BIENVENID@  AL  BLOG  OFICIAL  DE  LA  SAGA  «BYLO»

12. Los ingredientes mágicos

No habían pasado ni veinte minutos antes de que el grupo de amigos se topara con una patrulla. Eran unos ocho jinetes, sin duda, soldados de la guardia Itsmoor, que regresaban a la ciudad. Por suerte, el estruendo del galope de los caballos en la distancia les permitió tener el tiempo suficiente para ocultarse a un lado del camino.

         –Parece que no lo han encontrado –dijo Julius tras volver a agacharse detrás del montículo que les cobijaba.

         –A saber dónde estará –dijo Bylo–. Creo que va a ser como buscar una aguja en un pajar.

         –Venga, continuemos –recomendó el alto muchacho.

         Los tres amigos salieron de su improvisado escondite y siguieron andando por el polvoriento camino que los dos chicos ya hubieron recorrido ese mismo día en aquella pestilente carreta.

         Llevaban caminados un par de kilómetros cuando, de repente, Bylo se paró en seco–. ¡Cuidado, otra patrulla! –avisó tras ver a unos jinetes parados junto al antiguo cementerio. Rápidamente, se volvieron a esconder, esta vez, muy cerca de donde lo habían hecho unas horas antes.
         Nuevamente, fue Julius el que volvió a asomar la cabeza para observar a los hombres que había parados junto al pequeño muro que rodeaba el desolado cementerio.

         –No son soldados –informó a sus amigos en voz baja–. Creo que son profanadores de tumbas.

         –Pues esperaremos a que consigan lo que andan buscando y se marchen –dijo Bylo sentándose en el suelo–. Desde luego... ¡vaya casualidad que estén justamente en nuestro camino!

         –¿No podemos dar un rodeo? –preguntó Alana.

         –No –respondió Bylo–. El camino que conduce a la cueva del Oráculo está justamente su lado.

         –Vamos a acercarnos un poco más –pidió Julius en voz baja–. A ver si podemos enterarnos si se van a ir pronto.

         –Puede ser peligroso –contestó Bylo. Su amigo le respondió con un gesto.

         El trío se desplazó por detrás de los matorrales que había a lo largo del camino hasta colocarse a unos veinte metros de los hombres. Desde allí se podía oír con cierta claridad la conversación.

         –¡Vaya con esa maldita planta! –dijo uno de los ladrones– ¿Pues no podía crecer en otro sitio?

         –Ya has oído al maestro –respondió otro–. Crecer, crece en más sitios, pero la que él necesita tiene que haber crecido en una tumba. «El fruto de un muerto», como él la llama.

         –¡Pues no sé por qué tardan tanto! Ya llevan un buen rato. –volvió a quejarse el hombre que había hablado primero– No creo que lleve tanto tiempo coger una maldita planta. Si no fuera porque...

         –¡Chist! ¡Ya regresan! –le avisó su compañero.

         Julius estiró más el cuello para ver a los otros ladrones cuando, para su sorpresa, vio algo que le heló la sangre en las venas– ¡Es Gerald! –dijo volviéndose hacia sus amigos.

         –¿¡Qué!? –exclamaron al unísono con los ojos fuera de las órbitas.

         –Que Gerald está con esos bandidos –repitió  Julius.

         –¡Pues vamos a buscarle! –dijo nerviosamente Bylo mientras empezaba a levantarse.

         –¿Estás loco? –dijo Julius tirando de su amigo hacia abajo– Si Gerald está con esa gente, es que está pasando algo raro… muy raro. No sabemos a qué atenernos. Y, además, no podríamos enfrentarnos a ellos, van armados –añadió.

         –Pero... –se quejó Bylo.

         –No es el momento –dijo Julius interrumpiendo a su amigo–. Pero tengo una idea. Esperad aquí.

         Julius avanzó unos metros más agazapado tras los arbustos hasta llegar junto al lugar donde se encontraban los caballos del grupo de maleantes. Sacó algo del bolsillo de su pantalón y lo introdujo en una de las alforjas del caballo que tenía más cerca. De pronto, uno de los ladrones se aproximó a los animales y, cogiendo sus riendas, se los llevó. A Julius le dio el tiempo justo para tumbarse bajo las ramas de los arbustos. Esperó pacientemente a que el hombre se alejara y, tal y como había ido, regresó con sus amigos.

         –¿Se puede saber qué has ido a hacer allí? –le recriminó Bylo– Han estado a punto de pillarte.

         –Luego te lo cuento –respondió mientras llevaba el dedo índice hasta sus labios.

         Los cuatro individuos se montaron en sus monturas y cuando se hubieron alejado una distancia prudencial, el grupo salió de su escondrijo.

         –¡Hemos estado tan cerca de Gerald! –se lamentó Bylo– Si me hubieras dejado...

         –Si te hubiera dejado salir ahí, posiblemente, ahora estaríamos lamentando algo más que lo de Gerald –le interrumpió Julius.

         –¡Pues has sido tú el que ha estado a punto de perder el pellejo! –le recriminó Bylo.

         –Tranquilízate, Bylo –dijo Alana–. Seguro que Julius lo ha hecho por una buena razón.

         –Y así es –dijo Julius escuetamente.

         –Bueno, ¿y nos vas a contar por qué puñetas te has jugado el tipo? –le volvió a preguntar Bylo.

         –Pues... he metido una Wrallie en una de las alforjas –contestó el espigado muchacho.

         –¡Buena idea, Julius! –dijo Alana– Ya sabía yo que esa cabecita algún día funcionaría provechosamente –concluyó sarcásticamente.

         –No te pases... –le advirtió Julius.

         –Ya, me parece muy bien. Pero esas canicas sólo funcionan a una distancia determinada –objetó Bylo–. Y esa distancia es ridícula. Seguro que ya están fuera de nuestro alcance.

         –¡Venga ya! –dijo Julius dolido en su orgullo– En estos momentos tenemos mucho más que hace cinco minutos.

         –De poco o nada nos va a servir –volvió a decir Bylo.

         –¿¡Por qué eres tan negativo!? –le recriminó Alana–. Julius tiene razón. Al menos, ahora podremos encontrarles cuando no estén demasiado lejos.

         –De acuerdo... Lo siento –se disculpó Bylo–. Lo que pasa es que me siento impotente ante este asunto. Y, sobre todo, por haber estado tan cerca de Gerald y no haber podido ayudarle. Y no soy siempre negativo, que conste –apuntó.

         –Bueno… vale. Todos estamos nerviosos –confesó Alana–. Pero debemos tener la cabeza fría y, sobre todo, no precipitarnos en nuestras acciones. Si vamos a lo loco, lo más probable es que acabemos muertos. Este asunto es muy serio y debemos manejarlo con cuidado. Cada cosa a su tiempo.

         –¿Qué estará haciendo Gerald con esos ladrones? –preguntó Julius.

         –No lo sé –respondió Alana–. Pero, como ya os dije, no creo que ese sea Gerald... del todo. Aunque, cabe la posibilidad de que esté bajo los efectos de algún hechizo –añadió compungida.

         –¡Venga, dejaros de cháchara! –exclamó Julius cortando la conversación–, que la noche se nos echa encima y debemos llegar a la cueva de esas piradas.

         Se encaminaron por el sendero que les conducía a su destino. El poste indicador que esa misma mañana lo presidía, ahora se encontraba en el suelo hecho añicos.
         Pasado un rato, y según se iban acercando a la cueva del Oráculo, también se iban acrecentando los nervios de Julius, por lo que no paraba de mirar a todas partes. A cualquier movimiento de la vegetación o cualquier ruido, echaba mano a la daga que se había encontrado en los túneles del antiguo templo. Quería estar preparado por si les atacaba otro engendro.

         –Esto es muy extraño –dijo Bylo de repente.

         –¿El qué? –preguntó Julius sin dejar de mirar hacia todos lados.

         –¡No me digas que no te has dado cuenta! –le respondió.

         –¿De qué? –volvió a preguntar el espigado muchacho.

         –Ya sé que sólo hemos estado una vez, pero este camino no me suena –respondió Bylo preocupado–. Ni tan siquiera el tipo de vegetación.

         –Pues ahora que lo dices... –dijo Julius pensativo– ¿No deberíamos haber pasado ya por el lugar donde nos atacó esa... cosa? –preguntó con la esperanza de que así fuera.

         –Sí, creo que ya deberíamos haber llegado al lugar donde nos paramos a comer –dijo Bylo.

         –¡No me digáis que nos hemos perdido! –preguntó Alana– ¡Pero si hasta ahora sólo ha habido un único camino!

         –Sí –reafirmó Bylo–. El camino va directo a la cueva sin ningún tipo de bifurcación.

         –¡Mirad eso! –gritó Julius sobresaltando a la pareja y señalando con su dedo índice hacia delante.

         El camino, unos metros más adelante se tornaba oscuro. Una tupida neblina negra lo cubría a partir de ahí.

         –¡Diantres! –exclamó Bylo– ¿Qué puñetas es eso? Esta mañana no estab... –más, no pudo concluir la frase. Una figura emergió de entre la impenetrable niebla.

         –Seguidme –ordenó la voz de aquella persona. Una voz que Bylo reconoció.

         –¿Celine? –preguntó el muchacho.

         La extraña figura se acercó unos metros más en dirección hacia ellos y bajó la capucha que cubría su cabeza. En efecto, era Celine.

         –Acompañadme, por favor –repitió educadamente–. La niebla no os dañará –dijo tras comprobar que los chicos miraban aquella niebla con temor.

         Tras titubear un instante, los tres amigos, encabezados por Bylo, se decidieron por fin y siguieron a la misteriosa mujer adentrándose en aquella extraña niebla.


* * *


El grupo se hallaba semi-oculto entre los árboles a varios metros del camino. De esta manera, el fuego que habían encendido para asar la pieza que habían cazado no era tan visible desde la distancia. Además, el humo que éste desprendía, la oscuridad de la noche se ocupaba de ocultarlo.

         –¿Cómo dijiste que se llamaba esa estúpida planta? –preguntó el hombre.

         –Dremium eternum... o algo así –respondió Noran mientras terminaba de pelar un manzana con su afilado cuchillo.

         –¿Y qué clase de poción mágica quiere hacer el maestro? –volvió a preguntar mientras se rascaba su voluminosa barriga.

         –¡Y yo que sé! –respondió de mala gana– ¡Estás preguntando demasiado, Rofus! ¡Déjame comer tranquilo!

         –Sea lo que sea, seguro que es algo para conseguir esos dichosos anillos que nos dijiste –opinó el tercer hombre, el cual tenía una espeluznante cicatriz en lo que un día fue su ojo derecho.

         –Míradlo –dijo Rofus señalando con la mirada a Gerald–. Apenas ha comido nada. Se pega todo el día pensando en lo que quiera que sea. Y sólo abre la boca para dar órdenes.

         –¡Y a ti qué más te da! –exclamó Noran– Lo que  debe importarte es la recompensa que obtendremos cuando él consiga lo que busca.

         –Pues espero que sea buena –dijo Rofus–, porque Fungus y yo queremos abrir nuestra propia taberna. ¿Verdad, Fungus? –preguntó dirigiéndose al hombre tuerto.

         –Sí, bebida y comida gratis. ¡Y en abundancia! –dijo soltando una sonora carcajada.

         –Sois unos estúpidos –exclamó Noran–. Con vuestras tonterías sólo lograréis meter la pata. Y ya sabéis cómo se las gasta el maestro. No se conformará con mataros, sino que os hará sufrir antes de hacerlo –concluyó mientras limpiaba el cuchillo en la pernera de su pantalón; después lo metió en la funda que él mismo había cosido en la parte interior de su bota izquierda.

         –Pásame más bebida, hermano –dijo Rofus notoriamente nervioso después de oír las palabras de Noran. Su hermano le lanzó el pellejo de vino.

         Gerald estaba sentado sobre un gran tocón a unos treinta metros de sus tres secuaces, pensativo y sin apartar la mirada del cielo. Bajó la cabeza, se quitó el anillo que había obtenido en la Torre Blanca y lo miró a la luz de la luna. Su color grisáceo permitía vislumbrar su interior cual botella de vino. Una especie de humo en un movimiento incesante parecía pugnar por salir.  Aunque, más bien, parecía como si alguien se las hubiese ingeniado para meter una tormenta dentro de él–. El anillo de las Sombras –susurró con orgullo. De repente, un sonido inaudible le sacó de sus pensamientos. Como impulsado por un resorte, se levantó y se volvió a poner el anillo. Caminó con urgencia hasta donde se encontraban los tres hombres y con un movimiento de su mano apagó la hoguera, quedando con la luna llena como única iluminación– ¡Guardad silencio! –ordenó.

         Transcurridos no más de un par de minutos, un grupo de jinetes al galope pasó por el camino próximo a donde se encontraban.

         –Soldados –musitó Noran.

         La polvareda levantada por los caballos obligó a Rofus a ahogar un incómodo estornudo. Levantando su mano, pidió perdón. Aunque, con el estrépito de los cascos, hubiera sido prácticamente imposible que los soldados hubiesen podido oírlo.

         –¡Joder, ya es la tercera vez que nos cruzamos con soldados! –se quejó Fungus una vez que el sonido de los caballos se hubo perdido en la distancia.

         –Sí, pero las dos veces anteriores estábamos en ese cementerio y apenas repararon en nosotros –dijo Noran–. Esta vez, si nos llegan a encontrar con el chico, hubiera sido diferente.

         –No quiero que volváis a encender el fuego –ordenó Gerald interrumpiendo la conversación–. Fungus, tú harás la primera guardia –dijo dirigiéndose al hermano tuerto–. Noran, tú la siguiente. Rofus te relevará. Continuaremos nuestro camino al amanecer –concluyó.


* * *


Celine no les había mentido, pues la negruzca niebla no les afectaba lo más mínimo. Sin embargo, ella volvió a cubrirse la cabeza con la capucha.
         El trayecto se les estaba haciendo eterno, pues, aparte de hacerlo en completo silencio, la insondable niebla dificultaba el avance en demasía. Ni tan siquiera el hechizo de luz que Bylo había lanzado era capaz de romper aquel tupido manto negro.

         –Ya casi hemos llegado –dijo Celine. Sin lugar a dudas, se notaba que aquel camino lo había recorrido cientos de veces, y prueba de ello era que, a pesar de la niebla, no dudaba en cada paso que daba. De pronto, se detuvo en un punto en el que parecía que la niebla perdía fuerza y estiró su mano izquierda indicando a los chicos que se detuvieran. Entonó una canción en un desconocido lenguaje y se oyó el sonido de una roca en movimiento. Caminó un par de metros y volvió a estirar su brazo. De repente, una llama se encendió en su mano. Era una antorcha.

         –Acompañadme –volvió a ordenar la huesuda mujer.

         –¡Un momento! –exclamó Bylo. La mujer se giró hacia el muchacho y se le quedó mirando expectante– Esta vez no quiero tonterías. ¡Mis amigos me acompañarán! –dijo amenazante– Sino....

         –Tus amigos tienen el permiso del Oráculo –le cortó Celine. Y continuó caminando. Los tres amigos intercambiaron una mirada y siguieron la tenue luz de su antorcha.

         Tras andar unos pocos metros y, como la vez anterior, las antorchas que pendían de las paredes se encendieron marcando el camino entre la maraña de pasillos que comprendían la misteriosa cueva. En pocos minutos llegaron a la que parecía ser la galería central de la misma y, como había hecho esa misma mañana Bylo, el cuarteto se acercó a la tienda del Oráculo.

         –Supongo que regresas en busca de respuestas –dijo la suave voz tras la cortina.

         –Así es –respondió Bylo– ¡Esto es de locos! Itsmoor está hecha un desastre, uno de mis mejores amigos parece otra persona y no...

         –¿Recuerdas lo que te dije esta mañana? –le interrumpió Irya– Te avisé de que esto ocurriría. El enemigo es muy poderoso. Tan poderoso como para pasar desapercibido delante de nuestros ojos.

         –Pero, ¿por qué Gerald? –preguntó Bylo– Él es un chico normal y corriente. Y... ¿por qué yo?

         –Ambas cuestiones tienen la misma respuesta: el destino –respondió enigmáticamente–. Ha sido un capricho del destino que la parte de la luz y la de la oscuridad compartiesen amistad.

         –¿Y eso que quiere decir? –preguntó Julius.

         –Para que lo entendáis, os diré que el cuerpo de vuestro amigo ha sido poseído por un espíritu maligno –contestó la enigmática mujer.

         –¿¡Co-cómo!? –exclamó el muchacho horrorizado.

         –Vuestro amigo no es dueño de sus actos porque, simplemente, ya no es él.

         –¿Qui...eres decir que gerald está...? –comenzó a preguntar el chico tragando saliva.

         –¿Muerto? –dijo el Oráculo terminado la pregunta por él– No –respondió tajantemente–. Su alma sigue dentro de su cuerpo, aunque apresada por ese demoníaco ser.

         –Pero... ¡habrá alguna forma de hacerle salir de Gerald! –dijo Bylo, inquisitivo.

         –La hay –respondió Irya–. Pero, para ello hay que conseguir cierto objeto mágico y, lo más difícil de todo: hacer que ese ser venga aquí, a esta cueva, pues es el único lugar de Ringworld donde puede ser derrotado –explicó.

         –¿¡Y a qué estamos esperando!? –gritó Julius exasperado– Dinos dónde podemos encontrar ese objeto y lo...

         –Vas demasiado deprisa, joven amigo –le interrumpió la mujer–. Debemos seguir un orden lógico. Conseguir ese  preciado objeto mágico es fundamental, y debería ser el primer paso a dar, pero lo más sensato será hacernos con lo que está buscando antes de que él lo haga.

         –¿Y qué es lo que está buscando exactamente? –inquirió Alana.

         –Cinco anillos sumamente poderosos –respondió la voz tras la cortina–. Si los consigue se convertirá en prácticamente invencible. Y ya tiene el primero de ellos en su poder –añadió.

         –O sea... a ver si lo he pillado –dijo Julius–. Tenemos que conseguir al menos uno de esos anillos para usarlo de cebo y después ir a buscar el objeto mágico. Y, para rematar la faena, engañarle y traerle aquí para que abandone el cuerpo de Gerald. ¿No es así?

         –En efecto –respondió Irya escuetamente.

         –Y no será cosa de coser y cantar, ¿verdad? – dijo Julius cruzando los brazos.

         –No. En el camino encontraréis multitud de peligros –respondió–. Y, por esa razón, Celine irá con vosotros. Ella sabe la ubicación de todos los anillos y del objeto mágico.

         –¿Y qué tipo de objeto mágico es? –preguntó, curiosa, Alana.

         –Demasiadas preguntas por hoy –respondió, tajante, el Oráculo.

         –Una cosa más –pidió Bylo viendo que el Oráculo estaba dando por concluida la conversación–. ¿Qué pintamos nosotros en este asunto? ¿No pueden hacerlo los magos o los soldados?

         –El Oráculo se ha retirado –informó Celine.

         –Pero... –se quejó Bylo.

         –Debemos descansar, la jornada de mañana va a ser dura –dijo la delgada mujer–. Partiremos con los primeros rayos de sol.


* * *


Volvieron a llamar al portón, esta vez con más insistencia. Aunque eran apenas las ocho y media de la mañana, para el hermano Mathias no era en absoluto demasiado temprano, pues él, al igual que los otros once hermanos con los que convivía en el monasterio, llevaba levantado desde las seis.
En tiempos inmemorables, el monasterio llegó a albergar cerca de noventa hermanos, pero cuando estalló la gran guerra, una buena parte de ellos regresaron con sus seres queridos para pasar con ellos aquellos momentos difíciles, pero ninguno de ellos regresó al monasterio. De la treintena que se quedó, parte de ellos fueron muriendo de avanzada edad, quedando tan sólo una docena de ellos a cargo del monasterio.
Mathias esbozó una sonrisa al recordar al hermano Justin, que en aquella época era el encargado de atender la entrada del monasterio. Corrió la pequeña ventana que disponía el gran portón y a través de ella vio a tres hombres cuyo aspecto no le gustó nada. Uno de ellos llevaba a un joven muchacho en brazos; otro, llevaba las riendas de cuatro caballos. El tercero, el cual llevaba una terrible cicatriz cruzándole uno de sus ojos, era el que había llamado al portón.

         –Buenos días, hermanos, ¿os puedo ayudar en algo? –preguntó amablemente.

         –Necesitamos entrar –dijo el que le faltaba un ojo–, mi sobrino está herido.

         –¿Qué le ha ocurrido? –preguntó preocupado, a la vez que precavido, el hermano Mathias.

         –Se cayó de bruces del caballo –respondió el hombre–. Creo que se ha roto alguna costilla.

         –Un segundo –contestó Mathias. El monje cerró la ventanilla, corrió la barra que aseguraba la puerta pequeña, y a continuación la abrió.

         –Pasad, pasad, por fav... –no pudo acabar la frase. El hombre con el que acababa de hablar le dio un empujón lo suficientemente violento como para derribarle.

         –¿Dónde está el altar, viejo? –le dijo mientras le cogía del hábito y lo volvía a poner en pie– Llévanos hasta él o te juro que la próxima vez no me contentaré con empujarte –le amenazó. Mathias no dijo nada, el susto que acababa de llevarse le había dejado sin habla.

         –¡Vamos! –volvió a ordenar el rudo hombre mientras le empujaba por el pequeño huerto de lechugas que había cerca de la entrada.

         El asombrado monje comenzó a caminar hacia la parte oriental del monasterio. Allí se encontraba la capilla con el altar de celebraciones. Se acercaron a la pila que contenía el agua bendecida por el hermano mayor. Lo hacía todos los días a primera hora, nada más levantarse, desde hacía más de quince años. El agua era usada por los monjes antes de cada oración. Se mojaban la nuca y la frente con ella en signo de pureza.

         Gerald miró a Noran y éste sacó un pellejo vacío y lo hundió en la pila. Lo mantuvo allí hasta que dejaron de salir burbujas. Después se lo entregó a su maestro–. El líquido de los dioses –dijo éste último.

         Fungus tiró de Mathias y lo llevó hasta el altar. Le remangó el brazo derecho y lo extendió sobre él mientras su hermano lo inmovilizaba. De repente, Fungus sacó el cuchillo que llevaba en su cinturón e hizo un profundo corte en la palma de la mano de Mathias. El pobre monje lanzó un horrible aullido de dolor y comenzó a sangrar abundantemente. Noran sacó un pequeño cuenco de cobre y se lo dio a Fungus, el cual lo llenó de sangre y se lo devolvió. Para entonces, Noran ya tenía preparado un pequeño vial en el cual vertió sangre hasta llenarlo completamente. Después se lo entregó a Gerald–. Savia santa –susurró este último.

         Dos monjes entraron en la capilla, sin duda, alertados por los gritos de su hermano. Su sorpresa fue mayúscula al encontrarse con el escabroso espectáculo. Ese lapsus de tiempo lo aprovechó Gerald. Al igual que había echo con sus hombres en aquella posada, estiró su mano y empujó violentamente a los dos monjes contra la pared. Uno de ellos quedó fuera de combate al instante, el otro intentó levantarse, cosa que no consiguió debido a que Noran le propinó un despiadado puñetazo en el mentón, dejándole en el mismo estado que su compañero.

         Gerald guardó el vial, junto con el pellejo de agua, en su bolsa de tela y salió con decisión de la capilla. Recorrió el camino de vuelta hasta el portón seguido por sus hombres. Tres monjes acudieron a la carrera a la capilla y otros tantos siguieron con la mirada temerosa al fatídico grupo de malhechores, los cuales, montaron en sus caballos y continuaron su camino.


* * *


Bylo, Julius y Alana andaban unos cuantos metros por detrás de Celine. Ésta, de nuevo se había vuelto a poner la capucha hasta que salieron de la niebla, lo cual se les hizo extraño a los tres amigos. «La niebla no os dañará» les había dicho. «Entonces, ¿por qué se ocultaba tras esa capucha? », se preguntaban.

         Ya habían dejado atrás el derruido cementerio y habían tomado el camino que llevaba a las antiguas minas de plata. Bylo dejó atrás a sus amigos y se adelantó hasta la huesuda mujer–. ¿Te puedo hacer una pregunta? –le dijo.

         –Si es necesario... –respondió con desazón.

         –¿De dónde ha salido esa niebla? –preguntó Bylo señalando la montaña– ¿Qué es?

         –Creo que ambas preguntas son innecesarias –respondió.

         –Nos dijiste que era inofensiva –dijo el muchacho cambiando la pregunta al ver que la mujer no le contestaría aunque siguiese insistiendo.

         –Y así es –respondió la mujer, de nuevo, parca en palabras.

         –Sin embargo, tú te has protegido con esa túnica. Incluso, te has tapado la cabeza –dijo Bylo indiscreto.

         –Mis ojos ya no son como cuando tenía tu edad –respondió la mujer–. Desde hace unos años, incluso el viento me molesta.

         –¿Hacia dónde nos dirigimos? –preguntó Bylo dándose por satisfecho con la respuesta.

         –Hacia una de las torres –respondió.

         –Y, ¿se puede saber cuál? –volvió a preguntar el chico.

         –Demasiadas preguntas en tan poco intervalo de tiempo –contestó Celine–. Lo sabrás cuando lleguemos.

         –De acuerdo –dijo Bylo a modo de despedida, y comenzó a caminar más despacio hasta que sus amigos le alcanzaron.

         –¿Qué te ha dicho? –preguntó Julius, curioso.

         –Nada –contestó.

         –¿¡Cómo que nada!? –exclamó Julius sin levantar excesivamente la voz– ¡Pero si os habéis pegado un buen rato hablando!

         –Ya, pero cada vez que le preguntaba algo, encontraba la forma de eludir mi pregunta –respondió a regañadientes–. Lo único que le he conseguido sacar es que nos dirigimos hacia una de las torres. Aunque tampoco me ha querido decir a cual de ellas –puntualizó.

         –¡Pues vaya compañía más agradable nos espera durante todo el camino! –dijo Julius sarcásticamente.

         –Lo mejor será no hacerle caso –sugirió Alana–. Tan sólo está con nosotros como guía.

         El camino bordeaba la montaña de los Dioses y, al finalizar éste, atravesaba de principio a fin una gran planicie baldía de unos tres kilómetros. El día, aunque las nubes cubrían una buena parte del cielo, era cálido; no obstante, una suave brisa proveniente del norte ayudaba a que la travesía fuera más llevadera. Una vez sorteada la planicie, llegaron a una arboleda en la que se pararon a descansar un rato para reponer fuerzas y comer algo.

         –Esto de andar da un hambre terrible –dijo Bylo sentándose en el suelo y apoyando la espalda en un árbol.

         –A ti, te hace falta poco para tener hambre –le dijo Julius–. ¡No hay quién te quite el apetito! –Alana y Bylo rieron.

         –¡Eh, Celine! –dijo Bylo volviéndose hacia la mujer, la cual se había sentado alejada de los chicos– Puedes venir aquí y sentarte con nosotros. ¡No nos comemos a nadie!

         –Bueno, eso depende del apetito con el que pilles a Bylo –dijo Julius sarcásticamente.

         –Ven, siéntate con nosotros, por favor –le pidió Alana con educación.

         Celine tardó en reaccionar, pero al final fue a sentarse junto a ellos. Los tres amigos sacaron víveres de sus mochilas, mientras que Celine abrió la bolsa de piel que llevaba colgada del hombro. De ella sacó una planta de color amarillento que llevaba envuelta en un trozo de tela, le arrancó una hoja y comenzó a masticarla lentamente.

         –¿¡Eso es tu comida!? –le preguntó Bylo atónito– Si quieres, nosotros llevamos comida y pan... Cortesía de la cocina de la torre.

         –Gracias, pero tengo provisiones de sobra –le interrumpió la mujer–. Más que suficientes como para sustentarme durante todo el viaje –y giró la cabeza, pensativa, con la mirada perdida en el horizonte.

         Julius abrió la boca para contestarle (y, precisamente, de no muy buenas maneras), pero Bylo, negando con la cabeza, le hizo contenerse.
    Durante el siguiente cuarto de hora, el grupo se mantuvo en silencio tomando su tentempié matutino.

         –¿Aún falta mucho para llegar? –preguntó Bylo a la esbelta mujer una vez hubo dado buena cuenta de su almuerzo.

         –Esta noche nos tocará dormir a la intemperie –respondió.

         –¿Siempre eres así con todo el mundo? –le preguntó Julius– Quiero decir... no sé... parece que no eres muy sociable, ¿no? –Alana le propinó un codazo.

         –¿¡Quéee!? –se quejó el muchacho a su amiga– ¡Pero si es verdad! ¡Parece que le hayamos hecho algo!

         –No estoy aquí por mi gusto –dijo escuetamente la huesuda mujer.

         –Ninguno lo estamos –dijo Alana sosegadamente–. Y te puedo asegurar que en nuestro caso es peor, somos unos niños, y además, tenemos familia que en estos momentos podrían estar preocupados por nosotros.

         –Lamento que mi compañía no sea de vuestro agrado –dijo Celine mientras se levantaba–. Continuemos, aún queda mucho camino –ordenó dando por finalizada la conversación.

         Los chicos se miraron asombrados por la frialdad de la mujer y, sin mediar ni media palabra más, recogieron sus cosas y la obedecieron.

         –¡Esto es increíble! –exclamó Julius– ¡No hay manera de mantener una conversación con esta mujer! Enseguida las elude –se quejó. Celine, que en ese momento estaba de espaldas a los chicos, sonrió levemente.

         Lo que en un principio les había parecido una arboleda, se había convertido en un extenso bosque. Recorrido un buen trecho, Celine les hizo un gesto para que se detuvieran y, acto seguido, movió su mano hacia abajo indicándoles que se agachasen tras la vegetación.

         Unos metros más adelante se levantaba, majestuoso, un enorme árbol. De una de sus gruesas ramas pendía un hombre colgado por los pies. Una larga melena, negra como la noche, tapaba gran parte de su rostro. El individuo no paraba de moverse intentando zafarse de la robusta cuerda que le mantenía cautivo.

         –¡Tenemos que ayudarle! –dijo Alana volviéndose hacia Celine.

         –No nos incumbe –obtuvo por respuesta.

         –Pero... –insistió la pelirroja.

         –No podemos retrasarnos. Además, no sabemos por qué razón está ahí colgado –alegó la mujer negando con la cabeza.

         –Puede que haya caído en una trampa para animales –dijo Bylo apoyando a su amiga–. Y ahora está ahí arriba totalmente indefenso.

         –¿Una trampa para animales? –respondió Celine esgrimiendo una pérfida sonrisa– ¿Desde cuándo las trampas atan los pies y las manos? –dijo, lo que ocasionó que los chicos se asomasen por encima de los arbustos tras los que estaban ocultos. En efecto, el hombre tenía las manos atadas a la espalda.

         –Es verdad, está atado –corroboró Alana sin apartar la vista del hombre–. Pero sería inhumano dejarle ahí. Deberíamos...

         –¡Hey! ¿Quién anda ahí? –la interrumpió una voz masculina.


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