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7. Un plan de fuga casi perfecto

Los fines de semana no había clases y, por lo tanto, los alumnos que vivían en la ciudad podían pasar, si lo deseaban, ambos días en su casa; el resto de la semana, la convivencia en la torre era obligatoria para todo aspirante a mago. Bylo, Julius y Alana, a pesar de vivir en Itsmoor, solían quedarse la mayoría de los fines de semana en la torre, pues era lo suficientemente acogedora como para no echar excesivamente en falta su hogar.

         Eran las diez menos veinticinco cuando, después de un copioso desayuno, el grupo bajó al patio. Era el momento convenido por Bylo y Julius para realizar aquella inesperada excursión. Cada uno había pensado una excusa para escabullirse sin que sus amigos sospechasen nada.
         Cruzaron la puerta de entrada a la torre y llegaron a los jardines de la torre. Alana levantó la vista hacia el cielo. Las nubes, anunciando lo inevitable, cubrían el cielo cual rebaño cubre un verde pasto. Sí, sin lugar a dudas, no tardarían en descargar su líquido contenido–. Se está poniendo el día feo –dijo. Bylo lanzó una mirada inquisitiva a Julius y éste le respondió con una afirmación moviendo tímidamente la cabeza de arriba a abajo.

         –Hoy no nos libraremos de la lluvia –respondió Gerald.

         –Pues si llueve, la dejaremos caer –dijo Julius con sorna.

         –Bueno, chicos –dijo de repente Bylo mientras el grupo se encaminaba hacia la derecha–, es muy grata vuestra compañía, pero hoy me pasaré un rato por casa a ver a mi padre. Hace un par de semanas que no voy a visitarle y no quisiera que me tachara de mal hijo. Esta noche nos vemos, ¿vale? –concluyó con premura.

         –Vale –dijo Alana–. Pero dale recuerdos de mi parte, ¿de acuerdo?, que yo también hace mucho que no le veo.

         –Por supuesto, Alana –dijo Bylo alejándose–, lo haré.

         –Sí, y le das las gracias por las manzanas que nos dio la última vez –añadió Julius pasándose la lengua por los labios–. ¡Estaban deliciosas!

         –De acuerdo, Bylo, luego nos vemos –dijo Gerald casi interrumpiendo a su alto amigo.

         –Por cierto, Gerald, ¿no tienes calor con esa capa? –preguntó Julius al rubio muchacho, el cual llevaba puesta una gruesa capa con capucha.

         –No. Estoy bien –respondió Gerald–. Lo que pasa es que desde que salí de la enfermería estoy algo destemplado –explicó–. Además, ya no estamos en verano, y si le da por refrescar, con ponerme la capucha, asunto arreglado –añadió.

         –Vale, vale, tú mismo –dijo Julius.

         El trío continuó andando por los jardines hasta llegar a una zona con varios bancos, de los cuales ya había un par ocupados por estudiantes. Se aproximaron al más cercano y se sentaron en él.

         –Bueno –dijo Julius poniendo en marcha su plan de «fuga»–, pues yo también siento tener que dejaros.

         –¿Y eso? –preguntó Gerald.

         –Es que quisiera darle un buen baño a Pommet, que huele que apesta. ¡Y ya sabéis lo mucho que le gusta el agua! –dijo irónicamente.

         –¡Vaya, otro que nos abandona! –refunfuñó Alana– ¡Ni que os hubierais puesto de acuerdo!

         –Ya ves –dijo Julius encogiéndose de hombros–. Lo que son las casualidades, ¿eh?

         –Pues, nada, que te sea leve –dijo Gerald–. Yo, siempre que tengo que bañar a Darwin, acabo de los nervios –añadió, sabedor de lo que era dar un baño (o al menos, intentarlo) a una mascota.

         –¡Jeje!, dímelo a mí... ¡Mi próxima mascota será un pez! –alegó Julius riendo– Bueno, me voy al asunto, a ver si logro terminar antes de la hora de comer... ¡o de cenar! –y se despidió con el brazo mientras se dirigía hacia el elevador.

         –¡Vaya par! –se quejó Alana– ¡Seguro que han quedado para hacer alguna de las suyas y no quieren que nos enteremos!

         –Bueno, a mí me da igual –dijo Gerald con resignación–. Así podré meterme en la biblioteca de la torre y echarle un vistazo a los libros, que creo que aún me da tiempo a hacer medianamente bien el trabajo de Historia. Si quieres, puedes acompañarme –añadió, tras una pequeña pausa.

         –¡Vale! –aceptó la chica sin pensárselo dos veces– De todas formas, no tengo otra cosa que hacer –y ambos, levantándose del banco, se encaminaron de regreso al interior de la torre.


* * *


Bylo salió por el portón oeste que daba acceso al segundo anillo; cruzó la calle y se metió en un callejón. Varios montones de bolsas de basura, cajas apiladas y botellas adornaban los sucios adoquines del suelo. Semejante cantidad de desperdicios sólo podían proceder de la taberna El Mago Errante, pues la puerta de la cocina y la del almacén daban a él. Allí, la basura a veces se pegaba varias semanas hasta que el señor Pricet, dueño de la taberna, enviaba a alguien a recogerla.

         –¡Puaj, qué peste! –pensó Bylo en voz alta mientras se cubría la nariz y la boca con la mano– ¡Sólo a Julius se le ocurriría quedar en un sitio así! –se quejó.

         De pronto, un carro se detuvo a la entrada del callejón. En él iban dos hombres. El primero de ellos se bajó e, inmediatamente, abrió una de las puertas laterales del carro mientras el otro lo aseguraba para que el famélico caballo que tiraba de él no pudiera moverlo. Todo parecía indicar que venían a recoger la basura para tirarla al vertedero que había a las afueras de la ciudad.

         –¡Hey, chico! –dijo el hombre de burdo aspecto que había bajado la puerta– ¿Qué haces aquí? –preguntó sorprendido al ver a un chaval de la edad de Bylo en un lugar como aquel.

         –Nada, señor –contestó Bylo–. Estoy esperando a un amigo.

         –¡Pues has ido a escoger el sitio más exquisito de la ciudad! –rió sarcásticamente enseñando su amarillenta dentadura a la que faltaban varias piezas. El otro hombre se le unió.

         Bylo, avergonzado, se fue hasta la entrada del callejón. Allí, aunque podía respirar aire limpio, no podía evitar escuchar las carcajadas y comentarios de los dos trabajadores. Además, se exponía a ser visto por Gerald o Alana si a estos les daba por salir de la torre.

         –¡Hola, Bylo! –dijo repentinamente una penetrante voz tras él. El muchacho, volviéndose lentamente, pudo comprobar lo que se temía: se trataba de Kashia Baulen.

         Kashia estaba en segundo curso de iniciación y, desde hacía poco más de un año, acosaba a Bylo. Dos coletas pendían de su anaranjada cabellera, la cual contrastaba a la perfección con su redonda cara llena de rojizas pecas. No en vano, la llamaban «Kashicereza».

         –¡Ah, hola, Kashia! –respondió Bylo intentando ocultar su descontento por aquel inoportuno encuentro.

         –Ya no te veo ningún día –le reprochó la chica con su aguda voz–. ¿O es que te escondes de mí?

         –Kashia –comenzó a decir Bylo con voz suave, intentando acabar aquella incómoda conversación cuanto antes–, ya no voy a iniciación. Lo más lógico es que ya no coincidamos ni en los pasillos.

         –¡Ya! ¡Excusas para dejarme de lado! –exclamó malhumorada– ¡Y llevas haciéndolo desde que nos conocemos!

         –No, no... Kashia... no me mal interpretes, pero... –comenzó a decir el muchacho.

         –Ya, ya, ¡excusas y más excusas! –exclamó la muchacha taladrando los oídos del chico– Si no estás dándome esquinazo continuamente, ¿por qué no me invitas a dar un paseo por la ciudad?


         –No, yo... –dijo Bylo cambiando de tono y actitud para no acrecentar el enfadado de la chica–. Lo que pasa es que estoy esperando a un amigo para... para ir al río a pescar –alegó diciendo lo primero que se le ocurrió.

         –¡Ves, otra vez me estás poniendo excusas! –volvió a decir con su punzante voz–. Yo no veo tu caña de pescar por ningún lado.

         –¡Que no, que es verdad! –exclamó Bylo– Lo que pasa es que yo no tengo caña de pescar y mi amigo, que tiene varias, traerá una para mí –mintió, rezando para que Julius no se presentara en ese preciso momento.

         –¿Ah, sí? Bueno, da igual –dijo la pecosa chica poniendo los brazos en jarra–. ¿Y cómo pensáis llegar al río?

         –Pues... ¿Cómo? –dijo Bylo sorprendido– ¿Qué quieres decir con eso?

         –¡No me digas que no te has enterado! –gritó incrédula– ¡No me lo puedo creer!

         –¿¡E-el qué!? –preguntó Bylo cada vez más intrigado.

         –Ahora me irás a decir que no sabes que no se puede salir de la ciudad, ¿verdad? –dijo Kashia siguiendo sin creer que Bylo estaba siendo sincero con ella.

         –¿¡¡Quéee!!? –gritó Bylo echándose las manos a la cabeza– ¡No! ¡No puede ser! ¡Pero yo necesito salir de la ciudad!

         –Pues los peces tendrán que esperar para otro día –dijo Kashia con sorna–. Hay guardias a la entrada de Itsmoor, y no dejan salir  prácticamente a nadie. Ves, la ocasión ideal para que demos un paseo –concluyó sonriente.

         –No puedo hacer eso, Kashia. Debo esperar a mi amigo –dijo Bylo–. ¿Qué clase de amigo sería si le doy plantón?

         –¡Sí, ya! –rugió en un tono que puso el vello de punta al muchacho– ¡Otra vez excusas y más excusas! Lo que pasa es que no quieres saber nada de mí. ¡A mí si que me das plantón siempre! Así que ahí te quedas, que tengo cosas más importantes que hacer –concluyó realmente enfadada. Y, sin decir nada más, siguió su camino con paso acelerado y sin apartar la vista del frente.


* * *


Julius subió con toda la celeridad que pudo hasta su habitación. Tenía que recoger la mochila que había preparado para el pequeño viaje. En ella había metido algo de comida y material que, llegado el caso, pudieran necesitar, como cuerdas o un pequeño botiquín, entre otras cosas. Una vez la hubo cogido, regresó al elevador con la intención de reunirse con su amigo en el lugar pactado. Desde su posición pudo ver a Alana y a Gerald hablando con dos chicos justamente en el portón de entrada a la torre.

         –¡Cáscaras! –gritó mentalmente– Ahora tendré que buscar otro sitio por donde escabullirme sin que me vean –pensó. Así que, sin dudarlo, fue hacia las escaleras, bajándolas sin perder de vista a sus amigos. Cuando llegó abajo, miró hacia todos los lados en busca de una salida alternativa. Y encontró una. Raudo, se dirigió hacia el comedor. Lo atravesó y entró por la puerta que había al fondo, la cual pertenecía a la cocina. La atravesó entre las asombradas miradas del personal y salió por una puerta destinada a entrar mercancías. En un par de minutos se plantó en los jardines traseros de la torre.

         –¡Te pillé, chaval! –le sobresaltó una voz.

         Julius se volvió con rapidez y pudo ver al dueño de aquella voz. Era Carl, el cual empujaba una carretilla llena de tierra –¡Carl! –exclamó recuperándose del repentino sobresalto– ¡Casi me matas del susto!

         –¡Uy, uy, uy! –dijo el fornido hombrecillo– Si te he cogido por sorpresa, eso quiere decir que estás tramando algo. Y si tú estás tramando algo, seguro que Bylo también está en el ajo.

         –Em... No... Tan sólo he salido a dar un paseo –mintió Julius.

         –Ya veo, ya –dijo Carl–. Y qué mejor manera de salir de la torre que por la puerta trasera de la cocina, ¿verdad? –añadió sarcásticamente–. Y con una mochila... a rebosar, por lo que veo.

         –Vale, vale, me has pillado –confesó Julius–. Te lo contaré. Pero que conste que lo hago por si hiciera falta saber donde encontrarnos, ¿eh?

         –¿Qué os tengo dicho respecto a meteros en líos? –le regañó el semi-enano– Es que nunca vais a escarmentar, ¿o qué?

         –No, no, Carl, te estás equivocando –respondió Julius un tanto indignado–. Verás, resulta que Bylo está teniendo últimamente unos sueños muy raros con la Montaña de los Dioses y vamos a ir allí a ver si descubrimos algo acerca de ellos –declaró sin nombrar al Oráculo.

         –Ya –dijo Carl escéptico–. Y por eso te escabulles por la cocina, ¿no? –le repitió.

         –Sí... No... Bueno... –dijo, nervioso, atorándose en cada palabra– Es que no queremos que Alana y Gerald se enteren... Por si luego resulta ser una tontería el asunto de las pesadillas.

         –¡Pues no os comprendo! –refunfuñó Carl apoyando la carretilla en el suelo– Se supone que sois amigos, ¿no? Y la confianza es una cualidad que un amigo que se precie nunca debe perder.

         –Sí... ya... –masculló el alto muchacho– Pero, Bylo y yo pensamos que...

         –Bueno, bueno –le interrumpió Carl levantando y agitando sus callosas manos–. Vosotros sabréis lo que hacéis. Pero te diré una cosa: si no confías en tus amigos, que son con los que convives día a día, ¿en quién vas a hacerlo? No, no me respondas –añadió al ver que Julius abría la boca para decir algo–, únicamente piénsalo y saca tus conclusiones.

         –Gracias por el consejo, Carl –dijo el muchacho intentando dar fin a la conversación–, eres un gran amigo.

         –Bueno, bueno,  dejemos los sentimentalismos para otra ocasión, ¿vale? –dijo Carl– Y, ¡ale! voy a seguir con lo mío, que aún me queda mucha faena por hacer –dijo el hombrecillo volviendo a levantar la carretilla–. Y no creo que se vaya a hacer sola. ¡Nos vemos! ¡Ah!, y suerte con vuestra... excursión.

         –¡Caray con Carl! –resopló Julius tras unos segundos de reflexión. Acto seguido, echó a correr hasta la esquina de la torre y se asomó por si estaban Gerald y Alana, pero no los vio. Volvió a correr, esta vez hasta los arbustos que, pasivos, decoraban las murallas que bordeaban la inmensa torre. Agazapado entre ellos, y sin dejar de vigilar la entrada a la torre, llegó hasta el portón de salida del primer anillo y cruzó la calle hasta llegar al lugar donde se había citado con Bylo.

         –¡Ya era hora! –se quejó Bylo– ¿Cómo es que te ha costado tanto?

         Los trabajadores salían de cuando en cuando del callejón cargados con basura. Al pasar junto a los chicos, no podían reprimir una risa ahogada. Uno de ellos, entre quejas, sacó una pala del carro y, entre maldiciones y palabras malsonantes, regresó al interior del callejón.

         –He tenido algún que otro problemilla –respondió Julius percatándose del detalle de los trabajadores–. Y para colmo, ¡Carl me ha echado un sermón de padre y muy señor mío!

         –¿No le habrás contado nada, verdad? –preguntó Bylo.

         –Bueno, yo... –balbuceó Julius.

         –¡No me lo puedo creer! –tronó Bylo– Se supone que esto íbamos a mantenerlo en secreto. ¡Y tú vas, y se lo cuentas a Carl!

         –¡Bueno, bueno, que no es para tanto! –se defendió el alto muchacho– Además, si tenemos algún percance, Carl sabe donde estamos.

         –De acuerdo –dijo Bylo conforme–. Pero espero que no se vaya de la lengua antes de que regresemos.

         –No creo que lo haga –alegó Julius secándose con la manga el sudor de la frente–, tenía mucho trabajo por hacer. Además, no sé si se lo ha creído.

         –Pues yo tengo malas noticias –anunció Bylo, consiguiendo que a su amigo se le pusieran los ojos como platos–. Me han dicho que hay guardias en todas las entradas de la ciudad y que no dejan salir a prácticamente nadie.

         –¡Pues vaya faena! –se quejó Julius mientras cruzaba los brazos– ¿Y te han dicho por qué están haciéndolo?

         –Pues... no –respondió Bylo moviendo la cabeza de izquierda a derecha–. Se me olvidó preguntarlo.

         –¿Y ahora qué hacemos? –preguntó Julius– ¿Lo dejamos para otro día o qué?

         –¡De eso nada, socio! A grandes males, grandes remedios –dijo Bylo con optimismo–. Como no impiden el paso a todo el mundo, nos acercamos hasta las puertas de la ciudad y echamos un vistazo a ver a quién dejan pasar y a quien no –dijo dando una palmada en la espalda a su amigo–. Y luego actuamos según sea conveniente. ¿Vale?

         –De acuerdo –aceptó Julius–, intentémoslo.


* * *


Alana y Gerald se despidieron de los compañeros de clase de éste último, los cuales, se habían acercado a preguntarle por su salud (momento que el rubio muchacho aprovechó para ponerse al día en cuanto a las tareas de clase), y se dirigieron hacia el elevador. Como apenas había gente, en un par de minutos llegaron a la tercera planta, lugar donde, aparte de las clases, estaba ubicada la biblioteca.

         –¡Menos mal! –exclamó Gerald– El profesor Crawly ha ampliado el plazo para presentar el trabajo hasta el miércoles –dijo aliviado–. Aún me da tiempo de hacer un trabajo en condiciones.

         –Esa es una gran noticia, Gerald –dijo Alana–. Pero esta vez, usa nuestra biblioteca, por favor.

         –Sí –respondió el rubio muchacho–. Esta vez no saldré de la torre. Te lo prome... –de repente, un punzante dolor atravesó la cabeza de Gerald, hecho que le obligó a doblarse a la par que, instintivamente, llevaba sus manos a la zona dolorida.

         –¡Gerald, ¿qué te ocurre?! –gritó la chica, asustada– ¿Gerald? –volvió a preguntar al ver que el muchacho se había erguido y tenía la mirada perdida.

         Gerald, saliendo de su estado, se frotó las sienes con ambas manos–. Anoche estuve en la biblioteca –dijo.

         –¿Có... cómo? –preguntó Alana aún con el susto en el cuerpo– ¿Ya recuerdas lo que te ocurrió?

         –No exactamente –respondió el chico mientras reanudaba la marcha–. ¿Recuerdas las jaquecas que he tenido estos últimos días?

         –Claro –dijo la muchacha–. Pero...

         –Pues iban acompañadas de unos sueños muy extraños –confesó, interrumpiendo a su amiga, mientras el asombro y la preocupación, a partes iguales, se hacían dueña del rostro de ésta–. En ellos aparecía un símbolo. Cuatro triángulos formando otro mayor. Y encontrar datos sobre él en la biblioteca era mi prioridad anoche. Y creo que los hallé. Pero mi mente aún está muy confusa y no soy capaz de recordar nada m... –súbitamente, Gerald dio un traspiés y cayó de bruces al suelo.

         –¡Mira por donde vas, empollón! –gritó una voz– ¿O es que tus cuatro ojos no son suficientes?

         El dueño de aquella grave voz era un corpulento chico que se erigía de pie junto a Gerald con una pérfida sonrisa adornando su rostro. Se trataba de Turo, el matón que antaño hiciera la vida imposible al rubio muchacho. Al pasar junto a él, la pierna del infame chico hizo que Gerald cayese al suelo.

         Gerald, indignado y avergonzado, se levantó con ayuda de Alana y, en un arrebato de furia, se plantó delante del fornido chico, mirándole fijamente.

         –¡Vaya, hoy nos ha salido gallito el cerebrito! –dijo con sorna– ¿Es que todavía quieres más? Y, cogiéndole las gafas de un zarpazo, se las tiró al suelo.

         Gerald se giró y se agachó a recogerlas, momento que Turo aprovechó para propinarle una patada en el trasero que hizo que Gerald volviese a morder el polvo.

         –¡Por qué no le dejas en paz y te metes con uno de tu tamaño, bruto! –gritó Alana saliendo en defensa de su amigo.

         –¡Mira lo que tenemos aquí! Si el cerebrito tiene una guapa amiga –dijo el bravucón muchacho.

         –¡Déjala en paz, no la toques! –dijo desafiante Gerald mientras se colocaba las gafas e intentaba ponerse en pie.

         –Y, sino, ¿qué pasará? –dijo acercándose a la chica y acariciando su cara con su mano derecha. Alana se la apartó de un manotazo.

         –¡He dicho que no la toques! –gritó Gerald, y esta vez, de su garganta salió una voz ronca.

         –¿Por qué no dejas a este pringado y te vienes de paseo conmigo, guapa? –murmuró el matón en el oído de Alana haciendo caso omiso a las amenazas del rubio muchacho.

         De repente, Gerald se plantó frente a ellos y, apartando a su pelirroja amiga, cogió del cuello a Turo y lo lanzó por los aires como si fuese una hoja de papel. El forzudo chico, tras aterrizar estrepitosamente en el suelo, se quedó unos instantes en él, sorprendido por la reacción de Gerald. Seguidamente, se levantó enfurecido y fue directo hacia el muchacho con ambos puños dispuestos a impactarlos en su cara. En cuanto se hubo acercado a menos de un par de metros, de la garganta de Gerald salió una voz de ultratumba– ¡Fuera de mi vista, carneee! –el grito produjo tal onda expansiva que volvió a lanzar al corpulento Turo por los aires.

         –Gerald, por favor... –le rogó Alana. Pero Gerald no hizo caso, pues seguía con la mirada fija en su adversario.

         Turo, tras recuperarse del nuevo impacto, se volvió a levantar y, esta vez, dispuesto a usar su anillo. Pero no lo hizo. No se atrevió. Los ojos de Gerald, inyectados en sangre, reflejaban una furia y un odio indescriptibles. No, no era buena idea enfrentarse a semejante adversario, por lo que comenzó a correr por el pasillo como alma que lleva el Diablo. Acto seguido, Gerald se desplomó.


* * *


Eran las diez y veinte cuando Bylo y Julius llegaron a la plaza situada en las inmediaciones de las puertas de Itsmoor. De lunes a sábado solía estar presidida por el mercado, pero los domingos estaba invadida por niños correteando y jugando.
         La entrada de la ciudad estaba custodiada por un grupo de soldados armados, dos de los cuales estaban registrando un carromato repleto de sacos de harina, sin lugar a dudas provenientes del viejo molino situado a las afueras, junto al río Hammerind. Los dos chicos se sentaron en la fuente, junto a un grupo de niños que estaban jugando con espadas de madera. Se quedaron en silencio un par de minutos, pensando y mirando a todos lados esperando que se les ocurriera algo para acceder al exterior.

         –¿Y si nos acercamos y les pedimos que nos dejen pasar? –dijo Julius rompiendo el silencio.

         –¡Sí, claro! ¡Y seguro que nos dejan! –contestó Bylo.

         –Por probar no perdemos nada –dijo Julius mientras se bajaba de la fuente de un salto y echaba a andar hacia los guardias. Bylo le siguió con la convicción de que no iba a servirles de nada.

         –Buenos días –saludó Julius con educación a uno de los guardias desocupados.

         –¿Qué queréis, chicos? –fue la respuesta del guardia.

         –¿Podemos pasar, por favor? –dijo Julius, de nuevo, educadamente.

         –¿Es que no sabéis leer, o qué? –exclamó el rudo guardia señalando un cartel que había colgado de la pared– ¡Nadie puede entrar ni salir de Itsmoor si no es por una razón justificada o con un permiso del mismísimo rector!

         –Es que queremos ir al circo –mintió Bylo.

         –¿¡Cuántas veces voy a tener que repetirlo!? –gritó enfadado y de manera grosera el guardia– ¡Leed el puñetero cartel! ¡Lo pone en él!

         –Gra-gracias –dijo Bylo. Y ambos amigos se pusieron a leer el dichoso cartel mientras el carromato seguía su camino.

         –Mira, pone que para ir al circo hay que esperar a que venga aquí el puesto de venta de entradas –dijo Julius–. Por lo visto, sólo se puede ir en grupos de veinte personas y acompañados de los guardias –añadió–. Lo malo es que la siguiente función empieza a las cinco.

         –¡Lo ves, ya te lo avisé! –le recriminó Bylo a su amigo– Te dije que no había forma de salir. Kashia me contó que no dejan salir a nadie así, por las buenas –contestó Bylo.

         –¿Kashia? ¿Has estado con Kashia «Kashicereza»? –se mofó Julius.

         –No te rías, no tiene gracia –le recriminó Bylo–. Yo no tengo la culpa de que vaya detrás de mí. Por lo menos, me dio información útil.

         –Sí, de primera mano –dijo Julius sin poder contener la risa–. Me gustaría haber visto tu cara cuando te encontraste con ella.

         –La culpa es tuya –le volvió a reprochar Bylo–. ¡A quién se le ocurre quedar en un apestoso callejón! Apenas se podía respirar en él.

         –Bueno, bueno –atajó el alto muchacho–, tengamos la fiesta en paz. Si no encontramos pronto la manera de cruzar esas puertas, ya podemos ir despidiéndonos de la excursión por hoy.

         –Mira, ya han dejado pasar al carromato que reparte la harina a los obradores –informó Bylo.

         –Y lo han registrado de arriba a abajo –añadió Julius.

         –Sí. ¡Y eso que sólo lleva sacos de harina! –dijo Bylo.

         –Ya. Si hubiese llevado tocinos, no se habrían ni acercado –alegó Julius mientras se taponaba la nariz con dos dedos.

         –¡Eso es! –exclamó Bylo de repente– ¡Eres un genio, Julius!

         –¿Quién? ¿Yo? –dijo sorprendido el espigado muchacho– ¿Qué he dicho?

         –¡Démonos prisa, vamos antes de que terminen! Quizá sea nuestra oportunidad de salir –ordenó mientras echaba a correr.

         –¿Antes de que terminen? ¿Quiénes? –preguntó Julius todavía perplejo– No entiendo nada –añadió mientras seguía a su amigo.

         Bylo detuvo su carrera cuando estuvo a unos pocos metros del carro que transportaba la harina, el cual, comenzando su reparto habitual, estaba llegando a la primera de las panaderías de la ciudad.

         –¡Marcus! –gritó Bylo al conductor del carro– ¡Hey, Marcus! –volvió a repetir.

         –¡Ah, hola, Bylo! –dijo el hombre del carro mientras tiraba de las riendas para que su caballo redujese la marcha.

         Marcus era un hombre robusto que se había criado en el campo. Era el dueño del molino que abastecía de harina a las panaderías de Itsmoor y a las de los pueblos vecinos. Bylo lo conocía porque su padre le vendía una importante parte de su cosecha de trigo.

         –Marcus, ¿no llevarás un par de sacos vacíos por casualidad? –preguntó Bylo sin más dilación.

         –¡Claro! Mira a ver ahí detrás –contestó el hombre señalando la parte trasera del carro–. Coge cuantos quieras; los tienes de varios tamaños.

         –Gracias, pero sólo necesito dos –respondió Bylo–. Pero que sean bien grandes. Tan grandes como mi amigo –dijo bajo la asombrada mirada de Julius. Y, acto seguido, se subió al carro y, entre el montón de sacos, cogió dos muy grandes y los plegó todo lo que pudo.

         –Muchas gracias, Marcus –dijo Bylo una vez se hubo bajado del carro de un salto con ambos sacos bajo el brazo.

         –De nada, chaval –contestó éste.

         –¡Hasta luego, Marcus! –gritó Bylo mientras se encaminaba hacia la entrada al segundo anillo. Julius, estupefacto, le siguió de nuevo aún sin entender qué pretendía su amigo.

         Llegaron a la entrada del apestoso callejón donde habían quedado hacia un rato. Los dos trabajadores aún seguían cargando el carro con basura.

         –Pero, ¿¡me vas a contar de una vez qué es lo que te traes entre manos, o qué!? –preguntó Julius a su amigo.

         –Calla, no grites –susurró el muchacho a la par que llevaba el dedo índice a sus labios–. Está bien –asintió tras un par de segundos de pausa–. Este es nuestro billete de salida –dijo señalando el carro–. Cuando esos dos rufianes entren a recoger más basura, subimos al carro y nos metemos dentro de los sacos.

         –¿¡Ese es tu plan!? –dijo Julius frunciendo el ceño– ¿Meternos entre toda esa porquería?

         –Sí –contestó Bylo mirando fijamente a su amigo–. A no ser que tú tengas otro mejor, claro.

         –De acuerdo –dijo el esbelto muchacho tras pensarlo unos segundos–. Pero más vale que nos demos prisa porque no parece que les quede mucha más basura por sacar.

         No tuvieron que esperar demasiado hasta que ambos trabajadores coincidiesen en entrar a la vez para recoger los últimos restos de basura. Y, tal y como había planeado Bylo, se subieron rápidamente al carro y se metieron en los sacos justo en la parte contraria de donde estaban cargando los dos hombres.

         –Bueno, esto es lo último –dijo uno de los basureros–. A ver si la próxima vez el viejo no deja pasar tanto tiempo en la recogida, que el pobre caballo cada día está más arguellado y con menos fuerzas.

         El otro hombre rió y cerró la puerta del carro. Sacó de su bolsillo una bolsita con tabaco y se lió un cigarro. Tras encendérselo y darle una larga bocanada, lo apretó entre sus dientes y se montó junto a su compañero. El huesudo jamelgo, con paso perezoso, tardó un buen en rato alcanzar las puertas de la ciudad.

         –¡Alto! –gritó uno de los soldados levantando su mano– ¿Qué lleváis ahí? –preguntó.

         –Sólo llevamos basura, jefe –respondió uno de los hombres.

         –Sí –añadió su compañero–. Basura del Mago Errante lista para su revisión, mi general –dijo sarcásticamente.

         –Por cierto, cuando os subáis a revolverla –dijo el primer trabajador–, no os molestéis en mirar si hay alguna botella a medio terminar. Ya hemos dado buena cuenta de ellas –y, acto seguido, soltó un sonoro eructo.

         –Es verdad, jefe –volvió secundarle su compañero–. Aunque esta vez había alguna que tenía un gustillo un poco raro –dijo mientras sonreía mostrando sus amarillentos dientes.

         –¡Ah! –exclamó el otro basurero– Pues esa será en la que oriné. Y ambos trabajadores rompieron en carcajadas.

         –¡Largo de aquí, patanes! –gritó el soldado con cara de asco. E hizo una señal a otro de los guardias para que les dejara el paso libre.

         El carro arrancó y atravesó la puerta con Bylo y Julius dentro de sus sacos conteniendo las ganas de vomitar.


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