BIENVENID@  AL  BLOG  OFICIAL  DE  LA  SAGA  «BYLO»

11. El antiguo templo de Tharr

–¡Maldita barra! –rugió Bylo enojado– ¡Pero si la dejé perfectamente anclada!

         –No te culpes, amigo –dijo Julius dando una palmada en la espalda a su compañero–. Seguro que el puñetero altar tiene un mecanismo de cierre automático o algo así, y la barra no tenía la suficiente fuerza para detenerlo.

         –Sí, pero ahora estamos encerrados aquí abajo –dijo Bylo con desesperación.

         –Ya –corroboró su amigo–, es una faena, aunque...

         –¡Venga, chicos, no os deis por vencidos tan fácilmente! –intervino Alana– Seguro que al final de este túnel encontramos una salida –dijo, optimista, tratando de animar a sus compañeros.

         –Más nos vale –dijo Julius–. No tengo la intención de acabar mis días encerrado bajo tierra como una lombriz.

         –Alana tiene razón, lo mejor que podemos hacer en estos momentos es seguir andando y buscar una salida –dijo Bylo señalando el oscuro túnel.

         El trío se puso en movimiento. Al cabo de un rato caminando llegaron a una especie de sala con dos bifurcaciones.

         –¿Y ahora, qué? –dijo Julius mientras se quitaba la mochila y se sentaba en el frío suelo– Tenemos dos posibles caminos. Si vamos por el incorrecto nos costará el doble salir de aquí.

         –Podemos separarnos y volver a reunirnos aquí dentro de un rato –dijo Bylo.

         –¡De eso nada! –exclamó el alto chico– No pienso ir solo por estos túneles y... ¡ni pienso dejaros ir a ninguno de vosotros!

         –Chicos... –dijo Alana.

         –Pero así tendríamos más posibilidades de encontrar la salida –alegó Bylo.

         –Lo que tendríamos serían más posibilidades de perdernos –contestó Julius gesticulando nerviosamente.

         –¡Chicos! –volvió a repetir Alana, esta vez chillando.

         –¿¡Qué!? –contestaron al unísono ambos amigos.

         –Estamos en una especie de cripta funeraria –respondió la pálida chica.

         –¿Y de dónde te has sacado eso? –preguntó Julius, recogiendo su mochila sin apartar la mirada de Bylo.

         –¡Queréis dejaros de chiquilladas y venir aquí! –ordenó enérgicamente.

         Los dos chicos, a regañadientes, se acercaron al lugar en donde se encontraba su amiga. Ésta se hallaba limpiando con la mano una zona de la pared.

         –Fijaos en esto –dijo señalando la parte de la pared que acababa de limpiar. Una placa de mármol blanco resaltaba del resto del muro–. Es una especie de epitafio escrito en ringual antiguo. Según he podido descifrar, pone algo así como «Bendito sea el hombre que respete mi descanso, maldito el que lo turbe, porque no hallará el suyo».

         –No sabía que se te diese tan bien el ringual –dijo, admirado, Bylo.

         –Bueno, mi padre lo domina bastante bien y me lo ha ido inculcando desde pequeña –contestó Alana–. Además, como lo estudiamos en la torre, siempre estoy aprendiendo palabras nuevas.

         –Aquí hay otro –dijo Julius arrancando un trozo de pared.

         –Pero, ¿¡qué has hecho, pedazo de bestia!? –le recriminó Alana.

         –¿¡Yooo!? ¡Nada! –se defendió Julius– Estaba medio suelta y tiré de ella. Anda, déjate de monsergas y dinos qué pone.

         –Trae, bruto –dijo Alana quitándole el trozo de piedra de las manos y, acto seguido, lo volvió a colocar en el mismo lugar donde lo había soltado su alto amigo–. Esta dice «Fui lo que eres. Serás lo que soy» –dijo tras examinarla detenidamente.

         –¡Vaya!, un tipo graciosillo, ¿eh? –dijo sonriente Julius.

         –Sí, seguro que era el sacerdote más chistoso del templo –corroboró Bylo mientras trataba de contener la risa.

         –Y seguro que falleció a causa de un ataque de risa –añadió Julius con sorna.

         –Bueno, bueno, chicos –les interrumpió Alana–, lamento mucho chafaros la diversión pero, por si no lo recordáis, estamos encerrados en una especie de laberinto sin, de momento, salida, así que yo de vosotr... –Alana se detuvo repentinamente– ¿Habéis oído eso? –preguntó preocupada.

         –¿El qué? –preguntó Bylo.

         –Ese ruido –contestó la chica.

         –Yo no he oído nada –dijo Julius agudizando el oído.

         –Ha sido un sonido lejano, pero ha sonado como cuando se cerró el altar –argumentó Alana.

         –Te habrás confundido –dijo Bylo–. El altar se cerró casi delante de nuestras narices hace un rato. ¿Recuerdas? –dijo sarcásticamente– Y dudo mucho que haya vuelto a hacerlo.

         –Pues a mí me ha parecido oír el mismo sonido –volvió a repetir la pelirroja muchacha–. O, al menos, muy parecido.

         –Pues va a ser difícil que se haya cerrado ¡estando cerrado! –alegó Julius– En todo caso, si se ha abierto y se ha vuelto a cerrar, seguimos igual: ¡encerrados! –dijo poniendo los brazos en jarra.

         –Sí, pero puede que lo haya abierto alguien –argumentó la guapa muchacha–. Y si ese alguien conoce esa entrada, es porque posiblemente se está ocultando. Y, si se está ocultando, puede que sea alguien peligroso.

         –¿Y estás segura de que ha sonado en esa dirección –preguntó Bylo señalando el túnel por donde habían venido.

         –No estoy segura –respondió Alana, dubitativa.

         –Bueno, venga, dejemos de perder tiempo y decidámonos por una salida –dijo Bylo.

         –Pero, ¿cuál será la correcta? –preguntó Julius frotándose el mentón.

         –A lo mejor da igual cual elijamos –dijo Alana, lo que ocasionó que ambos chicos la mirasen extrañados–. ¡No me miréis así! –exclamó– ¿No os habéis parado a pensar que  quizá los dos caminos vayan a parar al mismo sitio? –alegó.

         –Ya, o igual nos topamos con un puñetero laberinto –opinó Julius.

         –En algún sitio leí que la mejor forma de salir de un laberinto es ir siguiendo siempre la misma pared –dijo Bylo.

         –Seguro que sería en algún libro de aventuras –dijo Julius–. ¡Esos libros son pura fantasía!

         –Pues yo creo que tiene mucha lógica –dijo Alana apoyando la idea de Bylo.

         –¡Venga pues, que se nos va el tiempo! –dijo Bylo mientras se encaminaba hacia la salida de la derecha.


* * *


Gerald se encontraba pensativo frente a la ventana de una de las habitaciones del piso superior de la posada. Un destartalado catre ocupaba la parte occidental de la habitación, mientras que en la pared opuesta descansaban un apolillado armario y un polvoriento diván. Las paredes, aparte de estar enmohecidas, se encontraban desnudas.

         La mano derecha de Gerald asía con fuerza la enigmática cajita que le había entregado el que parecía ser la voz cantante del trío de guerreros. De vez en cuando acariciaba los extraños símbolos que ésta llevaba tallados. De pronto, llamaron a la puerta–. Entra –dijo enérgicamente.

         –Ya está todo preparado, maestro –dijo el jefe del sombrío trío.

         –Muy bien –dijo Gerald complaciente–. Saldremos en un par de horas. Viajaremos durante toda la noche.

         –Sí, señor –dijo el hombre mientras se retiraba.

         –¡Ah, Noran! –dijo Gerald mientras se volvía hacia el bandido. Éste, se paró en seco y se giró hacia su maestro.

         –¿Sí, señor? –preguntó el aludido.

         –Esta vez no admitiré fallos –dijo el joven muchacho.

         –Descuide, maestro –dijo sumisamente bajando la cabeza y, acto seguido, abandonó la habitación.

         Gerald miró una vez más la pequeña caja antes de meterla dentro de una bolsa de tela y atársela al cinturón. Después, la cubrió con su ropa y se volvió nuevamente hacia la ventana. Las nubes, de nuevo, comenzaban a cerrar el cielo, y el sol seguía en su inexorable empeño por ocultarse tras el horizonte. Expulsó una bocanada de aire tras haber llenado generosamente sus pulmones–. Pronto, muy pronto –susurró mirando al cielo.


* * *


–No sé, Bylo, pero creo que esta idea tuya parece que no está funcionando –bufó Julius–. Llevamos un buen rato andando y no sé... para mí que estamos andando en círculos. Además, aún no sé ni que pared estamos siguiendo –añadió.

         –La derecha, Julius, estamos siguiendo la pared derecha –le informó Alana–. Lo que pasa es que estás jugueteando con esa daga oxidada que te has encontrado y no prestas atención –le recriminó.

         –Parece muy antigua –respondió el alto muchacho sin quitarle ojo a su reciente adquisición–. A lo mejor es una pieza muy valiosa.

         –¡Estamos aquí encerrados y tú, pensando en hacerte rico! –dijo Bylo– Anda, guarda eso y preocúp... ¡Agua! –exclamó repentinamente.

         –¿¡Qué!? –dijo Julius sorprendido.

         –Sí, yo también la estoy escuchando –corroboró Alana.

         –¡Vamos, deprisa! ¡Continuemos! –ordenó Bylo.

         Los tres amigos aceleraron el paso por el oscuro túnel, el cual moría en una pared con una verja redonda de oxidados barrotes de hierro.

         –¡Vaya, justo lo que me temía! –aulló Bylo– Este túnel comunica con el sistema de agua de la ciudad.

         –Bueno, miradlo por el lado positivo –dijo Alana–. Ahora sabemos que el otro túnel es el correcto.

         –Pues nada, regresemos –dijo Bylo resignado.

         –¡Esperad un momento! –gritó Julius– En esta pared parece que hay una especie de palanca –dijo señalando un trozo de hierro oxidado que sobresalía del muro izquierdo.

         ¡Es verdad! –exclamó Bylo– Vamos a tirar de ella a ver qué pasa –dijo mientras se acercaba a la palanca.

         –Esperad un momento, chicos –intervino Alana–. Puede ser peligroso.

         –¡Venga ya! –respondió Julius– ¿Qué puede pasar? Seguro que si la accionam...

         ¡Crank!

         Bylo acababa de tirar de la palanca. El sonido que emitió fue escalofriante, pero no tanto como el que estaba haciendo la puerta oculta que empezaba a abrirse en la pared contraria. Cuando ésta se hubo abierto veinte centímetros aproximadamente, se detuvo.

         –¡Jolín! ¡Se ha atascado! –se quejó Alana.

         –Ayúdame, Julius –dijo Bylo acercándose a la puerta. Los dos muchachos la empujaron con todas sus fuerzas,  abriéndola unos pocos centímetros más. Un segundo intento les permitió abrirla lo suficiente como para que pudiesen atravesarla.

         Un largo y vetusto pasillo con el suelo adoquinado con cantos rodados de diversos tamaños terminaba en unas empinadas escaleras.

         –Esperad un momento –dijo Bylo–. Voy a poner algo para evitar que se nos cierre también esta puerta.

         –A ver si esta vez sirve de algo –dijo Julius mientras ayudaba a su amigo a poner trozos de roca del deteriorado suelo en la apertura de la puerta.

         Avanzaron en silencio por el tedioso pasillo. Las paredes estaban adornadas con unos pequeños nichos que daba la impresión de haber sido usados como estantes. En algunos de ellos quedaban jarras rotas; en otros, restos de lo que parecía haber sido en su día trozos de comida: pan, carne... Parecía como si aquel pasillo hubiera sido utilizado para hacer las veces de despensa.
         Llegaron a las deterioradas escaleras con la esperanza de que éstas les condujeran hasta la tan ansiada salida de esos lúgubres túneles. Sus escalones estaban hechos con rocas planas de gran tamaño, y daba la impresión de que habían sido construidas con prisa, pues no había dos peldaños iguales. Además, la mayoría estaban desnivelados.

         –Tened cuidado al pisar, no os vayáis a caer –advirtió Bylo a sus amigos mientras ponía un pie en el primer escalón–. Parece que los escalones están medio sueltos.

         El pequeño grupo comenzó a subir las escaleras con precaución, pues Bylo estaba en lo cierto, el tiempo y la humedad se habían encargado de que el material usado para unir las rocas al suelo hubiera perdido propiedades, por lo que prácticamente todos los escalones se hallaban sueltos.
         Llegaron al final de las tortuosas escaleras. Un pequeño pasillo de unos seis metros de largo daba paso a otra puerta, esta vez de madera. La abrieron sin ningún problema. Una vez dentro, se encontraron con una estancia de paredes ennegrecidas que disponía de otra puerta al fondo. Tan sólo una vieja mesa con su silla y un par de rancias estanterías la amueblaban. Sobre la mesa encontraron algo que les cortó la respiración. Un candelabro encendido y una pila de libros, entre ellos, uno abierto, delataban que ahí mismo había estado alguien no hacía mucho tiempo.

         –Aquí vive alguien –afirmó Julius–. Y, a lo mejor, no le sienta nada bien que hayamos entrado sin llamar.

         –Pero, ¿quién puede vivir en un sitio como este? –dijo Bylo mientras se acercaba a la estantería que tenía más cerca.

         –No lo sé pero, al menos, podía tenerlo un poco más limpio y ordenado –respondió Julius mientras empujaba con el pie un retorcido y oxidado cubo de hierro.

         Alana se acercó a la mesa y examinó el libro abierto– Ringual –dijo. Cerró el libro y leyó en voz alta su título– «Ters rundems de Rilmeind Von Gissent». Los viajes de Rilmeind Von Gissent. Parece un libro de aventuras –añadió.

         –¡Aquí hay más polvo que en el desierto de Tharsus –exageró Bylo pasando un dedo por la polvorienta estantería.

         –Lo que yo decía –dijo Julius–. Este sitio necesita un...

         –¿¡Qué hacéis husmeando en mi casa!? –gritó una voz interrumpiendo la conversación de los chicos.


* * *


El hombre vestía ropaje verde y lucía una pequeña gorra ovalada del mismo color, con adornos dorados. Se ajustó las gafas y comenzó a leer el mensaje que había traído el zyro. Los zyros, unos pequeños pájaros de plumaje azul, se utilizaban desde hacía años como mensajeros debido a su capacidad de recorrer grandes distancias en una décima parte que lo haría un buen corcel al galope. Transportan un pequeño cilindro mágico, también de color azul, el cual llevan atado a una de sus patas, y que contenía el mensaje en cuestión.

         –¡Maldición! –exclamó, frunciendo el ceño, tras haber leído el mensaje. Acto seguido, se aproximó a su mesa y tiró de una lujosa cuerda de finos hilos dorados que había tras ella. Pasados unos instantes, llamaron  a la puerta–. Adelante –dijo mientras se sentaba en su cómoda silla.

         Entró una mujer de avanzada edad que lucía una toga color verde con encajes dorados. Una fina diadema de flores adornaba su larga cabellera plateada–. ¿Ocurre algo, Thanos? –preguntó.

         –Acércate, por favor –ordenó el hombre con sutileza–. La mujer, obediente, se colocó frente al hombre al otro lado de la mesa. Thanos le dio la vuelta al mensaje y, arrastrándolo por la mesa, se lo acercó a la anciana. Ésta, lo leyó con detenimiento, arqueando cada vez más las cejas a medida que avanzaba la lectura.

         –Era de suponer que pasase tarde o temprano –dijo levantando la vista hacia Thanos–. Ese ser es muy poderoso. Estará furioso después de haberle mantenido encerrado durante todos estos años, y supongo que ahora está buscando venganza. Y la forma de conseguirlo es haciéndose con todos los anillos. Ellos le devolverán su poder.

         –Como habrás leído, ya se ha hecho con el primero, y vendrá también a por el nuestro –dijo el hombre, preocupado–. Tenemos que poner todos los medios a nuestro alcance para evitar que lo consiga, pues con cada anillo, su poder aumenta.

         –El anillo está a buen recaudo, y no creo que sepa dónde está ni cómo llegar hasta él –argumentó la mujer.

         –Ahí estás muy equivocada, Gezzabel –dijo el hombre–. Algún oscuro vínculo le ata a esos malditos anillos.

         –Pues destruyámoslos –dijo la anciana.

         –Ya sabes que se intentó en el pasado y no lo conseguimos –alegó Thanos–. Ni el arma más brutal ni el hechizo más poderoso hicieron mella en ellos. El material con el que fueron creados es indestructible, es... como si no fuesen de este mundo.

         –Pero tiene que haber alguna maner...

         –Lo más sensato, por ahora, es protegerlos –le interrumpió Thanos–. Aunque, lo ideal sería dar con la forma de acabar con ese monstruo. Si bien, mucho me temo que, hacerlo sin que ello suponga un riesgo para la persona que ha elegido como anfitrión, es una tarea imposible.

         –Un niño –susurró Gezzabel con la mirada perdida–. Esta vez, ese despreciable ser ha poseído a un niño.

         –Un estudiante de magia –puntualizó el hombre–. Y, según cuenta Delius, un gran estudiante con un gran potencial que seguramente exprimirá ese demonio.

         –De todas formas, sigo pensando que el anillo está muy bien protegido –dijo la anciana mientras se retiraba–. No tiene ninguna posibilidad de conseguirlo. Nuestros bosques son inexpugnables para quien no los conoce.

         –Aún así, habrá que tomar las medidas oportunas –respondió Thanos visiblemente preocupado–. Por favor, ¿puedes decirle a Razzo que venga?

         –Desde luego –dijo mientras abría la puerta.


* * *


Alana corrió hacia sus dos amigos. En la puerta opuesta a la que habían entrado se hallaba una mujer con el pelo canoso y alborotado. Sus arrugadas y maltratadas manos sostenían una gran caja de cartón, de la cual sobresalían frutas y verduras. Su rostro reflejaba asombro y enfado a partes iguales–. ¿Cómo habéis entrado aquí? –preguntó malhumorada.

         –Nosotros no... –respondió Bylo con un hilo de voz.

         –¿Quién es usted? –preguntó Julius, arrogante.

         –¡Esta es mi casa! –exclamó la extraña mujer con autoridad– ¡Y no toleraré que unos mocosos entren en ella así, por las buenas!

         –Señora, nosotros solamente buscamos la salida de este lugar –dijo Alana–. Encontramos esta entrada por casualidad. Le pido disculpas si...

         –¡Bla, bla, bla! –le interrumpió la anciana–. ¡Excusas y más excusas! A mí no me engañáis. Estáis aquí buscando mi tesoro.

         –¿Te-tesoro? –balbuceó Bylo abriendo desmesuradamente los ojos– Señora, usted se confunde, nosotros no...

         –¡Siempre la misma historia! –gritó la mujer– Los chicos de hoy en día no sabéis mentir.

         –¿No somos los... primeros? –preguntó Bylo con cautela.

         –El anterior tuvo su merecido –contestó la mujer con una amplia sonrisa en su boca, mostrando sus amarillentos dientes–. Seguro que ese chico de los ojos de cristal aún sigue corriendo del susto que se llevó. Se le está bien empleado –añadió.

    Los tres amigos intercambiaron una mirada tras escuchar las palabras de la mujer. Por la mente de todos pasó el recuerdo de cierta persona.

         –Mire, señora, nosotros no queremos su tesoro, tenemos otras preocupaciones –dijo Julius–. Un amigo necesita nuestra ayuda y necesitamos salir de la ciudad.

         –¿Seguro? –preguntó la mujer, desconfiada– ¿No estaréis tratando de engañarme, verdad?

         –No, señora –respondió Bylo–. Y si nos muestra la salida verá como es verdad.

         –Lo consultaré –dijo. Dejó la caja en el suelo y se dio media vuelta. Comenzó a hablar en voz baja como si estuviera conversando con alguien. Los tres amigos se miraron entre sí extrañados. Al cabo de unos instantes la mujer se volvió hacia ellos.

         –Figo dice que primero merendaréis algo con nosotros –dijo–. Después, os acompañaremos al «otro lado».

         –Es que llevamos prisa y... –dijo Julius antes de que la mujer le interrumpiera.

         –¡Os quedaréis a merendar y no se hable más! –ordenó la anciana con autoridad.

         –De acuerdo –dijo Bylo–. Nos quedaremos con ust... vosotros a merendar si después nos saca de la ciudad.

         –¿Has oído, Figo? –dijo la mujer girando su cabeza  hacia su derecha, como si allí se encontrase alguien– ¡Tenemos invitados!

         Siguieron a la mujer hasta la habitación contigua. Ésta era bastante más espaciosa que la anterior y en su centro había una gran mesa de madera carcomida. Sus paredes estaban adornadas con dibujos de animales pintados con tiza. La anciana hizo un gesto a los chicos y estos se sentaron en las sillas que había minuciosamente colocadas alrededor de la mesa. Sobre ella, dejó la caja de frutas y verduras y revolvió en su interior. Sacó cinco manzanas las cuales sirvió una a cada amigo y otra para ella. La quinta la dejó a su derecha, en el lugar que ocupaba su compañero invisible que tenía por nombre «Figo». Volvió a meter la mano en la caja, sacó otras tantas naranjas, y repitió la operación.

         –Comed, comed –les invitó con voz suave–. Están recién cogidas.

         Bylo, con recelo, fue el primero en probar la fruta. Dio un mordisco a la manzana. Su dulce sabor le recordó a las manzanas del huerto de su padre. Levantó la vista hacia a sus amigos que le miraban con rostro interrogante y asintió con la cabeza. Julius y Alana también probaron sus respectivas piezas de fruta.

         –Están muy ricas, señora –dijo Julius.

         –Martha –dijo la mujer con la boca llena.

         –¿Qué? –preguntó Julius.

         –Mi nombre es Martha –repitió la mujer tras limpiarse los labios con la manga.

         –Martha, ¿puedo hacerte una pregunta? –dijo Alana.

         –Claro, guapa –contestó la mujer mientras dejaba los restos de la manzana sobre la mesa.

         –¿Lleva...is viviendo mucho tiempo aquí? –preguntó con cierta curiosidad.

         –Fue un regalo divino –respondió–. Sabes, aquí antes vivía mucha gente, pero un día la abandonaron. Les pedí cobijo a los dioses, y ellos echaron a esa marabunta.

         –¿Y... Figo? –preguntó Bylo.

         –¡Ah, mi fiel amigo! –dijo mientras un destello de felicidad brillaba en sus vidriosos ojos grises– Al cabo de unos años de estar aquí, le encontré vagando por los pasillos. Hicimos buenas migas y, desde entonces, él y yo somos inseparables.

         –Martha, el chico del que nos has hablado antes –preguntó nuevamente Bylo–, ¿cómo era?

         –No sé para qué lo quieres saber –contestó.

         –Por favor –insistió Bylo.

         –De acuerdo, si tanto te interesa, te lo diré –respondió Martha encogiéndose de hombros–. Era más o menos de tu estatura, le brillaban los ojos y tenía el pelo lleno de caracoles de oro.

         –Gracias –dijo Bylo.

         –¿Acaso le conoces? –preguntó la mujer.

         –No –respondió Bylo–. Tan sólo es... curiosidad.

         –Bueno, bueno, deja de hablar tanto y termina de merendar –dijo señalando la naranja que Bylo tenía delante–. ¡Uy, Figo! ¿No tienes hambre, cariño? –dijo de pronto volviéndose hacia su derecha, en donde se encontraban las dos solitarias piezas de fruta– ¡Ya te dije que no comieras a deshoras! Bueno, no pasa nada. Luego, cuando se vayan nuestros invitados, te echas un sueñecito y mañana estarás como nuevo –Bylo y Julius intercambiaron una mirada. Éste último se llevó el dedo índice a su sien.

         La pieza restante de fruta la comieron en silencio, tras lo cual, Martha recogió los restos dejados sobre la mesa y los tiró a un cubo rebosante de desperdicios.

         –Bueno –dijo la mujer–, ya es hora de que vayáis al encuentro de vuestro amigo. Seguidme.

         Salieron por la puerta situada tras Martha y llegaron a un pequeño patio en el que había tres arcos. Cruzó el central con el trío de amigos tras ella. Atravesaron un largo pasillo que giraba hacia la izquierda y subieron otras escaleras que, aunque no eran tan largas ni empinadas como las anteriores, sí se encontraban en las mismas paupérrimas condiciones. Llegaron a otro de patio en el que, a través de unas grietas en el muro, se colaba la luz del atardecer. La mujer, seguida de cerca por los tres amigos, se acercó al muro y atravesó un arco más. Bajaron una veintena de escalones y llegaron a un camino sin salida. Martha, ante la atenta mirada de los tres amigos, se acercó a la pared de la izquierda y metió el brazo en un oscuro agujero, giró la mano y, al instante, un ruido que ya se les había hecho familiar confirmó lo que todos esperaban que ocurriese: se estaba abriendo otra puerta secreta.

         –Bueno, por aquí llegaréis al «otro lado» –dijo mientras se sacudía las manos–. Espero que encontréis a ese amigo vuestro.

         –Gracias, Martha –dijo Alana regalando una sonrisa a la estrambótica mujer.

         Julius, seguido de Bylo, salió al exterior. En efecto, estaban al otro lado de las murallas de Itsmoor. Alana fue tras ellos.

         –¡Y no olvidéis volver a visitarnos! –les invitó Martha mientras se peinaba con la mano su hirsuto cabello– Figo y yo nos pondremos muy contentos si venís a merendar otro día.

         –Descuida –prometió Alana–. Adiós, Martha.

         –Sí. Y... ¡adiós, Figo! –dijo Julius sarcásticamente.

         –No, si Figo no ha venido con nosotros –apuntó Martha mientras el grupo se perdía en la lejanía–. El pobre se ha quedado en casa algo traspuesto.

         –¡Te has lucido, estirao! –dijo Bylo a su amigo propinándole un codazo.

         –Esa vieja chalada... –respondió.

         –Bueno, después de todo, Gerald tenía razón. Había una salida secreta –dijo Alana cuando alcanzó a sus amigos.

         –Sí, ese ratón de biblioteca... –dijo Julius– ¡la encontró y no dijo nada!

         –Bueno, chicos, apretemos el paso, que se está haciendo tarde y la cueva del Oráculo no es que esté a la vuelta de la esquina –dijo Bylo apremiante.

         –A ver qué nos cuentan ahora esas otras dos piradas –gruñó Julius–. Y espero que esta vez no me dejen fuera de la fiesta.

         –Esta vez no lo permitiré, amigo –respondió Bylo.


Copyright © , doorstein