa misma mañana cuando se enfrentó a Turo–. ¡Todo Ringworld lo sabrá!

         Gerald hizo un rápido movimiento con su mano derecha y de ella salió una bola azulada que, a medida que ganaba metros, se fue tornando roja y, cayendo al lado de Alana, más concretamente a la mismísima entrada del elevador, un muro de fuego emergió de ella haciendo infranqueable su acceso. Acto seguido, el irreconocible muchacho se precipitó al vacío.

         –¡Noooo! –gritó Alana con desesperación– ¡Gerald! –y, rápidamente, echó a correr escaleras abajo. Cuando llegó, jadeante, a la planta baja, lo único que encontró de su amigo fue la capa que llevaba puesta.


* * *


Esta era la situación ideal para que Rasmus Delius maldijera el día en que, por decreto, se lanzase un hechizo conjunto sobre Itsmoor para anular el efecto de ciertos hechizos en plena ciudad, pues entre ellos se encontraba el de teletransportación. Gracias a él podría haber llegado a su destino en un abrir y cerrar de ojos.

         Cruzó con su caballo el portón que daba acceso al sector de la torre y, sin bajar de él, pronunció una sola palabra: «¡Iteroculum!». Prácticamente al instante se halló en su despacho. El panorama allí dentro no era más esperanzador que el del exterior. Un vendaval parecía haberlo azotado salvajemente. Cientos de libros por el suelo, estanterías arrancadas de la pared, muebles hechos astillas y, tras el escritorio, un cuerpo tendido en el suelo.

         –¡Baltazar! –aulló el desolado rector mientras apartaba muebles rotos y otros enseres que le obstaculizaban el paso hasta su amigo –¡Baltazar! –volvió a gritar mientras se agachaba para comprobar si aún seguía con vida. Tras apartar una pesada silla que cubría las piernas del anciano, pudo comprobar que éste aún respiraba. Golpeó su cara intentando reanimarle, más Baltazar no respondía–. ¡Aquom! –gritó desesperadamente, y un chorro de agua brotó de su temblorosa mano. Volvió a intentarlo nuevamente con el mismo hechizo y el magullado hombre al fin reaccionó– ¡Baltazar! –exclamó por tercera vez mientras una lágrima rodaba por su arrugada mejilla.

         –Rasmus –susurró el anciano–, no he podido detenerle.

         –Tranquilo, viejo amigo –dijo el rector–. Ahora lo que importa eres tú –añadió mientras el capitán Reylis, seguido por los hermanos Rexmont, el profesor Gibson y varios soldados irrumpían en la habitación.

         –Se lo ha llevado –dijo Baltazar.

         –¡Rápido, traed a los clérigos! –ordenó a los recién llegados. Al capitán le bastó un gesto para que uno de sus soldados cumpliera la orden.

         –Rasmus, es más... poderoso que nunca –dijo entre jadeos el fiel consejero–. Hay que evitar que... consiga hacerse... con los demás –añadió antes de perder la consciencia.

         –No te preocupes, Baltazar –respondió Delius mientras posaba su mano sobre la cabeza de su amigo–, no lo hará. Acabaré con ese maldito demonio aunque sea lo último que haga –añadió.

         En cuestión de minutos, tres clérigos aparecieron con una camilla y, sin perder ni un solo segundo, se lo llevaron en dirección a la enfermería.

         –Rector Delius –dijo Dean Rexmont mientras el anciano rector se ponía en pie–, ¿a qué se refería su amigo con eso de «evitar que consiga los demás»? Y, ¿qué se ha llevado?

         –¿Nos está ocultando algo, rector? –añadió Xana cruzando los brazos.

         Delius lanzó una mirada a Goobard y éste ordenó salir a sus hombres de la habitación. Acto seguido, este último, cerró la puerta.

         –¿Y bien? –volvió a preguntar Xana, expectante.

         –De acuerdo –respondió el rector con voz suave y, sin prisa, se acercó a un hueco de la pared en donde hacía unos minutos descansaba una estantería repleta de libros–. Creo que os debo una explicación.


* * *


–Pero… ¿¡qué diantres…!? –exclamó Bylo contemplado la humareda a un par de cientos de metros de Itsmoor.

         –Ya te dije que provenía de la ciudad –dijo Julius.

         –¿No tendrá que ver esto con...? –dijo Bylo sin atreverse a terminar la frase.

         –¿La profecía? –dijo su amigo, haciéndolo por él.

         –No sé qué pensar, pero vayamos a la torre –dijo Bylo con urgencia–. Tengo un mal presentimiento.


* * *


–Bueno –dijo el rector dando comienzo su relato–. Cuando el anterior patriarca fue asesinado por su hermano, éste último estaba poseído por el mismo demonio que ahora vaga por ahí en el cuerpo de ese muchacho. El cual, es el mismo demonio que habitó en el cuerpo del infame Xel Cateel. El demonio fue capturado en el cuerpo de nuestro buen amigo Varen que, a su vez, pidió ser encerrado con su «huésped» hasta que se encontrase una solución o una forma de acabar con él. Hasta ahí todos conocéis la historia.

         –Debió dejarnos hacer nuestro trabajo –le reprochó Dean–. Este asunto jamás habría llegado a estos extremos.

         –Entonces erais unos muchachos demasiado... impulsivos –contestó Delius–. Y vuestros métodos demasiado brutales –añadió con desazón.

         –¡Nuestro trabajo es hacer lo que los tipos sin agallas no se atreven a hacer! –aulló Xana.

         –Por favor, no nos desviemos del tema –pidió el profesor Gibson–. Ahora, lo importante es no volver a cometer el mismo error. Además, el rector nos está contando algo que, intuyo, es vital que sepamos.

         –Desde luego que es de vital importancia, Travis –dijo Delius con voz suave–. Así que, si no os importa, continuaré. Debéis saber que en Itsmoor tan sólo Baltazar y yo somos conocedores de su existencia –aclaró–. El caso es que Xel Cateel poseía cinco anillos que le otorgaban un poder único que le hacían prácticamente invencible –dijo, mientras enjugaba el sudor de su frente con un inmaculado pañuelo blanco–. Una vez muerto Cateel, le fueron despojados esos cinco anillos y, ante la imposibilidad de ser destruirlos, se escondieron en cinco torres distantes. Lo que no sé es cómo ese ser ha sido capaz de saber dónde estaba el primero de ellos. Incluso, puede que sepa la ubicación de los demás. Porque, señores... –dijo señalando el hueco de la pared– ¡Acaba de apoderarse del primer anillo!


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