BIENVENID@  AL  BLOG  OFICIAL  DE  LA  SAGA  «BYLO»

10. Una ruta alternativa

Julius y Bylo no tuvieron ningún problema para entrar en la ciudad, pues no había ningún soldado guardando las puertas. Dentro, el espectáculo era sobrecogedor. Dos grandes columnas de humo decoraban diabólicamente el cielo de Itsmoor. Corrieron hacia la más cercana, la cual se hallaba a dos calles de distancia. Una desmesurada cantidad de gente se congregaba intentando apagar las llamas que, sin piedad, devoraban un vetusto edificio. Parecía como si media ciudad se hubiera congregado allí. Un viejo recuerdo atravesó las mentes de Julius y Bylo como una aguja atraviesa una fina tela. Una experiencia difícil de olvidar.

         –Espero que no hubiese nadie dentro cuando empezó a arder –dijo Bylo–. O, al menos, que les diese tiempo a salir.

         –Puedes estar tranquilo –dijo Julius–, que ese edificio es la antigua serrería. Allí dentro no vive nadie desde hace tiempo. Aunque creo que su dueño lo usa como almacén –aclaró.

         –¡Uff, menos mal! –resopló Bylo aliviado– Al menos no tenemos que lamentar ninguna muerte.

         –¿Qué habrá pasado? –dijo Julius– Parece como si hubiesen atacado la ciudad.

         –No tengo ni idea –respondió Bylo–. Pero lo que sí sé es que tenemos que llegar a la torre cuanto antes. Espero que no haya ningún camino cortad...

         –¡Eh, chicos! –gritó una voz interrumpiendo al joven muchacho– ¡Sí, vosotros dos! ¡Deteneos ahí! –ordenó.

         –¡Ostras! ¡Los guardias! –exclamó Bylo al ver como un grupo de soldados se acercaban a ellos con las espadas desenvainadas– ¡Rápido, Julius, salgamos de aquí!

         –Pero... ¡no hemos hecho nada! –objetó el alto muchacho.

         –¡Pues yo no pienso quedarme a discutirlo con ellos! –dijo mientras tiraba de su amigo.

         Ambos comenzaron a correr calle adelante como si en ello les fuera la vida. Al llegar al tercer cruce de calles, giraron a la derecha y, recorridas dos más, lo hicieron en el  sentido contrario. Siguieron corriendo por ella hasta llegar a otra calle en la que un nutrido grupo de curiosos contemplaba con estupor como estaba siendo sofocado otro incendio.

         Los soldados, aunque portaban armaduras ligeras, no eran lo suficientemente livianas como para permitirles llevar el mismo ritmo que los chicos, por lo que la distancia entre ambos grupos se iba acrecentando poco a poco.

         Los muchachos se abrieron paso entre la multitud, alcanzaron el otro lado de la calle y corrieron hasta llegar a un pequeño callejón cortado por unos grandes toneles de vino. Escalaron por ellos y continuaron corriendo como alma que lleva el Diablo. Tras recorrer un par de calles más, volvieron a girar a la derecha justo en la esquina donde se encontraba la tienda de frutas del señor Rievel.

         Julius, echando la vista atrás, se percató de que, o habían dejado muy atrás a sus perseguidores, o habían conseguido despistarlos– ¡Bylo! ¡Para! –le gritó a su amigo, usando para ello la última bocanada de aire que quedaba en sus pulmones.

         Bylo se detuvo unos cuantos metros por delante y, volviéndose para mirar a su amigo, se dejó caer de rodillas totalmente exhausto. Julius, pausadamente, se acercó a él y se sentó en el suelo a su lado. Los dos amigos se miraron por un instante y, aunque apenas tenían fuerzas para ello, comenzaron a reír.

         –Otra... carrerita más para... contar a... nuestros nietos –dijo Bylo con la voz entrecortada tras el esfuerzo realizado.

         –Sí –corroboró su compañero–. Aunque... si tenemos que... contarles todas nuestras carreritas... nos harán falta dos vidas –añadió, y volvieron a reír con ganas.

         –Venga –dijo Bylo mientras se ponía en pie–, movámonos antes de que esos soldados vuelvan a dar con nosotros –concluyó mientras ayudaba a su compañero a levantarse.

         Recorrieron las calles que les separaban de la torre asomándose en cada esquina y ocultándose en cuanto divisaban algún guardia o soldado. Después de casi media hora de camino, llegaron exhaustos a la torre. Allí, la situación era similar a la del resto de la ciudad. Incluso, y a juzgar por la humareda y el olor a quemado, también había tenido lugar un incendio, el cual parecía que ya había sido sofocado. Un vistazo rápido a la planta baja les bastó para localizar a Alana en un banco. Se encontraba encogida y con la cabeza apoyada en las rodillas.

         –¡Alana! –gritó Bylo mientras se dirigían corriendo hacia ella– Ésta, levantó ligeramente la cabeza. Las lágrimas cubrían su pálido rostro.

         –¿Qué... qué ha ocurrido? –preguntó el muchacho algo asustado– ¿Te... te encuentras bien? –Alana se levantó y le abrazó sin dejar de llorar.

         –Ge... rald –es lo único que pudo pronunciar la aterrada chica entre sollozos.

         –Tranquila, Alana, estamos aquí contigo –dijo Bylo con voz suave mientras acariciaba la larga melena de su amiga–. Primero intenta calmarte, ¿vale? Luego nos contarás lo que ha sucedido.

         –Bylo, mira –dijo Julius señalando la prenda que Alana tenía entre sus manos–. Parece la capa de Gerald.

         –Gerald –volvió a balbucear la pelirroja muchacha mientras le entregaba la capa a su alto amigo.

         –¿Gerald? ¿Qué ocurre con Gerald, Alana? –preguntó Bylo ostensiblemente preocupado– ¿Dónde está? ¿No le habrá pasado nada, verdad?

         –Bylo. Ya no es él... Es... otra persona –dijo la temblorosa muchacha mirándole fijamente a los ojos.

         –Tranquila, Alana –volvió a repetir Bylo–. Cálmate, por favor. Vamos, coge aire y...

         –Es malvado, Bylo. ¡Malvado! –le interrumpió la pálida chica con renovadas fuerzas– ¡Él ha sido el causante de todo esto!

         –¿Qué...? ¿Pero qué estás diciendo? –preguntó Julius sorprendido por las palabras de su amiga– ¿No te referirás a los incendios? Gerald jamás haría una cosa así.

         –El profesor Gibson... Le oí decir a un capitán de la guardia que tenían que atraparle –contó a los atónitos muchachos mientras se limpiaba las lágrimas con la mano–. Hablaba de Gerald como... como si fuese un peligroso delincuente. Se fue con un grupo de soldados a buscarle por la ciudad –agregó.

         –Ven, te llevaremos a la enfermería –dijo Julius–, estás conmocionada. Allí te...

         –¡No me estáis escuchando! –aulló la alterada muchacha alejando de sí aquella amarga mezcla de emociones que se habían apoderado de su ser– ¡Os acabo de decir que Gerald ha cambiado! No es el mismo... Ya... no es como lo conocíamos –ahora ya comenzaba a hablar más coherentemente, pues la furia que sentía en esos momentos era mayor que su indignación y miedo.

         –¿Nos estás diciendo que Gerald ha prendido fuego media ciudad y parte de la torre? –preguntó Julius algo escéptico.

         –Os estoy diciendo que... –comenzó a decir Alana.

         –¡Espera, espera! –la interrumpió Julius– Me parece que nos estamos perdiendo algo.

         –Empieza desde el principio para que nos enteremos, por favor –le pidió Bylo.

         –De acuerdo –asintió la chica mientras volvía a tomar asiento en el banco–. Todo empezó nada más marcharos –dijo mientras retorcía nerviosamente un mechón de su largo pelo–. Íbamos hacia la biblioteca de la torre y, en el camino, Turo se metió con él. Gerald le dio una lección y le humilló delante de todos. Después, Gerald se desmayó y lo tuvieron que llevar a la enfermería.

         –Pero... ¡No entiendo nada! –exclamó Bylo– Si está inconsciente, ¿cómo es posible que haya sido él quien ha liado este caos?

         –Gerald... Él... escapó de la enfermería –dijo continuando su relato–. Lanzó hechizos de fuego desde lo alto de la torre y provocó los incendios. Cuando subí a investigar, le vi salir de una de las habitaciones, creo que la del rector. Él... saltó al vacío y yo... yo... –se detuvo un par de segundos–. Cuando llegué abajo, tan sólo encontré la capa que llevaba puesta –concluyó lanzando una mirada a la prenda que ahora Julius sostenía entre sus manos.

         –¿Se lo has contado a alguien? –preguntó Julius– ¿Fuiste a decírselo al rector?

         –El rector no está en la torre –respondió–. Lo vi salir a toda prisa acompañado de varios guardias. Supongo que fue al lugar de los incendios.

         –Pues habrá que contárselo –dijo Bylo–. El rector debe saberlo.

         –Yo creo que lo mejor será decírselo al profesor Gibson –sugirió Julius–. Tenemos más confianza con él.

         –Pues no perdamos más tiempo. ¡Vamos a buscarle! –ordenó Alana rotundamente mientras cogía la capa de las manos de Julius.

         –Pero, tampoco está en la torre –observó Bylo–. Tú misma nos dijiste que estaba en la ciudad buscando a Ger...

         –Sí, cierto... –le interrumpió la cérea muchacha– ¡Y por eso, iremos a buscarle a la ciudad! –concluyó con una determinación inquebrantable.


* * *


Raymond Twidd no era precisamente una gacela. Sus cortas piernas y, sobre todo, su más que notable adicción a la comida, habían hecho de él un soldado no apto para la acción. Debido a su acentuada obesidad, tan sólo se le podía ver en puestos de vigilancia. Apenas había aguantado cien metros tras los chicos, por lo que había tomado la decisión de regresar a las puertas de la ciudad y realizar lo que mejor se le daba hacer: vigilar. Unos metros antes de llegar a ellas, divisó la figura de una persona a punto de cruzarlas.

         –¡Alto ahí! –gritó a la vez que, con torpeza, sacaba la espada de su funda y se acercaba a la enigmática silueta, la cual, y dada su estatura, parecía pertenecer a un chico o chica joven.

         La figura se detuvo a poco más de un metro de las grandes puertas, levantó las manos a la altura de los hombros en signo de rendición y se giró hacia el guardia.

         –Muy bien, así me gusta –dijo Twidd complacido.

         Con cautela, se acercó un par de metros más al desconocido, comprobando así, que se trataba de un muchacho rubio, el cual, desoyendo la orden del voluminoso guardia, dio un paso hacia atrás.

         –¡He dicho que no te muevas! –gritó Twidd con autoridad. Pero el muchacho, aún con las manos en alto, volvió a dar otro paso más, plantándose al otro lado de las puertas.

         –¡Maldita sea! –volvió a tronar el guardia blandiendo su espada– ¡Te he dicho que te quedaras quieto!

         De repente, el misterioso personaje cerró su puño derecho y un asfixiante dolor atenazó la garganta del rechoncho guardia, el cual, soltando la espada, echó sus manos a su grueso cuello intentando zafarse de un poderoso par de manos invisibles. Tras unos segundos de angustia y lucha, perdió el conocimiento y se desplomó. Acto seguido, y sin volver la vista atrás, el rubio muchacho abandonó la ciudad por el camino principal.


* * *


Los tres amigos, con Alana en cabeza, salieron de la torre dispuestos a encontrar al profesor Gibson. Habían decidido que el primer sitio en buscar sería la vieja serrería, y después el lugar del segundo incendio. Sin embargo, recorridos unos metros, Julius se paró en seco.

         –¡Esperad un momento! –dijo a sus compañeros, y éstos, deteniéndose, se volvieron intrigados hacia él.

         –¿Qué ocurre? –preguntó Bylo a su amigo.

         –¿Creéis que hablar con el profesor Gibson nos servirá de algo? –respondió seriamente– Quiero decir, ¿creéis que será lo suficientemente sincero con nosotros?

         –¿Qué quieres decir con eso? –volvió a preguntar Bylo frunciendo el ceño.

         –Pues que si, como dice Alana, Gerald es el que ha provocado los incendios y, además, está en busca y captura –contestó–, no creo que nos cuente nada. Y tened por seguro que aquí está pasando algo muy serio...

         –No sé a dónde quieres ir a parar –le cortó su amigo–. El profesor Gibson es una buena persona y seguro que lo de Gerald es una confusión. No puede haber otra explicación.

         –Creo que, por desgracia, Julius tiene razón –dijo Alana interviniendo en favor del alto muchacho–. Tan sólo somos unos críos interfiriendo en asuntos de adultos. Seguro que nos cuentan cualquier cosa para contentarnos y mantenernos al margen.

         –Y, bueno, según vosotros, ¿qué se supone que debemos hacer? –preguntó Bylo, frustrado, a sus amigos.

         –Como ya dije antes –contestó Julius–, esto tiene pinta de ser algo muy gordo. Quizá, algo tan gordo como lo que te contó esa mujer en la cueva –dijo, refiriéndose de esa manera a la predicción del Oráculo.

         –¿No me digas que te has tragado todas esas paparruchas? –contestó Bylo– Esas mujeres están mal de la cabeza.

         –No sé –respondió el espigado muchacho–. Pero, ¿no te parece muy raro que después de hablar con ellas empiecen a suceder cosas inexplicables?

         –¿De qué estáis hablando? –preguntó Alana perpleja– ¿Qué mujeres?

         –Ya te lo explicaremos por el camino –dijo Julius.

         –¿Por el camino a dónde? –volvió a preguntar la pálida muchacha.

         –De camino a mi habitación. Tenemos que preparar el equipo –respondió rotundamente Julius.

         –¡Un momento! –gritó Bylo atónito– ¿Pero no me dijiste que no volverías allí ni por...?

         –Eso era antes –le interrumpió Julius–. Ahora, han cambiado las cosas y necesitamos respuestas. Además, la vida de Gerald está en juego.


* * *


Llamaron a la puerta y, sin apenas dejar tiempo de obtener respuesta, ésta se abrió. Por ella aparecieron dos soldados con aspecto de haber recorrido un largo trecho corriendo.

         –¡Rector Delius! –exclamó uno de ellos– Err... perdón por la intromisión –dijo disculpándose al ver a los congregados.

         –¿Ocurre algo, Bernard? –preguntó el rector arqueando una ceja.

         –Señor, perdón por entrar de esta manera, pero hemos pensado que era muy importante –alegó.

         –Continúa, por favor –pidió Rasmus.

         –Hemos encontrado a uno de los guardias de la puerta principal totalmente amoratado –continuó Bernard tras asentir con la cabeza–. Es como si le hubiesen intentado estrangular.

         –Sí, señor, le hemos llevado a la enfermería –corroboró, nervioso, el otro guardia–. El caso es que... creemos que... –comenzó a decir, indeciso.

         –Lo que queremos decir, rector –intervino Bernard viendo que su compañero no se atrevía a contarlo–, es que creemos que ha sido obra del muchacho que estamos buscando –argumentó–. Lo cual, nos lleva a pensar que ha huido de la ciudad.

         –Gracias por el aviso –dijo Delius–. Podéis retiraros. Obraremos en consecuencia –concluyó mientras se pasaba la mano por el mentón. Los soldados se retiraron tras hacer una leve reverencia.

         –Como podéis ver, esto se nos está yendo de las manos. Primero, fueron atacados Gilbert Fawnee y Davis Strann, con el consecuente robo de los barriles de pólvora. Después, las explosiones y los incendios... Y ahora esto –dijo el sabio rector–. Tenemos que ponerle fin de una vez por todas antes de que salga más gente herida... o muerta.

         –Prepararé un destacamento inmediatamente –dijo Goobard adelantándose al rector. Éste último, asintió con la cabeza y el recio capitán salió de la habitación.

         –En cuanto a ustedes –dijo dirigiéndose a los hermanos Rexmont–. Tienen mi permiso para obrar como sea necesario. Pero, a ser posible, y esperemos que lo sea –añadió–, quiero a ese chico con vida.


    * * *


Bylo y Alana, seguidos por Julius, abandonaron la habitación de éste último con sus mochilas colgadas a la espalda.

         –¿Estás segura de querer hacer esto? –preguntó Bylo a su amiga mientras Julius aseguraba su puerta con el hechizo Blocum– No tienes por qué venir.

         –Ya os lo he dicho –respondió la chica–. Gerald también es mi amigo y no pienso quedarme cruzada de brazos.

         –Puede ser peligroso –argumentó el muchacho–. La otra vez que estuvimos allí...

         –Sí, ya me lo habéis contado –le interrumpió Alana–. Casi le devora un bicho a Julius y, además, se perdió en una cueva oscura.

         –Esto es muy serio, Alana –dijo Bylo–. Esta aventura puede costarnos la vida. Si es cierta la profecía del Oráculo, esto se va a poner muy, pero que muy feo.

         –Pues razón de más para ir con vosotros –respondió la valiente chica–. De todas formas, si se está gestando la destrucción de Ringworld, no estaría a salvo en ningún sitio.

         Al parecer, los sólidos argumentos de su guapa amiga, le bastaron al chico, pues sin mediar ni una palabra más, el grupo bajó las escaleras y se encaminaron hacia la cocina.

         –¡Hola, Samus! –dijo Bylo a un cocinero que lentamente daba vueltas a la comida con un enorme cucharón de madera.

         –¡Hombre, Bylo! –exclamó el hombre girando levemente la cabeza hacia el chico– ¿Qué te trae por aquí, muchacho? –preguntó.

         –Necesitamos tu ayuda, Samus –contestó Bylo–. ¿Sobró algo de la cena de ayer? –preguntó sin más preámbulos.

         –Er... sí –respondió el hombre–. Está afuera en cajas a punto de ser enviadas a los necesitados de la ciudad –indicó–. Pero, ¿para que quer...?

         –¡Gracias! –exclamó Bylo mientras, con paso apresurado, se dirigía a la parte trasera de la cocina ante la atónita mirada del cocinero. Allí se hallaban varias cajas apiladas. Abrió una de ellas mientras Julius hacía lo propio con otra. Los tres amigos comenzaron a coger pan y comida envuelta en paquetes de su interior hasta que llenaron sus mochilas. Después, volvieron a cerrar las cajas.

         –¡Pero, bueno!, ¿me queréis contar para qué narices queréis tanta comida? –exclamó Samus que había salido un par de minutos después que el trío.

         –Es para una familia necesitada que conocimos ayer –mintió Julius adelantándose a su amigo.

         –Sí. La pobre gente no tiene ni para comer –añadió Bylo intentando que su voz sonase verosímil.

         –No sé, no sé... –dijo el hombre mientras se rascaba la barbilla– Ya sabéis que la comida sobrante se reparte en la plaza. Esa familia puede pasarse por…

         –Porfa, Samus –le interrumpió Bylo–. Es por una buena causa –alegó poniendo cara de niño bueno.

         –Está bien, está bien –asintió, al fin, el hombre dando su brazo a torcer–. Pero no le digáis a nadie que os he dejado, ¿vale?

         –¡Eso está hecho! –exclamó Bylo– ¡Muchas gracias, Samus! –Y el grupo salió de la cocina por el mismo sitio que lo había hecho Julius unas horas antes. Se encaminaron con urgencia hacia la puerta de acceso al segundo anillo con Bylo en cabeza– ¡Alto! –gritó éste al llegar a la esquina mientras alargaba un brazo para empujar a sus amigos contra la pared– Fijaos en esos dos –dijo señalando a un hombre y una mujer que estaban subiendo a sus monturas–. ¿No os parecen... extraños?

         –Yo ya los había visto antes –dijo Alana–. Creo que son mercenarios o algo por el estilo. Ellos fueron los que se marcharon con el profesor Gibson a buscar a Gerald –informó.

         –¡Puñetas! –se quejó Julius– Pues si han contratado a mercenarios para atrapar a Gerald, es que está ocurriendo algo más grave de lo que pensamos –concluyó dirigiéndose a Bylo.

         –No me puedo imaginar a Gerald haciendo daño a nadie –dijo Bylo con tristeza–. ¿Qué le habrá pasado?

         –Ya os dije que no era el mismo –comentó Alana–. Incluso, me atrevería a decir, que ni siquiera me reconoció la última vez que me encontré con él.

         –Yo creo que todo empezó el día que desapareció en la biblioteca –opinó Julius–. ¿Recordáis que se escondió en el armario cuando estuvo en la enfermería? Tenía miedo de alguien... o de algo –les recordó.

         –Pues descubriremos qué le pasó y le ayudaremos –dijo Alana.

         –Esos dos ya se van –anunció Bylo refiriéndose a los hermanos Rexmont–. Sigamos.

         El grupo continuó su camino hacia la salida de la ciudad escondiéndose de cada soldado que veían. Aún no sabían como iban a conseguir atravesar las puertas si éstas continuaban vigiladas, pero confiaban en tener la misma suerte que la vez anterior.

         En cosa de cuarenta minutos llegaron a la plaza. La gente ya circulaba con normalidad tras haber sofocado los incendios antes de que afectaran a las casas contiguas. Desde allí vieron como un carro cubierto por unas enormes telas abandonaba la ciudad. Iba tirado por un animal que, aunque nunca antes lo habían visto de cerca, lo conocían por los libros. Se trataba de un tok, un robusto y dócil animal de largo y duro pelaje, cuyas manadas se criaban en las llanuras de Tonaii. Y delante de él, aquellos dos misteriosos personajes. Tan pronto como el carro hubo atravesado las puertas de la ciudad, un grupo de ocho guardias se quedó ante ellas.

         –¡Vaya, esta vez lo tenemos crudo! –se quejó Julius tras echar una mirada a los alrededores y comprobar que esta vez no había en las cercanías otro carro llovido del cielo que, como la anterior vez, les sirviese para salir de Itsmoor.

         –Tranquilo, compañero, ya se nos ocurrirá algo –le animó Bylo dándole una palmada en el hombro.

         –No hay forma de atravesar esas puertas –dijo tajantemente Alana– ¡Esos soldados nunca nos dejarán pasar!

         –Pues ahora no podemos hacer otra cosa más que esperar y ver si la diosa Fortuna nos echa otro cable –respondió Bylo.

         –Eso, o cavar un túnel por debajo de los muros –dijo Julius sarcásticamente.

         –Quizá nos llevase menos tiempo –dijo Bylo siguiendo la gracia.

         –Bueno... Quizá... –comenzó a decir Alana– No. Seguro que es una tontería –terminó cambiando de opinión.

         –¿¡Qué!? –preguntaron los dos chicos al unísono.

         –Es que... –volvió a titubear la pálida muchacha– Seguro que es una pérdida de tiempo.

         –¡Venga, dilo! –le incitó Julius– Si no, haberte callado.

         –Bueno, es que Gerald una vez me contó que había leído en la biblioteca un libro sobre la historia de Itsmoor –les declaró–. Me dijo que durante el asedio de las tropas de Xel Cateel, hubo gente que huyó de la ciudad por los túneles de unas antiguas catacumbas que se comunicaban con el exterior.

         –¿Y sabes dónde están esas catacumbas? –preguntó Julius.

         –Supuestamente están en la parte este de la ciudad, bajo el antiguo templo de Tharr –respondió Alana–. Gerald estaba convencido de que esa historia era verídica, aunque creo que nunca se atrevió a comprobarla.

         –¡Pues lo haremos nosotros! –gritó Julius esperanzado.

         –¿Pero es que no has oído a Alana? –dijo Bylo– Está escrito en un libro, y puede que tan sólo sean paparruchas. Además, si Gerald nunca lo comprobó, es porque, seguramente, al final descubrió que tan sólo eran historias de viejas.

         –Pues yo no veo que aquí esté el panorama muy esperanzador –le contestó su amigo echando un vistazo a los guardias de las puertas–. Y, además, si al igual que Gerald, no lo comprobamos, nunca lo sabremos.

         –Yo creo que Julius tiene toda la razón –dijo Alana apoyando la mano en el hombro de su amigo–. Deberíamos comprobar si es cierto. Y, como puedes ver, esos soldados no nos dejarán salir ni de casualidad.

         –¡Está bien, está bien! –cedió por fin Bylo levantando las manos– Echaremos un vistazo al templo ese.


* * *


–¡Sírvenos otra jarra de cerveza, bola de grasa! –tronó el enorme guerrero mientras propinaba un puntapié al obeso tabernero que recogía del suelo los pedazos de una jarra rota. El pobre hombre salió despedido y cayó sobre otro de los componentes del fatídico trío, el cual le agarró de la camisa y le lanzó hacia el mostrador– ¡Y date prisa! –le gritó.

         Repentinamente, se abrió la puerta. Por ella apareció un joven muchacho rubio, con gafas y semblante serio – ¡Estúpidos! –dijo plantándose frente a la mesa en donde se encontraban los tres rufianes.

         –¡Cuidado, muchachos! –dijo con sorna el hercúleo hombre interrumpiendo al muchacho– Acaba de llegar el defensor de los débiles y comemantecas –añadió mientras movía los brazos temblorosamente, y los tres hombres soltaron una sonora carcajada.

         –¡Estoy realmente asustado! –añadió sarcásticamente otro de los hombres– Creo que me lo voy a hacer encima.

         –¡Silencio, escoria humana! –ordenó el chico notablemente enfadado. Y con un par de movimientos de su mano derecha apartó con violencia a dos de los guerreros. El tercero de ellos, el que parecía ser el jefe del grupo, se levantó ágilmente e intentó desenvainar su espada, pero el rubio muchacho, nuevamente, con un movimiento de su mano, le levantó por los aires como el viento levanta las hojas en octubre– Te ordené, y creo que fui lo suficientemente claro, que debíais pasar desapercibidos –dijo el chico con rabia.

         –¿¡Ma... maestro!? –preguntó, asombrado, el fornido guerrero– El chico soltó su presa y el fornido hombre, mirándole fijamente, se disculpó– Lo... lo siento mucho, maestro.

         –Señor, perdónenos –comenzó a decir otro de los guerreros levantándose del suelo–, tan sólo estábamos...

         –¡Basta! –cortó el chico– He necesitado muchos años para conseguir canalizar el poder suficiente para liberarme, y no pienso tolerar que unos rufianes como vosotros echéis a perder mis planes. Aún hay magos lo suficientemente poderosos para detenerme –añadió.

         –Lo siento, maestro –volvió a disculparse el hercúleo guerrero.

         –¡He dicho que es suficiente! –volvió a gritar– Ya nos ocuparemos de ello más tarde– ¿Tienes lo que te pedí? –preguntó mientras se quitaba las gafas y las dejaba sobre la mesa.

         –S-sí, maestro, lo llevo encima –dijo el forzudo hombre mientras introducía una mano bajo su ropa. Sacó una cajita con unos extraños símbolos tallados y se la dio al muchacho. Éste, pasó la mano sobre ella y murmuró unas palabras; se escuchó un chasquido. La abrió con sumo cuidado y comprobó su contenido.

         –¡Sí! –dijo satisfecho– Un pequeño paso hacia una gran victoria.


* * *


El grupo de amigos se paró frente al muro que rodeaba un ruinoso edificio de altas paredes. Ésta, ennegrecidas en su mayor parte, sin lugar a dudas, habían sido víctimas de un incendio. Sin embargo, algunas zonas delataban que en su día fueron blancas. Aún así, la vegetación se había hecho dueña y señora del desolado edificio.

         –Hacía tiempo que no pasaba por aquí –comentó Alana mirando el edificio a través de uno de los ventanucos que el muro poseía–. No recordaba el lamentable estado en que se encontraba.

         –Y pensar que de pequeño venía con mis padres todos los domingos –dijo Bylo con un atisbo de melancolía.

         –¡Bueno, venga! –se quejó Julius– ¿Vamos a entrar o no? –dijo poniendo los brazos en jarra.

         Unos metros más adelante de donde se encontraban, un agujero en la pared medio derruida, sirvió de entrada al grupo.        Con Julius en cabeza, atravesaron los pequeños jardines y llegaron a la puerta principal del viejo templo. Ésta se encontraba entablada, sin duda, para evitar que los niños entrasen a jugar, pues todo el edificio se hallaba en un estado deplorable.

         –Habrá que buscar otra manera de entrar –dijo Julius tras comprobar que los tablones estaban clavados concienzudamente.

         –Pues yo creo que estamos perdiendo el tiempo –aulló Bylo–. Seguro que lo de la salida secreta son cuentos de viejas.

         –Hay que tener un poco más de fe –dijo Alana–. Si nos damos por vencidos, entonces si que habrá sido una pérdida de tiempo.

         –¡Bah! –contestó Bylo apático– No hay más que ver el est...

         –¡Venga, no seas aguafiestas! –le interrumpió Julius– No has hecho más que quejarte desde que salimos de la torre –le recriminó–. ¡Te necesitamos de nuestra parte!

         –Lo... lo siento –se disculpó avergonzado–. Pero es que esa historia del fin de Ringworld y demás... no sé, pero... creo me está trastocando un poco.

         –Ya sabes que siempre tienes nuestro apoyo incondicional –dijo la pelirroja–. Nunca estarás solo.

         –Ya. Pero es que esta historia... –dijo Bylo apesadumbrado– Y lo de Gerald.

         –Alana tiene razón –alegó el alto muchacho–. Siempre podrás contar con nosotros. Y lo de la profecía de esas dos piradas... no sé... ya veremos como se desarrolla el asunto.

         Bylo se acercó a sus amigos y les abrazó fuertemente. Pasados unos segundos, se soltó y se puso a caminar hacia la derecha– Bueno, ¿qué? ¿Buscamos una entrada o pensáis quedaros ahí todo el día? –dijo con determinación. Julius y Alana, con cara de bobos, intercambiaron una mirada.


* * *


–¿Qué tal te encuentras, viejo amigo? –preguntó Delius acercándose al hombre que yacía en la cama.

         –Cansado, Rasmus, cansado –respondió tristemente el hombre.

         –¿Cómo...? –empezó a decir el rector.

         –¿...pudo escapar? –dijo el hombre terminando la frase por él– Al final pudo conmigo, Rasmus –confesó casi con vergüenza–. Se fue haciendo más fuerte con el paso del tiempo y yo...

         –No es culpa tuya, mi buen amigo –le cortó Delius–. Bastante hiciste con contenerle todos estos años poniendo en peligro tu integridad física y mental.

         –Pero no ha sido suficiente –se lamentó–. Aunque, desde el primer momento, supe que era más fuerte que yo.

         –No sigas por ahí –le regañó el rector–. Nosotros también tenemos gran parte de culpa. Durante todo este tiempo no fuimos capaces de encontrar una solución al problema –se reprochó a sí mismo–. Aunque mucho me temo que ahora será peor.

         –Según me dio a entender el profesor Gibson, está dentro de un niño, ¿verdad? –El rector asintió con la cabeza.

         –Un estudiante de nuestra torre –respondió afligido–. Un excelente estudiante, según me ha comentado Travis. Lo cual agrava la situación.

         –Sí –corroboró el anciano–. Ese demonio usará el talento de ese chico para sus oscuros propósitos. Y lo peor de todo es que ese muchacho no tiene la voluntad suficiente para revelarse contra él.

         –Por eso necesitamos ayuda –dijo el rector y, acto seguido, hizo una incómoda pausa–. No me satisface, pero he llamado a esos hermanos, los Rexmont –dijo Delius casi avergonzándose de sus palabras–. Dicen que han ideado una jaula especial que creen que podrá retener a ese monstruo.

         –¡Por Mecrial, Rasmus! ¡Otra vez esos dos! –le recriminó– ¿En qué estabas pensando?

         –La situación lo requiere, Varen –dijo intentando justificarse–. Quizá esa jaula funcione.

         –¡Nunca me han inspirado confianza esos cazadores de engendros, o lo que sean! –exclamó en claro desacuerdo–. Tan sólo... –un acceso de tos detuvo sus palabras durante unos segundos– Sólo espero que esta vez tengas razón, Rasmus, porque si no, ¡que los dioses se apiaden de nosotros!


* * *


–Esta madera parece que está suelta –anunció Julius señalando una plancha rectangular de madera apoyada en la pared–. Como si alguien la hubiera dejado aquí a propósito –puntualizó.

         Bylo se acercó a la madera, la cual estaba ennegrecida como el resto del edificio. Resultó ser la parte superior de una mesa. Comprobó que estaba suelta y entre ambos chicos la apartaron a un lado sin apenas esfuerzo. Un hueco del tamaño de un barril permitía el paso al interior de la construcción. Pasaron agachados a través de ella.

         El aspecto por dentro era aún más desolador que por fuera. Los bancos de madera de manie, pese a ser la madera más dura de todo Ringworld (y casi ignífuga), habían sido salvajemente maltratados por el fuego. Las paredes parecían obra de algún demente pintor tratando de emular una noche sin luna. La luz del atardecer se filtraba a través de los numerosos agujeros del deteriorado y alto techo y acrecentaba el siniestro aspecto del templo.

         –Este sitio da escalofríos –dijo Alana mirando a su alrededor.

         –Dicen que el incendio lo provocó una mujer el mismo día en el que el hombre del que estaba enamorada se casó con otra –dijo Julius.

         –Sí, conozco la historia –corroboró Bylo–. Atrancó las puertas y prendió fuego a todo. La mujer, envuelta en llamas, se abrazó a su amado y murieron juntos –añadió.

         –Es una preciosa historia de amor –opinó Alana.

         –Sí, con un final trágico –añadió Julius.

         –Cuentan las leyendas que desde el más allá, el novio también la rechazó –siguió relatando Bylo–. Desde entonces, el alma atormentada de esa infeliz mujer vaga por estos pasillos.

         –Lo que yo decía –dijo Alana–. ¡Este sitio me pone la piel de gallina!

         –¡Bueno, va!, dejémonos de cháchara y vamos a buscar ese túnel secreto –dijo Julius a la par que daba un par de palmadas–, que no tenemos todo el día.

         –Habrá que buscar unas escaleras que bajen –dijo Alana.

         –¿Por? –preguntó Julius frunciendo el ceño.

         –¡Porque los túneles secretos suelen estar bajo tierra, alargao! –respondió Bylo.

         –Vale. Tenemos que organizarnos –ordenó Alana–. Separémonos. Esto no es demasiado grande, pero tampoco se puede decir que sea pequeño.

         –¿Y qué estamos buscando, si puede saberse? –preguntó Julius.

         –No sé –respondió Alana–. Es una entrada secreta. Supongo que se activará con algún mecanismo o se abrirá con alguna llave.

         –¡Pues venga, manos a la obra! –exclamó el esbelto chico dando una palmada.

         Los tres amigos dejaron las mochilas se acercaron al altar, dejaron las mochilas sobre él y se pusieron a buscar dicha entrada. Revisaron todas las salas detrás de cada una de las puertas que encontraron, bajo los cascotes desprendidos del techo, incluso abrieron un par de féretros de adorno que se encontraban a ambos lados de la entrada.

         –¿Habéis encontrado algo, chicos? –preguntó Alana al cabo de unos minutos.

         –Escombros y más escombros –dijo Bylo desde la otra punta de la sala.

         –Yo tamp... ¡Un momento! –dijo de repente Julius– Aquí hay algo parecido a una palanca –dijo agachándose tras el altar.

         –Quizá sea lo que estamos buscando –dijo Bylo mientras él y Alana se acercaban a su amigo.

         –¡Está atascada! –dijo Julius mientras tiraba de ella.

         –Vamos a probar los dos juntos –dijo Bylo. En la base del altar había una barra casi tan larga como éste. Seguramente, antes del incidente, estaría perfectamente disimulada, pero el fuego le había quitado gran parte de la pintura que la hacía parecer parte del frío altar. Los dos amigos tiraron de ella con todas sus fuerzas, pero la palanca apenas se movió.

         –¿Y si hacéis palanca con alguna tabla? –sugirió Alana.

         –Buena idea, Alana –respondió Julius mientras se sacudía las manos.

         Buscaron un tablón, lo metieron bajo la palanca y usaron un gran trozo de piedra como punto de apoyo. Empujaron con fuerza y... ¡el tablón se partió!

         –¡Maldita sea! –aulló Bylo– La madera no sirve, está toda podrida.

         –Probad con esto –dijo Alana señalando una barra de hierro semienterrada entre los escombros.

         Los dos muchachos comenzaron a desenterrar dicha barra, la cual parecía ser un trozo de viga del techo. La apoyaron en la misma piedra e hicieron palanca entre los dos chicos. La palanca subió un centímetro, pero no pasó nada.

         –¡No... hacemos su... ficiente fuerza! –exclamó Bylo jadeante.

         –Tenéis el punto de apoyo demasiado lejos –observó Alana–. Intentadlo poniendo la piedra más cerca del altar.

         Dicho y hecho. Los dos muchachos desplazaron, no sin esfuerzo, la piedra hasta donde su amiga les había aconsejado ponerla y lo intentaron de nuevo. Esta vez, no tuvieron que esforzarse tanto. En un santiamén escucharon un chasquido que delataba que habían tenido éxito. El altar se elevó unos dos dedos y giró 90 grados arrastrando todos los escombros que encontró en su camino y dejando al descubierto unas mohosas escaleras de piedra.

         –¡Lo conseguimos! –gritaron ambos chicos al unísono, levantando los brazos victoriosamente.

         –¡Venga, vamos! –dijo Alana y, cogiendo su mochila del altar, comenzó el descenso por las escaleras dejando a los chicos recuperando el resuello. Al cabo de unos segundos, éstos también recogieron sus mochilas y la siguieron.

         –Esto está muy oscuro –informó la pelirroja–, necesitaremos algo de iluminación. Y acto seguido, lanzó un hechizo–. ¡Lumia-Ovo! –los chicos la imitaron.

         –Esperad un momento –dijo Bylo–. Y volvió a subir las empinadas escaleras. Al cabo de un minuto regresó sacudiéndose las manos.

         –¿A dónde has ido? –preguntó Julius intrigado.

         –He asegurado el altar con la barra de hierro –contestó–. Por si las moscas –añadió.

         –¡Buena idea, Bylo! –le felicitó Alana.

         Comenzaron a andar por el angosto pasillo. Un olor a humedad impregnaba el ambiente. De cuando en cuando se les cruzaba alguna asustada rata, lo que provocó que Alana cediese su sitio a la cabeza del grupo a Julius. De pronto, se oyó un tintineo metálico.

         –¡La barra! –gritó Bylo nerviosamente– Y acto seguido, el temido sonido de piedra chocando con piedra hizo retumbar las paredes del oscuro túnel. ¡El altar se había cerrado!


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