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13. Tyron

Las voces del cuarteto habían sonado lo suficientemente alto como para que el hombre del árbol se percatase de su presencia. Aún así, todos ellos se parapetaron tras los arbustos que les cobijaban.

         –¡Sé que estás ahí escondido, te he visto! –mintió el hombre del árbol– Venga, no seas así, ayúdame a bajar de aquí –volvió a decir, más ningún componente del grupo se movió del sitio. Esperó un largo minuto–. Venga, por favor, no te haré daño, soy un tipo pacífico.

         –¿Por qué estás ahí atado? –preguntó Alana zafándose de Celine y poniéndose en pie.

         –¡Por fin! –exclamó el hombre, aliviado– Ya pensaba que... ¡Oh, vaya! Eres... una chica –dijo, decepcionado.

    –Sí, lo soy –dijo la pelirroja, indignada–. ¿Qué te esperabas? ¿Un príncipe en su blanco corcel? –añadió, esta vez, de forma sarcástica– Pero si piensas que una chica no puede ayudarte...

         –¡No, no! –exclamó el hombre al ver que la pelirroja se daba la media vuelta– ¡Espera! Yo no... Perdona, no era mi intención ser maleducado. Yo sólo...  ¡Vaya! Estar aquí colgado en esta posición no es demasiado agradable, ¿sabes?

         –Aún no has contestado a mi pregunta –le recordó Alana mientras se acercaba al hombre.

         –¡Ah! Perdona –se disculpó nuevamente–. Creo que no hace falta ser muy listo para saber que te refieres a la razón por la que estoy en esta situación, colgado cabeza abajo como un murciélago, ¿verdad? –dijo soltando una breve risa. Y, tras titubear un instante, respondió suavemente– Unos ladrones me asaltaron anoche mientras dormía. Se llevaron mi caballo y todas mis pertenencias.

         –¿Y cómo sé que no eres tú el ladrón y que has sido atado ahí arriba como castigo a tus fechorías? –preguntó, desconfiada, la pálida muchacha.

         –¡Por favor! ¡Me ofendes al pensar así de mí! –se quejó el hombre, indignado– Que yo sepa, a los ladrones se les encierra o, como mucho, se les ahorca. Además, últimamente, esta zona está siendo coto privado de bandi...

         –¡Ya basta! –gritó Celine interrumpiendo la conversación. Julius y Bylo también salieron de su escondite– ¡Estamos perdiendo demasiado tiempo con este individuo!

         –¡Vaya! –musitó el hombre, sorprendido.

         –Pero, ¿y si no miente? ¿Y, si es verdad que le han asaltado? –alegó Alana sin volverse– No me gustaría tener remordimientos el resto de mi vida pensando que he dejado a su suerte a un hombre porque tenía dudas acerca de su inocencia.

         –Ya he dicho que no nos concierne –volvió a decir fríamente la delgada mujer.

         –Yo estoy con Alana –dijo Bylo sin dejar de mirar al hombre–. Además, podría ser obra de esos tres tipos que iban con Gerald. No sería correcto dejarle ahí colgado.

         –Yo opino lo mismo –le secundó Julius cruzándose de brazos–. Deberíamos bajarle. Pero, por si las moscas, le dejamos las manos atadas y le...

         –¡Lo dejaremos donde está! –le cortó secamente la mujer– Aún nos quedan, como mínimo, dos jornadas para llegar a la torre y no podemos perder más tiempo ni estar continuamente mirando a nuestras espaldas. Este hombre no es de fiar.

         –¿Torre? ¿Os dirigís a la Torre del Agua? –preguntó el hombre.

         –Nadie ha dicho el nombre de la torre –alegó Bylo.

         –La única torre que está a poco más de un par de días a pie desde aquí es la Torre del Agua –informó–. Yendo a buen ritmo, claro está –puntualizó.

         –¿¡La torre de Agua!? ¿Vamos a la Torre del Agua? –preguntó ilusionado Julius– ¡Siempre he querido verla de cerca!

         –¡Vámonos! –dijo, irritada, Celine– Sigamos nuestro camino.

         –¡No, no, esperad, esperad! –exclamó el hombre– Tengo… tengo información importante para vosotros.

         –Continuemos –volvió a ordenar Celine.

         –¡Es cierto! –insistió en hombre– ¡Tenéis que saber algo importante! –y, haciendo una breve pausa, continuó ante la inquisitiva mirada de los chicos– ¡Está bien! Los droogs han destruido el puente que atravesaba la quebrada de Orhs. Peeero... yo conozco otro camino –apuntó–. No será como un paseo por el campo, pero al menos os dejará en el otro lado. ¿No os dais cuenta de que podemos ayudarnos mutuamente? –exclamó al ver que nadie contestaba.

    –¡Odio a los droogs! –dijo Julius rompiendo el silencio y poniendo cara de asco.

         –¡Pero si tú nunca has visto un droog! –dijo Alana.

         –¡Sí lo he visto! –replicó el muchacho, indignado– En una jaula de circo –respondió Julius–. Y te puedo asegurar que con tan solo verlos ya te caen mal. ¡Son repugnantes y huelen fatal!

         –¿¡Pero no me dijisteis que no os gustaba el circo!? –bramó la joven muchacha poniendo los brazos en jarra.

         –Err... bueno... es una historia muy larga –contestó Julius bajando la cabeza mientras Bylo le fulminaba con la mirada.

         –Ya hablaremos de esto en otro momento... –le advirtió la chica, amenazante–. ¿Lo podemos bajar, pues? –preguntó a continuación volviéndose hacia Celine.

         –Ya conoces mi respuesta –respondió reticente.

         –¿Tú conoces ese camino del que habla? –le preguntó Julius, inquisitivo.

         –Lo más probable es que mienta. Es más, creo que todo lo que nos está diciendo es pura patraña, un embuste para que le liberemos –declaró fríamente la mujer–. Es un farsante.

         –No has contestado a mi pregunta –le reclamó Julius–. ¿Existe ese camino?

         –Es posible –contestó–. Pero, como acabo de decir, nos está mintiendo –volvió a repetir displicentemente–. Aunque los droogs sean unos seres tan patéticos como rebeldes, no creo que sean tan estúpidos como para destruir el puente.

         –¡Ja! –rió el hombre– ¡No te crees ni tú lo que acabas de decir! Son mucho más estúpidos de lo que te imaginas, mujer. Y te puedo asegurar –continuó– que cuando lleguéis al puente y lo encontréis destrozado, perderéis más de un día en encontrar un camino que os lleve al otro lado. Si es que lo encontráis –añadió burlonamente.

         –Sigo pensando que mientes para salvar tu miserable vida –respondió duramente la huesuda mujer.

         –Pues entonces, adelante, dejadme aquí para que me devoren las alimañas –respondió el hombre mientras movía la cabeza en un intento fallido de apartarse el pelo de la cara–. Y tú, mujer, lo llevarás sobre tu conciencia.

         –Vamos, continuemos nuestro viaje –ordenó Celine–, ya hemos perdido demasiado tiempo.

         –¡Yo no me muevo de aquí hasta que le bajemos! –dijo Alana desafiante. Sus amigos le secundaron con un movimiento afirmativo de la cabeza. Celine no se paró, continuó caminando– ¡Sería inhumano no hacerlo! –rogó la pelirroja.

         –Adelante, mujer, sigue tu camino –le recriminó el hombre colgado–. Cuando llegues allí recordarás mi advertencia y te arrepentirás de no haber hecho caso de mis palabras.

         Celine se volvió para mirar a los muchachos. Ninguno se movió del sitio. Continuó caminando y, al cabo de unos pasos, se detuvo y se quedó pensativa durante unos instantes bajo la expectante mirada de los tres chicos y aquel molesto desconocido. Al fin, se dio la vuelta y, fiel a su forma de ser, habló brevemente– Nos acompañarás maniatado.

         –¡Bien! –aulló Julius levantando su puño en señal de victoria a la par que los vidriosos ojos de Alana expresaban su alegría.

         –Pero antes de bajarte de ahí, quisiera preguntarte algo –dijo Bylo suavemente–. Los tipos que te atacaron, ¿iban acompañados de un chico? Rubio... con gafas... más o menos de nuestra edad –añadió.

         El hombre se quedó dubitativo unos instantes, como si no supiera qué contestar– No –respondió finalmente.

         –De acuerdo –dijo Bylo apesadumbrado.

         El hombre estaba demasiado alto como para cortar la cuerda sin que éste se desnucara en la caída. Además, el trozo de cuerda que estaba amarrado al árbol era tan corto que no daba opción a sujetarla para poder bajarle, por lo que decidieron empalmarla a una de las cuerdas que llevaban en sus mochilas para poder descenderle suavemente. Mientras esto ocurría, Celine se apoyó en un árbol a contemplar la maniobra. Volvió a abrir su bolsa de piel y sacó un pellejo de agua, le dio un pequeño sorbo y volvió a guardarlo.
         Cuando el hombre llegó al suelo, Julius cortó la cuerda de sus pies, permitiéndole, de esa manera, caminar libremente. El hombre se incorporó y se puso de pie. Su cabello era largo y negro, color que se compenetraba perfectamente con el marrón de sus ojos. Una suave barba de un par de días cubría su cara. Su camisa estaba rasgada y dejaba entrever su musculoso pecho. De su espalda colgaban una vaina de espada y un carcaj de flechas, ambas vacías.

         –¡Gracias, gracias, pequeños! –comenzó a gritar dando pequeños saltos de alegría y mostrando su blanca dentadura– ¡Muchas gracias!

         –¿Podemos continuar, por favor? –dijo Celine tras separarse del árbol en el que estaba apoyada y comenzar a caminar– Esto ya comienza a ser patético.

         –Pero, ¿qué problema tiene esa mujer? –preguntó el hombre. Julius se encogió de hombros.


* * *


El sombrío grupo llegó a una destartalada cabaña. Rofus, armado con una ballesta, se acercó a la puerta y la abrió cuidadosamente. Entró con su arma por delante y la escudriñó. Ante él se hallaba una habitación espaciosa, a modo de salón, con tres puertas, una a la izquierda y dos a la derecha. Un ennegrecido hogar vestía la pared que tenía frente a él, mientras que una mohosa mesa presidía el centro de la habitación. Varias sillas yacían tiradas en varios puntos.
         De pronto, a su derecha percibió un crujido apenas inaudible y apuntó con su arma en esa dirección. Estuvo a punto de dispararle a Noran, el cual se había colado por una de las ventanas y salía de una de las habitaciones de esa parte de la cabaña. Éste, le hizo una señal con la cabeza y se encaminó a la habitación contigua. Rofus siguió su registro en la habitación de la pared opuesta. Transcurridos unos segundos, Noran salió de la habitación que acababa de registrar, la cual fue en su día la cocina, y regresó al salón. Rofus movió la cabeza de forma negativa.

         –¡Está abandonada! –gritó Noran asomándose por la puerta.

         Fungus, en silencio, acercó los caballos a la vieja cabaña y los ató a un poste. Acto seguido, se acercó a uno de ellos y cogió un venado que llevaba las patas atadas. Se lo cargó en sus anchos hombros y entró con él en la cabaña. Gerald también entró y, desde la puerta, echó un vistazo rápido a la estancia–. Perfecto –dijo. Se acercó a la mesa y, con un movimiento de su mano, quitó toda la porquería que había sobre ella. Sacó la bolsa de tela que con tanto celo guardaba bajo su ropa y vació su contenido sobre ella. Fungus depositó en un lado de la misma el pequeño venado, el cual, como una indefensa mosca en una telaraña, no paraba de menearse. El joven muchacho lanzó una mirada a Rofus y éste salió al exterior. Se aproximó al caballo de Noran, sacó un cuenco de cobre algo mayor que el que usaron con el hermano Mathias y regresó al interior de la vetusta cabaña. Lo depositó sobre la mesa cerca de Gerald. Después, se alejó unos metros, levantó una polvorienta silla del suelo y se sentó en ella apoyando los brazos en el respaldo de ésta.

         –El fruto de un muerto –susurró Gerald mientras arrancaba la raíz de la Dremium eternum y la echaba en el cuenco–.  El néctar de los dioses –dijo a continuación, y vertió parte del pellejo de agua sagrada del monasterio–. Savia santa –dijo en un susurro mientras vaciaba el pequeño vial con la sangre del desafortunado monje. Acto seguido, Noran desenfundó el cuchillo de su bota, se lo dio a su maestro y sujetó con firmeza las  patas delanteras del joven venado mientras Fungus le mantenía estiradas las traseras. El muchacho, empuñando el cuchillo, lo hundió con determinación en el pecho del indefenso animal, el cual comenzó a emitir unos horribles chillidos de dolor mientras sangraba abundantemente. Poco a poco, Gerald fue abriendo el pecho del pobre venado hasta que su vista se topó con lo que andaba buscando. Levantó el brazo que tenía libre para zafarse de la molesta manga e introdujo la mano  en el pecho del animal. Asió con fuerza el corazón del agonizante venado y tiró de él con la misma indiferencia que si estuviera arrancando una pieza de fruta de la rama de un árbol. Luego, lo depositó en cuenco–. Un alma libre –dijo con una diabólica mueca en su cara mientras Noran y Fungus cogían al moribundo ciervo y lo sacaban fuera de la cabaña–. Ignium –dijo a continuación poniendo su mano a unos centímetros del cuenco, y de él salió una vivaz llama que, en cuestión de segundos, convirtió su contenido en un irreconocible amasijo negruzco. Acto seguido, cogió la misteriosa caja que le había entregado Noran el día anterior, la abrió, y sacó de ella una brillante joya alargada de un color rojizo. La hundió en el contenido del humeante cuenco y recitó unas palabras–. Staob a da livium. Fleishe mortum reliviumen –aquella desagradable masa negruzca empezó a crepitar como si estuviese ardiendo para, después de volverse líquida, se convirtiese en un espeso líquido tan negro como el humo que desprendía. Pasados unos segundos, Gerald atravesó el humo con su mano, buscó en el interior del cuenco y extrajo aquella extraña joya. Su cristalino color rojizo había tornado a un rojo oscuro como la sangre–. Y un poderoso ejército se levantó y le siguió hasta más allá de la muerte –dijo victorioso contemplándola a trasluz.


* * *


El grupo lo encabezaba Celine, seguida a un par de metros por Bylo y Julius que, de tanto en tanto, echaban la mirada atrás hacia Alana y aquel extraño tipo, los cuales se habían quedado algo rezagados con respecto al grupo. Celine había dejado a Alana al cargo de aquel hombre por ser ella la que, desde el principio, había insistido en liberarle. El hombre seguía atado con las manos en la espalda y la guapa muchacha lo llevaba de una cuerda amarrada a éstas.

         –Oye, chica –dijo el hombre dirigiéndose a Alana– ¿Sois magos, verdad? Lo digo por los anillos...

         –Aprendices de mago –puntualizó–. Y, para tu información, no me llamo «chica». Mi nombre es Alana –dijo tras hacer una pequeña pausa.

         –Lo siento –se disculpó el hombre–. Encantado de conocerte, Alana –dijo cortésmente cambiando el tono de voz–. El mío es Tyron.

         –Ya lo sabía –respondió la pelirroja.

         –¿Pero cómo...? –comenzó a decir Tyron, pero se detuvo esbozando una gran sonrisa cuando recordó el pequeño tatuaje con su nombre que llevaba en el cuello– Eres muy observadora, ¿eh? –dijo.

         –Herencia de mi abuela –contestó–. Otra más –añadió tirando de su mechón plateado ubicado en la parte derecha de su larga melena.

         –Bueno, ¿y qué se les ha perdido en la Torre del Agua a nada menos que a tres flamantes aprendices de magos y a su tía cascarrabias? –preguntó el hombre sarcásticamente– Esa gente no son nada hospitalarios, ¿sabes? –informó– Es prácticamente imposible que te dejen entrar en ella. A no ser que seas un «cara pez», claro –alegó.

         –No es nuestra tía –dijo la muchacha tras reír de buena gana por el comentario de Tyron–. Y el motivo por el cual nos dirigimos allí... simplemente, no te lo puedo decir –alegó–. Pero te diré que es por algo muy importante. Y, cambiando de tema, tú... –se paró a meditar lo que iba a decir a continuación– Los ladrones no suelen colgar a sus víctimas de un árbol.

         –Bueno... Ejem...  La verdad es que es una historia un tanto... singular –respondió–. Quizá te la cuente en otro momento.

         –Pero, al menos, ¿me podrás decir cuánto tiempo llevabas ahí arriba colgado, no? –preguntó la pálida muchacha.

         –¡Alto! –dijo repentinamente Celine. La mujer levantó la cabeza y la giró en todas direcciones olisqueando el aire, como si estuviese buscando la procedencia de algún olor– Quedaos aquí –ordenó–. En silencio –puntualizó mirando a los chicos fijamente.

         La mujer avanzó unos treinta metros siguiendo su fino olfato. Cruzó cuidadosamente un diminuto riachuelo de aguas tranquilas que apenas cubría hasta el tobillo y llegó a una pequeña formación rocosa. Allí, el olor se intensificaba de forma alarmante. Pegando su espalda a la pared de roca se asomó con cautela y pudo comprobar lo que se temía. Un pequeño grupo de droogs dormía placenteramente después de haberse dado un festín con una sarria. Eran cuatro en total. Dos de ellos, estaban dormidos uno encima del otro con las piernas enredadas. El tercero, tenía sangre en su espalda y descansaba boca abajo junto a los restos del banquete, resoplando estruendosamente. El cuarto, el de mayor tamaño, se había quedado dormido apoyado en un árbol con un trozo de carne entre sus manos, y también estaba herido, pues un pedazo de flecha asomaba de uno de sus peludos brazos.
         Desandó el camino recorrido y regresó hasta el resto de su grupo–. No podemos pasar por aquí –les dijo–. Quizá tengamos que dar un pequeño rodeo.

         –Y eso, ¿por qué? –preguntó Bylo.

         –Droogs –respondió Tyron anticipándose a la mujer–. Estamos en sus dominios, y no conviene hacerles enfadar –añadió–. Sobretodo, si tenemos en cuenta que teniendo uno a vuestro lado, desearéis cambiarlo por una mofeta.

         –Pero, ¿tan peligrosos son? –preguntó Alana– Por lo que habéis dicho antes, no parece que sean muy inteligentes.

         –Son unos zopencos irracionales, pero se vuelven muy violentos cuando están enfadados. Y, lo malo es que ¡siempre lo están! –dijo Tyron– O sea, que yo diría que estamos en desventaja. Cuatro aprendices de mago y un hombre maniatado no son rival para ellos. Y, más, teniendo en cuenta que suelen ir en grupos de diez o doce –puntualizó.

         –Cuatro –informó Celine–. Y están durmiendo tras una gran roca.

         –¿Sólo cuatro? Eso es muy raro –dijo pensativo–. Pero, aún así, y sin que sirva de precedente, estoy de acuerdo contigo, mujer. Será mejor evitarlos –dijo–. Estamos en sus dominios, y eso no creo que les haga mucha gracia.

         –Pues no perdamos más tiempo. Rodearemos sin hacer ruido la roca tras la que están –ordenó la escuálida mujer.

         –Eso es demasiado arriesgado –opinó el hombre–. Su olfato es muy agudo, por lo que nos descubrirían enseguida, aún estando dormidos. Deberíamos dar un rodeo de al menos cien metros. Y, si son doscientos, mejor aún.

         –Creo que Tyron tiene razón –dijo Alana–. Sería más seguro dar...

         –¿¡Tyron!? –rugió Celine interrumpiendo a la muchacha– Creo que le estás dando demasiada confianza a este individuo, señorita. El tiempo apremia, y si nos desviamos de nuestro camino perderemos un tiempo valiosísimo.

         –¡Pero por qué eres siempre tan cabezota! –estalló Julius visiblemente irritado– ¿Pero no ves que si pasam...?

         –¡A mí no me hables en ese tono de voz, muchacho! –le interrumpió la mujer– ¡Se hará lo que yo diga! –dijo, arrogante.

         –Celine, no pretendo disculpar a mi amigo por hablarte así, pero creo que esta vez tiene razón –dijo Bylo suavemente–. Siempre te empeñas en que se haga lo que tú dices, aunque no sea la mejor opción. Sólo tenemos que pensar en una cosa: si esos droogs nos atacan o nos capturan perderemos muchísimo más tiempo que si damos un rodeo. No deberíamos tentar a la suerte.

         La mujer frunció el ceño y abrió la boca como si fuera a contestar, pero, en vez de eso, se quedó pensativa un instante– Por esta vez, vosotros ganáis –dijo al fin–. ¡Pero no penséis que siempre os vais a salir con la vuestra! –advirtió.

         Los tres chicos y el hombre, comandados siempre por Celine, se distanciaron lo suficiente del lugar en donde se encontraban los temidos droogs. Tras un largo paseo llegaron al puente de la quebrada de Orsh y, en efecto, era imposible pasar por allí. Los droogs habían cortado las cuerdas que lo sujetaban al lado en que se encontraban y éste se hallaba colgando semi-destrozado en el lado opuesto.

         –Tyron decía la verdad –dijo Julius señalando el puente–, esos cabezas huecas se lo han cargado.

         –Ahora, cumple tu palabra –dijo Celine volviéndose hacia el hombre–. Muéstranos el camino que nos permitirá llegar al otro lado.

         –Eso haré... cuando me desatéis –exigió.

         –Te dije que vendrías con nosotros maniatado –respondió la delgada mujer.

         –Con las manos atadas no podré defenderme –alegó Tyron–. Y os aseguro que tendremos que hacerlo.

         –¡Un momento! –exclamó Julius poniendo los ojos como platos– ¿Quieres decir que el camino es peligroso?

         –¡Hey!, yo en ningún momento dije que fuera fácil –respondió.

         –No cambiaré de opinión –dijo Celine manteniéndose firme–. Seguirás con las manos atadas a la... –de pronto, arrugó la nariz. Giró en rededor y, como la vez anterior, olisqueó el aire en busca de aquel nauseabundo olor. Al final, se dirigió hacia un lado del camino y entre la maleza encontró el origen de aquel hedor que hería su nariz. Cuatro droogs yacían en el suelo. En dos de ellos, profundos cortes delataban que una espada había hecho su mortífero trabajo. El tercero llevaba un horrible orificio en su pecho, tan negro que parecía como si le hubieran clavado una antorcha. Un cuarto cadáver tenía la cabeza cercenada y multitud de heridas, como si se hubieran cebado con él.

         –No me extraña que estuvieran cabreados e hicieran eso con el puente. Alguien les atacó y, posiblemente, lo cortaron para que no volvieran a hacerlo –dijo Tyron acercándose por detrás de la mujer–. Ya me parecía a mí raro que sólo hubiera cuatro droogs en ese grupo que encontraste.

         –Pues, si las cuentas no me fallan –dijo Alana–, cuatro que hemos dejado atrás, más estos otros cuatro, suman ocho. Lo que quiere decir que si van en grupos de, al menos, diez, aún quedan un par sueltos por ahí.

         –Los que había en esa especie de campamento estaban heridos –confesó Celine–. Como si acabaran de librar una batalla.

         –Pues seguro que estos cuatro eran de ese grupo –dijo Bylo–. Habrá que tener cuidado, no vaya a ser que...

         –Huellas de caballos –le interrumpió Tyron, el cual se encontraba en cuclillas cerca de donde estaba el puente–. Cuatro jinetes.

         –¿Soldados de Itsmoor? –preguntó Bylo agachándose junto a él.

         –Desde luego, haces unas preguntas... –bufó Julius cruzando los brazos– ¡Como si con unas simples huellas se supiera de donde vienen!

         –No eran soldados de Itsmoor –declaró Tyron.

         –Pero, ¿cómo...? –dijo Julius perplejo.

         –En este caso, las huellas delatan su procedencia –afirmó, interrumpiéndole, con voz suave–. Estos caballos llevan herraduras especiales –explicó–. Si os fijáis bien, veréis que cada una de ellas tiene nueve pequeños agujeros, lo cual quiere decir que sus herraduras llevan nueve puntas a modo de anclaje. Se usan en las baldías tierras del sur, más concretamente en Kaldia, ya que dan mejor sujeción al animal y mayor seguridad al jinete –explicó.

         –Eso está en las inmediaciones de la Torre de Fuego –musitó Celine pensativa.

         –Venga, continuemos –dijo Julius dando un par de palmadas–, que a este paso se nos va a hacer de noche. Y, si hay más bichos de esos por aquí sueltos, me gustaría alejarme cuanto antes de este lugar.

         –Yo no me muevo del sitio si no me desatáis las manos –amenazó de nuevo Tyron.

         –Mi decisión es inapelable –dijo Celine.

         –Como gustes –respondió Tyron sentándose en el suelo muy seguro de sí mismo–. ¡Que tengáis suerte!

         –De acuerdo, tú lo has querido así –dijo Celine–. Te dejaré atado a un árbol. Tal vez, a los droogs les des pena y no se ensañen demasiado contigo.

         –¡Hey, hey! ¡Tampoco hay que ponerse así! –dijo el hombre poniéndose en pie con una agilidad pasmosa.

         –Sabía que mis argumentos te convencerían –dijo la huesuda mujer esbozando una pérfida sonrisa.


* * *


Gerald, junto con Noran, comandaban el grupo. Cuatro o cinco metros por detrás iban dos hombres que se habían unido a ellos, de los cuales, uno cubría su cabeza con un casco de batalla. El otro, totalmente vestido de negro, llevaba la cabeza cubierta por una capucha. A continuación, iba Rofus tirando con su caballo de una cuerda que llevaba tres droogs en fila, maniatados. Fungus iba en último lugar y, de vez en cuando, tenía que actuar con mano dura para evitar que los droogs se hicieran el remolón.

         –¡Más deprisa, engendro! –gritó Fungus a la par que, desde su caballo, propinaba una patada en el hombro al exhausto droog. Éste, le devolvió una mirada asesina.

         –¿Falta mucho para llegar a esas ruinas, maestro? –preguntó Noran.

         –Lo más probable es que lleguemos a ellas antes del anochecer –respondió el rubio muchacho–.

         –Aún no sé como vamos a convertir a esos droogs en soldados –dijo Noran desconfiado–. No son, ni jamás serán, disciplinados. Sólo tienen rabia en sus venas. Además, son demasiado débiles, cualquier soldado de Ringworld acabaría con ellos en un abrir y cerrar de ojos –añadió.

         –Ten fe en tu maestro, Noran –respondió Gerald con voz suave mientras acariciaba la crin de su caballo–. Esta noche serán los primeros soldados de un ejército invencible –aseguró.

         –¿Cómo llevas tu herida, Rael? –preguntó Fungus al hombre con aspecto de guerrero.

         –¡Malditas bestias asquerosas! –tronó el hombre tocándose el brazo izquierdo– ¡Cómo disfruté cortándole la cabeza al que me mordió! –añadió poniendo una expresión cercana a la demencia– Aunque, lo que más me duele es que uno de esos descerebrados me robara una de mis «niñas» –dijo señalando una espada cruzada en su espalda, la cual tenía una funda vacía a su lado.

         –Al menos, tenías a tu lado a Bastiral –dijo el tuerto–. Gracias a su magia, tu herida dejó de sangrar.

         –Ya –contestó escuetamente echando un escupitajo al suelo.

         –Y además, esos estúpidos droogs nos hicieron un favor derribando ese puente –dijo Fungus con cierto júbilo–. Ahora, los soldados de Itsmoor perderán bastante tiempo en arreglarlo o en encontrar otro camino para llegar a este lado.

         –¡Sabes de sobra que hay uno, hermano! –gritó Rofus desde atrás– Pero dudo de que tengan las agallas suficientes para atravesarlo –añadió socarronamente.

         –El Paso del Aguijón –corroboró Fungus.


* * *


Era casi mediodía y el cielo estaba completamente despejado. La suave brisa se había encargado de apartar la innumerables nubes que lo cubrían unas horas antes.

         –Es aquí –dijo Tyron–. Apartad esas ramas –ordenó. Julius y Bylo comenzaron a quitar las ramas que el hombre les había indicado. Cuando hubieron limpiado la zona, encontraron la entrada a una cueva, la cual se encontraba cubierta de una gran cantidad de polvorientas telarañas.

         –¿Una cueva nos va a conducir al otro lado? –preguntó Bylo receloso.

         –Esta cueva atraviesa ese gran arco rocoso que une ambos lados –respondió Tyron–. Y, antes de que me lo preguntéis... no, no se puede atravesar sobre él, ya que al otro lado, la pared, aparte de ser casi totalmente lisa, está demasiado lejos de la cornisa –puntualizó–. Se puede ver desde aquí.

         –Tyron, ¿has estado alguna vez en la cueva? –preguntó Bylo tras comprobar que el hombre estaba en lo cierto.

         –¡Ni loco! –exclamó– Sé de su existencia por cierto amigo que tengo en Verdier. Me contó varias cosas sobre ella, ¡y ninguna buena! Así que, ¿por qué no me desatáis las manos? –volvió a pedir.

         –¿Otra vez estamos con lo mismo? –replicó Celine– Ya hemos hablado de eso, y ya sabes mi respuesta.

         –Pues, por lo menos hagamos unas lanzas para defendernos –propuso–. Según mi amigo, terribles peligros aguardan en su interior.

         –¡A saber con qué tipo de gente te juntas! –exclamó Celine, fríamente–. Seguro que sería algún borracho o mendigo.

         –¡Oye! ¿Con qué derecho insultas a mis amistades? –se quejó el hombre– Aunque, para serte sincero, aquella noche que me lo contó estaba como una cuba –confesó.

         –¡Pues no hay más que hablar! –tronó la mujer– No perderemos más tiempo.

         –Por favor, hacedme caso –dijo con tono sosegado mirando uno por uno a los componentes del grupo–. No podemos entrar ahí dentro desarmados. Mi amigo es un borracho, ¡pero no un loco!

         –Quizá tenga razón, Celine –dijo Bylo–. No nos llevará mucho tiempo fabricarnos unas lanzas. Además, no sabemos qué podemos encontrarnos en esa cueva.

         –Tenéis diez minutos –dijo con voz autoritaria la huesuda mujer tras titubear un instante.

         Los chicos buscaron entre la maleza ramas lo suficientemente largas y resistentes como para poder ser usadas como arma. Julius sacó su oxidado cuchillo y comenzó a afilar las puntas de las ramas que le traían sus amigos.

         –¡Diantres! –exclamó Bylo tras unos arbustos.

         –¿Qué ocurre, Bylo? –le preguntó Alana preocupada.

         –¡Mirad lo que he encontrado! –dijo levantando, no sin esfuerzo, una espada de forma ligeramente curva y empuñadura negra.

         –¡Ostras, que preciosidad! –exclamó Julius, atónito, al contemplar la magnífica espada que Bylo sostenía.

         –Yo la guardaré –dijo Celine tras aparecer por detrás del muchacho y arrebatársela de las manos.

         –¡No! –gritó Bylo molesto.

         –¡La guardaré yo! –repitió la mujer– Es un objeto demasiado peligroso –expuso–. Además, es demasiado grande como para que un chico de tu envergadura pueda blandirla correctamente.

         –Pero yo... –comenzó a decir Bylo.

         –¡Basta! –le interrumpió violentamente la mujer– Sólo la usaremos en caso de emergencia –dijo mientras se encaminaba hacia la entrada de la cueva–. ¡Os quedan dos minutos! –les recordó.

         –Borde –musitó Julius.


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