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8. Los cazadores de demonios

Hacía algo más de veinte minutos que el carro había abandonado Itsmoor y, tanto Bylo como Julius, ansiaban que llegase pronto al vertedero. El hedor, a pesar de estar envueltos en sendos sacos, era insoportable y debían hacer un esfuerzo sobrehumano para no vomitar. De vez en cuando asomaban la cabeza intentando respirar aire limpio, pero el intenso olor a alcohol y a alimentos en plena descomposición, les obligaba a volver a refugiarse nuevamente en el interior de sus sacos. Al cabo de un rato que les pareció una eternidad, el carro se detuvo. Parecía que por fin había llegado a su destino.

         –¡Date prisa! –gritó el hombre que hacía un rato se había mofado de Bylo– Que el tiempo vuela y me gustaría acabar antes de la hora de comer.

         –¡Joder! –se quejó su compañero mientras se apeaba del carro– ¡Me costará lo que me tenga que costar! –Caminó unos metros y comenzó a silbar una melodía que se mezcló con un ligero chapoteo. De repente, cesó de silbar y llamó a su compañero –¡Luther, ven aquí! ¡Rápido! –le gritó con urgencia.

         –¿Qué pasa? ¿No te la encuentras, o qué? –contestó el tal Luther, socarrón.

         –¡Joder, ven aquí y deja de hacer el imbécil! –respondió su compañero.

         Luther, refunfuñando, se bajo del carro y fue hasta donde se encontraba su compañero, el cual se estaba abrochando los pantalones– A ver, ¿qué diablos te pasa? –preguntó algo molesto.

         –Mira –le respondió señalando en la lejanía. Dos jinetes, montados en sendos caballos, desfilaban por el camino principal que llevaba a Itsmoor. Tras ellos, un carro tirado por un poderoso tok, portaba una extraña jaula– ¿Para qué demonios llevarán esa jaula a la ciudad? –preguntó.

         –No lo sé... ¡ni me importa! –contestó Luther indiferente–. Venga, Marti, vámonos de aquí y terminemos el trabajo.

         –Jamás he visto nada parecido –dijo Marti haciendo caso omiso de las palabras de Luther.

         –Lo más seguro es que sean del circo –respondió Luther– ¡Venga, subamos al carro y larguémonos ya!

         –Aquí está pasando algo raro –dijo el hombre volviendo a hacer oídos sordos a su compañero–. Primero, guardias a la entrada de Itsmoor... y ahora esto.

         –¿Y a nosotros qué nos importa? –dijo Luther– Venga, Marti, acabemos el trabajo de una puñetera vez.

         –Espera un minuto –pidió Marti–. Quiero ver un poco más.

         Julius asomó la cabeza y vio a los dos hombres a un lado del camino. Golpeó el saco de Bylo y éste también se asomó–. Es nuestra oportunidad –le dijo en voz baja–. ¡Venga! ¡Rápido!

         Ambos amigos, aprovechando la distracción de los dos hombres, salieron lo más rápido y sigiloso que pudieron de sus sacos; bajaron de un salto del carro y corrieron al lado contrario del camino en donde se escondieron detrás de unos frondosos arbustos. La pareja de trabajadores no tardó en regresar al carro. Se montaron en él y siguieron su camino.

         –¡Sí! ¡Lo hemos conseguido! –rugió Julius con tono triunfal.

         –Sí, por los pelos –contestó Bylo–. Venga, pongámonos en marcha, que aún tenemos un buen trecho –añadió mirando hacia la montaña–. Ahora, no nos queda más remedio que ir andando. Estamos más cerca de la montaña que de mi casa. –Alegó. Y ambos empezaron a caminar.


* * *


–¡Gerald! –gritó Alana mientras se agachaba junto a su amigo– ¡Gerald, despierta! –le volvió a gritar mientras golpeaba su cara intentando reanimarle.

         En su caída, Gerald se había golpeado en la frente contra el duro suelo y su venda se había teñido de rojo, lo cual provocó que Alana se pusiera aún más nerviosa si cabe.

         –¡Por favor, ayudadle! –gritó desesperadamente a los estudiantes que se habían congregado alrededor– ¡Llamad a los clérigos!

         Uno de los muchachos que había en primera fila, sin pensarlo dos veces, se ofreció a ello y salió corriendo en busca de ayuda.


* * *


Eran las doce menos diez cuando llegaron a la falda de la montaña. Allí estaba asentado un antiguo cementerio en desuso. Las hiedras salvajes cubrían los muros que lo rodeaban, los cuales eran lo suficientemente bajos como para que se pudiese ver su interior. Varios agujeros en el suelo evidenciaban el paso de ladrones de tumbas por él.

         –¡Qué lugar tan triste! –dijo Bylo.

         –Y tétrico –añadió Julius–. Me pone la piel de gallina.

         –Creo que aquí, antiguamente, enterraban a la gente rica e importante. No me extraña que haya un montón de nichos abiertos –dijo Bylo señalando los agujeros que poblaban el suelo–. Los ladrones de tumbas se han debido de poner las botas.

         –Pues yo te puedo asegurar que no pasaría la noche aquí ni por todo el oro de Ringworld –dijo Julius mirando con recelo el destartalado cementerio–. Así que, continuemos nuestro camino, que no hemos venido a visitar a los muertos.

         –Tienes razón –asintió Bylo–. El tiempo no es algo que nos sobre.

         Cogieron un angosto sendero, el cual estaba presidido por un viejo cartel de madera que señalaba tres rutas: las viejas minas de plata, la Montaña de los Dioses, e Itsmoor. Sobre él, un cuervo salió volando al paso de los dos chicos.

         –¿Qué crees que encontraremos aquí, Bylo? –preguntó Julius.

         –No tengo ni idea –respondió el muchacho–. Quizá nada, quizá...

         –¿La mujer de tus pesadillas? –dijo Julius terminando la frase por su amigo.

         –O, quizá, sólo estemos perdiendo el tiempo y esas pesadillas fueron pasajeras y desaparecieron porque tenían que hacerlo –concluyó Bylo.

         Pasó más de media hora sin que ninguno de los dos muchachos dijera ni media palabra, tras la cual, Julius rompió el silencio –Llevamos un buen rato caminando pendiente arriba –dijo parándose para limpiarse con la manga el sudor que recorría su frente–. Podríamos descansar unos minutos y tomar un tentempié –añadió mientras se quitaba la mochila. Bylo asintió con la cabeza y el alto muchacho se acercó a la fría pared de la montaña, se sentó sobre una gran roca y, abriendo su mochila, sacó dos pedazos de pan y unos filetes de carne que había envuelto en papel vegetal–. Venga, siéntate y come algo –le pidió a su amigo–. No me ha dado tiempo a preparar los bocadillos. Y, además, no he cogido nada para cortar, así que tendrás que abrir el pan con las manos –le informó.

         Bylo se sentó junto a él y, al igual que éste, abrió con los dedos uno de los trozos de pan, metió un par de filetes en él y le dio un mordisco.
         De repente, con un estruendo, se abrió un agujero en la pared de la montaña. De él, salieron unas ennegrecidas manos que aferraron a Julius. Fue todo tan rápido que apenas le dio tiempo a reaccionar. El muchacho soltó instintivamente el bocadillo  y se asió como pudo al borde del agujero, pues esas sucias manos tiraban de él hacia su interior– ¡Bylooo! –gritó asustado.

         Bylo, tan rápido como pudo, se levantó y agarró a su amigo de las muñecas y empezó a tirar de él. Aquella criatura parecía tener una fuerza sobrehumana, pero Bylo no se dio por vencido. Apoyó sus pies en la pared y tiró con todas sus fuerzas, aunque eso no fue suficiente.
         De pronto, una idea pasó fugazmente por su cabeza. Metió su mano derecha en el agujero y formuló un hechizo– ¡Lumia! –Se oyó una especie de chillido agónico y aquel ser soltó a su amigo.

         Ambos cayeron de espaldas sobre el frío suelo. Se levantaron y, corriendo, se alejaron de la pared colocándose en posición defensiva con sus anillos apuntando a aquel agujero. Pasaron unos interminables segundos sin que nada sucediera y, cuando estaban a punto de bajar la guardia, un pequeño ser de una estatura no mayor a la de un niño de cinco años, provisto de largos brazos y grandes manos, saltó del agujero y se dirigió hacia ellos con la mirada llena de furia.

         –Julius fue el primero en reaccionar– ¡Lumia! –gritó–. Más, su hechizo no funcionó– ¡Lumia! –volvió a probar, consiguiendo el mismo resultado, mientras aquel extraño ser se acercaba a ellos lenta y peligrosamente.

         –¡Répelus! –dijo instintivamente Bylo, y una poderosa fuerza invisible lanzó por los aires al extraño ser, el cual, una vez recuperado del impacto, lanzó una queja en forma de agudo chillido y corrió a cuatro patas a ocultarse en la seguridad de su agujero. Bylo propinó un manotazo en el hombro a su alto amigo, el cual, saliendo instantáneamente de su estupor, echó a correr tras su compañero montaña arriba.


* * *


El soldado dio el alto a los dos jinetes y, tanto ellos como el carro que transportaba la peculiar jaula que portaban, se detuvieron. Uno de los jinetes bajó de su montura. Era un hombre joven, de no mucho más de 40 años, alto y de complexión fuerte. Una pesada espada se acomodaba en la parte izquierda de su cinturón, mientras que una ballesta de color negro hacía lo propio en su espalda.

         –¿Quiénes sois? –preguntó el guardia– Y... ¿¡qué demonios es eso que traéis con vosotros!?

         –Somos los hermanos Rexmont. Tenemos una cita con el rector Delius –respondió el hombre.

         –Lo siento, tendréis que esperar aquí hasta que dichos datos sean comprobados –dijo, tajante, el soldado–. Nadie puede entrar o salir de la ciudad sin un escrupuloso registro –añadió.

         El otro jinete desmontó. Una tupida capucha cubría su cabeza, la cual se bajó dando a conocer su rostro. Se trataba de una atractiva mujer de pelo largo y negro, algo más joven que el otro jinete. Se plantó frente al guardia mirándole fría y fijamente.

         –¡Tu rector nos está esperando, estúpido! –le gritó– Y, después de viajar toda la noche, no estoy dispuesta a tolerar que un soldadito del tres al cuarto venga a dificultar mi trabajo –concluyó desafiante.

         –Las órdenes son las órdenes –replicó el soldado–. Y le recomiendo, señorita, que mida sus palabras y me trate con más respeto.

         –¡No me saques de mis casillas, inepto! –rugió la mujer, encolerizada, mientras echaba ambas manos al par de espadas que colgaban de su espalda– ¡O tendré que darte una lección!

         –¡Y yo tendré que encerrarla por hablar en ese tono a la autoridad! –respondió el guardia sin amedrentarse.

         –No hará falta llegar a tales extremos –dijo una voz tras el soldado.

         –¡Ah, capitán Reylis! –dijo, cuadrándose, el guardia– Señor, estos forasteros quieren entrar en la ciudad. Dicen que el rector les está...

         –Yo me ocupo de ellos –le cortó Goobard–. Puede retirarse –le ordenó.

         El capitán había venido con su propio grupo de soldados, a los cuales les había dado instrucciones de lo que tenían que hacer.

         –Bienvenidos –dijo a los recién llegados–. El rector Delius os recibirá inmediatamente. Pero antes deberemos tomar ciertas precauciones. Hizo una señal y uno de los soldados se acercó con dos hábitos de clérigo entre sus brazos.

         –Por favor, poneos estas ropas. Debemos evitar que nadie os reconozca –les dijo señalando los hábitos–. Las malas lenguas podrían hacer cundir el pánico en la ciudad.

         –¡No voy a ponerme esos harapos! –rugió la mujer.

         –Xana, por favor... –le rogó el hombre.

         –¡No pienso disfrazarme de monje! –volvió a repetir la mujer, inflexible– ¡Y el que pretenda hacerme poner estos...!

         –Será mejor que nos los pongamos –le interrumpió su hermano–. Podría ser contraproducente para nuestros intereses. Además, sólo serán cinco minutos –añadió.

         La enérgica mujer se quedó pensativa unos segundos, tras los cuales, de un zarpazo, arrancó de las manos del soldado uno de los hábitos. Su hermano cogió el otro, y ambos se los pusieron encima de sus ropas.

         –Otra cosa más –dijo Reylis–. Esa jaula... No podemos dejar que nadie la vea. La cubriremos y la encerraremos en las caballerizas del cuartel.

         –De acuerdo –accedió el hombre mientras se cubría la cabeza con la capucha.

         El capitán hizo una señal con la cabeza a su subordinado y éste llamó a cuatro soldados, los cuales, sacando varios trozos de tela de un tamaño desmesurado, comenzaron a cubrir la enigmática jaula.

         –Acompañadme, por favor –dijo el capitán a los dos hermanos señalándoles un carruaje–. Todas las precauciones son pocas –alegó–. Y los tres se subieron a él rumbo a la torre.


* * *


Después de unos cuantos metros corriendo, ambos muchachos se pararon exhaustos y tomaron aire con voracidad.

         –¿Te... encuentras bien? –preguntó Bylo una vez que hubo recuperado parcialmente el aliento– ¿Te ha mordido?

         –Sí... No... ¡Maldito bicho! –exclamó Julius enfurecido– ¡Nos he...mos quedado sin herramientas ni... provisiones!

         –Podemos volver e intentar recuperarlas –dijo Bylo tras sentarse en el duro suelo–. Quizá no vuelva a salir de su agujero.

         –¡Yo no vuelvo allí ni por todo el oro de Ringworld! –bramó el alto muchacho– ¡Ese engendro casi se me come vivo!

         –Vale, vale, no volveremos –dijo Bylo intentando apaciguar a su amigo–. Pero, a partir de ahora, tendremos que andarnos con mil ojos.

         –Sí. Y llevar un palo o una piedra bien grandes –añadió Julius. Y ambos muchachos cruzaron sus miradas y rieron de buena gana.

         –¡Qué puñetas! –dijo Julius retomando la conversación– ¿Cuánto tiempo hace que no nos lo pasábamos tan bien?

         –Casi tanto como el que hace que no se nos intenta comer un bicho enano con unas manos como palas –respondió Bylo. Y ambos volvieron a reír.
   
         Se tumbaron boca arriba aún con la risa como compañera. Por sus cabezas pasaban recuerdos de situaciones tan o más peligrosas que aquella, y eso renovaba sus ánimos.

         –Gracias por estar al quite –dijo Julius–. No sé qué habría pasado si no llegas a estar ahí.

         –¡Venga ya! –respondió Bylo– Tú habrías hecho lo mismo por mí.

         –No lo dudes ni por un instante, compañero –admitió Julius–. Por cierto, al fin has logrado lanzar el hechizo Répelus. ¡Has estado genial!

         –No sé, me salió sin pensarlo –confesó Bylo–. Fue como un acto reflejo. Será porque no tenía a Irimort delante.

         Julius asintió con la cabeza y entrecruzó los dedos bajo ella– ¿Te has dado cuenta? –preguntó al cabo de unos segundos.

         –¿De qué? –dijo Bylo.

         –Fíjate –dijo mirando al cielo–. El día había amanecido lluvioso y ahora parece que empieza a clarear.

         –¡Es verdad! –exclamó Bylo– Parece que quiere salir el sol.

         Aún se quedaron tumbados en silencio unos minutos más antes de que decidiesen reanudar la marcha.

         Caminaron con precaución durante cuarenta minutos más hasta que llegaron a la entrada de una cueva. Intercambiaron una mirada y, como si tuvieran sus mentes conectadas, corrieron a ponerse uno a cada lado de ella. No era la primera vez que lo hacían, y sabían perfectamente cómo actuar.

         Ambos se habían hecho por el camino con sendos palos y los usarían para defenderse llegado el caso. Julius asintió con la cabeza y levantó su improvisada arma a la par que Bylo asomaba la cabeza para ver el interior de la cueva. Pero no vio nada. Su interior estaba en la más completa oscuridad.

         –¡Lumia-Ovo! –dijo Bylo, y una esfera de luz lo envolvió. Volvió a asomarse y pudo vislumbrar un largo pasillo. Tan sólo le hizo falta echar una mirada a su alto amigo para que éste usase el mismo hechizo. Aunque, por más que éste lo intentó, no hubo manera de que le saliese, así que tuvieron que conformarse con el de Bylo.

         Apenas dieron una veintena de pasos, todo el pasillo se iluminó. Decenas de antorchas sujetas en las paredes se encendieron al unísono mostrando un único camino entre la maraña de pasillos que se habrían ante ellos. Ya no era necesario el hechizo de luz, por lo que Bylo lo deshizo.
         Con éste último al frente, siguieron caminando sigilosamente por el angosto camino hasta que al fondo de él vislumbraron lo que, a simple vista, parecía ser una gran sala generosamente iluminada.

         –¡Julius, mira! –dijo Bylo mientras se volvía hacia su amigo–, eso podría ser la... –de repente, un nudo atenazó su garganta. ¡Su amigo había desaparecido! Y, con él, el resto del pasillo.


* * *


Los dos forasteros, escoltados por el capitán Reylis, llegaron a una puerta de madera situada en la última planta de la torre. Dos guardas apostados a ambos lados de ella se apartaron para dar paso a los visitantes. Goobard se quedó fuera mientras que uno de los guardias acompañó a la extraña pareja al interior de la habitación. Al fondo, sentado detrás de su mesa, se encontraba el rector Delius, el cual se levantó inmediatamente para recibir a los recién llegados.

         –Buenos días –saludó–. Os agradezco que hayáis venido en tan breve espacio de tiempo. Por favor, tomad asiento –dijo señalando dos sillas tapizadas en piel de doodook que se encontraban frente a su mesa de estudio.

         El hombre se sentó en una de las cómodas sillas y se bajó la capucha. La mujer se despojó del hábito de clérigo y, tras lanzarlo al suelo, se sentó en la otra silla y cruzó las piernas sobre la mesa. Una mirada de su hermano bastó para que, a regañadientes, las bajase.

         –¿Y bien? –preguntó el hombre.

         –Sí –dijo el rector–, será mejor que vayamos al grano. Os he hecho venir porque volvemos a tener cierto problema que ya nos causó grandes quebraderos de cabeza una vez.

         –Ya se lo advertimos, rector –dijo el hombre–. Debió dejar que nos encargáramos nosotros.

         –Entonces, vuestros... métodos no me convencían. Y siguen sin hacerlo –añadió con sinceridad–. Pero hemos llegado a un punto en que es totalmente necesario.

         –¿Eso quiere decir que nos va a dar total libertad para actuar como queramos? –preguntó la mujer.

         –Como ya he dicho –respondió el rector–, aunque vuestros métodos no me satisfacen, la situación es lo suficientemente desesperada como para hacer una excepción.

         –Pero antes, dejemos claros nuestros... honorarios –dijo el hombre.

         –Por supuesto, por supuesto. –respondió el rector–. Siguen siendo los mismos que os ofrecí en el mensaje.

         –¿¡3.000 míseros prats!? –rugió la mujer– Por esa ridiculez ni desenvaino mi espada. ¡10.000! –añadió.

         –Creo que esa cifra es desorbitada –protestó Delius–. Y nuestras arcas...

         –¡A la mierda las arcas! –gritó la fría mujer– Si no sois capaces de pagar ese precio, nos iremos por donde hemos venido.

         –Es una cuestión de intereses –alegó su hermano–. Nosotros libramos a su ciudad de un problema y, a cambio, usted soluciona nuestra... digamos, situación económica.

         –Pero, ese es un precio abusivo –volvió a quejarse el rector–. Itsmoor no se puede permitir...

         –¡Basta ya de tonterías! ¡Resolveos el problema vosotros mismos! –dijo la mujer levantándose de la silla– Vámonos, Dean –le dijo a su hermano–, estamos perdiendo el tiempo. El hombre hizo ademán de levantarse.

         –Un momento, por favor –rogó el rector levantándose también de la silla–. Antes, debo hacer una consulta –y, acto seguido, hizo un gesto con la mano y el guardia que se había quedado a la entrada, entró en la habitación contigua. A los pocos segundos salió de ella con un hombre entrado en años que portaba varios pergaminos. El hombre se situó a la izquierda del rector y le susurró unas palabras al oído. Después, comenzó a deshacer el camino que había recorrido.

         –De acuerdo –dijo Delius–. Se os pagarán 10.000 prats.

         –La mitad por adelantado –exigió la mujer.

         –Por supuesto –accedió el rector de mala gana–. Baltazar, por favor –dijo al hombre que estaba a punto de cruzar la puerta de la habitación–, trae la cantidad acordada.


* * *


Frente a él tan sólo había una pared. Una fría pared de roca que le separaba de Julius. Pegó la oreja a ella esperando escuchar a su amigo, más no escuchó nada. Lo que sí escuchó fue una voz femenina a su espalda– No temas por tu amigo –dijo–, está a salvo.

         –¿¡Dónde está Julius!? –gritó Bylo girándose y levantando el palo, asiéndolo con fuerza– ¿¡Qué has hecho con él!?

         –Está en lugar seguro –respondió la mujer–. Después te reunirás con él.

         –¿¡Después de qué!? –gritó el sofocado muchacho– Y, ¿quién eres tú?

         –Podrás regresar con tu amigo una vez que hayas hablado con el Oráculo –dijo la enigmática mujer–. Mi nombre es Celine –añadió.

         –Como le ocurra algo... –amenazó Bylo.

         –Sígueme –ordenó la huesuda mujer desoyendo las amenazas del exasperado muchacho.

         Bylo, tras echar una nueva mirada a la pared, siguió a la misteriosa mujer por el pasillo hasta entrar en una especie de gruta inmensamente alta; tan alta, que apenas se alcanzaba a ver el techo. Tras llegar al extremo opuesto, Celine se detuvo frente a lo que parecía ser una tienda.

         –¿Y bien? –preguntó Bylo– ¿Qué quieres de mí?

         –Que escuches a tu destino –contestó escuetamente.

         –Hola, Bylo –dijo otra voz femenina al otro lado de la tupida tela de color marrón.

         –¿Pero qué...? –se volvió Bylo con intención de preguntar a aquella alta y enjuta mujer, más ya no estaba.

         –Bylo –susurró nuevamente la voz.

         –¿Qué está pasando aquí? –preguntó Bylo estupefacto– ¿Qué queréis de mí? –volvió a preguntar.

         –Quizá deberías preguntarte qué quiere el destino de ti –respondió aquella voz–. Yo sólo soy un enlace entre él y tú.

         –¡Eso es una estupidez! –replicó Bylo– ¡Quiero marcharme de aquí! ¡Y quiero que me devolváis a mi amigo!

         –Cada cosa a su tiempo, pequeño Bylo –dijo la misteriosa mujer.

         –¿Y quién diablos eres tú? –preguntó Bylo visiblemente enfadado– ¿Cómo sabes mi nombre?

         –Mi nombre es Irya, pero los mortales me llamáis Oráculo –contestó la mujer–. Y ahora, dime, ¿sabes tú quién eres?

         –¿Qué pasa? ¿Es una pregunta con trampa, o qué? –respondió malhumorado– ¡Claro que sé perfectamente quien soy!

         –A los ojos de los demás eres Bylo Gywet –dijo Irya con voz sosegada–. Pero, a los ojos del destino, eres un instrumento. Un valioso instrumento que cambiará el fatal destino de Ringworld y evitará que desaparezca.

         –¿¡Qué tonterías son esas!? –rugió Bylo– A Ringworld no le pasa nada. No hay guerras, ni hambre, ni...

         –El mal se oculta en los lugares más inverosímiles –dijo el Oráculo interrumpiendo al muchacho–. Incluso podemos tenerlo delante de nuestros ojos y no alcanzar a verlo.

         –No comprendo... –dijo Bylo con un hilo de voz.

         –Como ya he dicho, el destino te ha elegido para una misión: salvar Ringworld –respondió la enigmática mujer–. He ahí la respuesta a tus pesadillas y a que ahora te encuentres aquí hablando conmigo.

         –¿Ah, sí? ¿Y qué se supone que debo hacer? –preguntó Bylo– ¿Liderar un ejército? ¿Luchar contra un dragón? –preguntó sarcásticamente.

         –Las cosas importantes deben ir paso a paso –respondió el Oráculo.

         –¿Y cuál se supone que debe ser mi próximo paso? –volvió a preguntar.

         –Tu corazón te guiará –respondió–. Debes seguir sus  impulsos, aunque ello te duela. El enemigo es fuerte y tratará de engañarte. Debes entender lo que te digo, Bylo, pues cada segundo que pasa se hace más poderoso. –dijo la voz, oyéndose más lejana a cada palabra.

         –¿Más poderoso? –preguntó sin entender nada– ¿Quién?

         –El mismísimo mal –respondió escuetamente la mujer con su la cálida voz.

         –Pero... ¡yo no soy un héroe! –bramó Bylo– Y además, ¿por qué tengo que ser yo? En Ringworld hay magos muy poderosos y guerreros que...

         –El Oráculo ha hablado –le interrumpió la alta mujer apareciendo nuevamente junto a él–. Puedes marchar.

         –Pero... yo no... ¡Esto debe ser una confusión!  ¿Por qué yo? ¿Y mi amigo? ¿Dónde está Julius? –preguntó Bylo con rabia.

         –Demasiadas preguntas –respondió la mujer–. Pero te responderé a una de ellas. Tu amigo te está esperando fuera –dijo con voz tranquilizadora. Y comenzó a andar hacia el pasillo por donde habían entrado. Bylo la siguió.


* * *


Dos clérigos portando una camilla llegaron al lugar en donde se hallaba Gerald. Alana, la cual estaba arrodillada en el suelo junto a él, se puso en pie y se apartó un par de metros. Los clérigos dejaron la camilla a su lado y, con sumo cuidado, le acomodaron en ella. Alana les siguió en cuanto se pusieron en movimiento.

         Esta vez, Alana pudo colarse hasta el interior de la enfermería, más, no le dejaron pasar más allá del recibidor. Unas perladas gotas surcaron sus mejillas.

         –¿Qué te pasa, niña? –preguntó una voz conocida a su izquierda.

         –Gloria –dijo la muchacha–. Otra vez ha vuelto a pasar. Gerald...

         –¿Otra vez ha recaído vuestro amigo? –dijo con voz triste– ¡Vaya! Lo siento.

         –Sí –respondió la pálida chica mientras se secaba las lágrimas con su manga–. Estaba tan bien, y de repente...

         –No te preocupes –dijo la simpática recepcionista–. Ya sabes que aquí está en buenas manos. Sea lo que sea lo que le pase a tu amigo, los clérigos lo solucionarán. Ya lo hicieron una vez.

         De pronto, la doble puerta que daba paso a las habitaciones, se abrió. Por ella apareció el profesor Gibson, el cual, percatándose del estado en el que se encontraba la llorosa chica, se acercó a ella.

         –¿Qué le ocurre, señorita laMoont? –preguntó.

         –A ella, nada, profesor Gibson –dijo Gloria, adelantándose a la respuesta de la chica–. Es a su amigo. Le han tenido que hospitalizar de nuevo.

         –Vaya. Cuánto lo lamento –dijo–. Gerald, ¿verdad?

         –No... no sé qué le pudo pasar –dijo la chica, temblorosa–. Estaba bien y de repente... –volvió a secarse las lágrimas– ¡Todo fue por ese estúpido de Turo! Si no se hubiese metido con él...

         –¿Qué pasó exactamente? –se interesó el atractivo profesor– ¿Ese chico pegó a tu amigo?

         –Se metió con él –dijo Alana, comenzando a relatar los hechos– y le ridiculizó delante de todo el mundo. Pero Gerald... no sé... parecía otro.

         –¿Qué quieres decir con que «parecía otro»? –preguntó Gibson, cada vez más interesado.

         –No sé, fue algo muy extraño –respondió Alana algo más calmada–. Era como si Gerald tuviera una fuerza sobrehumana. Incluso hizo magia sin usar su anillo. Dio una lección a ese matón y luego... se desmayó.

         –Discúlpame un momento, por favor –dijo Travis con el semblante serio–. Voy a... a ver cómo está tu amigo.

         Gibson entró con urgencia por la doble puerta que daba acceso a las habitaciones. Sabía en qué habitación estaba el muchacho, pues se había cruzado con ellos en el pasillo y había visto en cual le habían acomodado. Aceleró el paso y llegó a la habitación número 12. Tocó con los nudillos en la puerta, pero nadie contestó. Volvió a llamar, golpeando algo más fuerte, pero tampoco obtuvo respuesta. Entonces, se decidió a entrar y abrió la puerta con sumo cuidado. La escena le dejó helado.
         En el suelo se encontraba el cuerpo de un clérigo, mientras que otro, yacía tumbado boca abajo en la cama. ¡De Gerald, no había ni rastro!


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