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5. La profecía del Oráculo

El grupo de amigos no tardó ni cinco minutos en ponerse en camino hacia la enfermería. Con Bylo y Julius en cabeza, la pandilla, se desplazaba por los pasillos de la torre con una gran sonrisa adornando sus caras. Al llegar al ascensor se encontraron con el profesor Gibson, el cual no parecía estar de muy buen humor, rasgo que, por otra parte, le caracterizaba.

         –Hola, profesor Gibson –saludó Bylo, secundado por el resto del grupo.

         –¡Ah...! Hola chicos. Buenas tardes –respondió éste, interrumpiendo sus pensamientos. ¿Qué tal está vuestro amigo? –preguntó– ¿Ya tenéis noticias de él? Le indiqué a Gloria donde debía avisaros.

         –¡Oh, sí! Ya está bien –dijo Julius respondiendo a las preguntas del profesor–. Ahora mismo vamos a verle a la enfermería.

         –¡Vaya, pues me alegro mucho! –contestó logrando esbozar una pequeña sonrisa– Ya os dije que estaba en buenas manos.

         –Sí –dijo esta vez Alana–. Estamos muy contentos.

         –¿Y ya sabéis qué mal tenía o qué fue lo que le ocurrió? –preguntó el joven profesor mientras se apartaba un mechón de pelo de la cara.

         –Pues esperamos que nos lo digan cuando lleguemos a la enfermería –respondió Bylo–, porque lo único que sabemos es que estuvo medio día desaparecido y cuando lo encontramos entrando en la biblioteca no podía sostenerse en pie.

         –Quizá estuvo haciendo ejercicio –dijo Travis mientras subían todos en el ascensor–. Y, tal vez, le dio un mareo o algo parecido. Suele ocurrir.

         –Es posible –dijo Bylo–, porque estaba totalmente fuera de combate. Bueno, nosotros nos apeamos aquí, profesor –informó cuando el ascensor hubo alcanzado la primera planta.

         –Pues, hasta luego, chicos –se despidió Gibson–. Y me alegro de la mejoría de vuestro amigo. ¡Ah!, por cierto –añadió, subiendo el tono de voz, pues el grupo ya había descendido del ascensor y éste continuaba su camino– ¡A partir de hoy, el toque de queda será a las nueve en vez de las diez!

         –¿He oído bien? –preguntó Alana– ¿Qué el toque de queda será a las nueve?

         –Pues eso parece ser –respondió Bylo frunciendo el ceño–. ¡Apenas vamos a tener tiempo para cenar! –se quejó.

         –¡Va, no seáis tan quejicas! –dijo Julius mientras abría la puerta de la enfermería– Al fin y al cabo, a nosotros nos da igual.

         Entraron en la enfermería ordenadamente. Dentro de ella reinaba un silencio sepulcral que, de vez en cuando, rompía el golpe de una pluma en un tintero de cristal o el pasar de hojas, ambos producidos por la mujer que presidía el mostrador.

         –¡Hola, Gloria! –saludaron alegremente y al unísono, Bylo y Julius.

         –¡Hola, pequeños diablillos! –saludó la simpática recepcionista– ¡Vaya, hay que ver cómo habéis crecido en estos últimos meses! ¡Estáis hechos unos hombretones! –exclamó jovialmente.

         Gloria y los chicos se conocían desde hacía bastante tiempo y habían hecho muy buenas migas de tantas veces que éstos habían visitado la enfermería. Con tantas trastadas que hacían no era nada raro encontrarles allí cada dos por tres. Pero, desde hacía una temporada, parece ser que a los chicos les había entrado un poco el conocimiento y la responsabilidad.

         –Gloria –dijo Bylo apoyándose en la mesa de información–, tienes aquí a un amigo nuestro. Es de nuestra edad, rubio...

         –No hace falta que me digas más –le interrumpió Gloria–. Hoy sólo tengo a un chaval y a un viejecito, por lo que no creo que haya ninguna duda de a quien venís a ver. Pero, ya sabéis que sólo se admiten dos personas por habitación –dijo–. Y vosotros sois cuatro.

         –Porfa, Gloria –dijo Julius poniendo cara de niño bueno–. Nos portaremos bien, te doy mi palabra. Y, además, estaremos poco rato.

         –Sí, Gloria, por favor –dijo Bylo uniéndose a la súplica–. Hazlo por los viejos tiempos.

         –Bueno, bueno... está bien –respondió la mujer, cediendo con facilidad–. Desde luego, ¡sabéis muy bien como camelarme! Pero no alborotéis, ¿vale? –añadió.

         –Te lo prometemos, Gloria –dijo Bylo poniendo la mano sobre su pecho–, nuestra conducta será intachable. Ya sabes que somos buenos chicos.

         –Sí, ya... por eso habéis acabado tantas veces aquí –respondió la mujer entre risas–. Lo encontraréis en la habitación número 16 –les indicó.

         –¡Gracias, guapetona! –dijo Julius mientras le guiñaba un ojo a la sonriente recepcionista.

         –Eres estupenda, Gloria –añadió Bylo echándole un beso con la mano.

         –Anda, entrad, bobos –dijo Gloria regalándoles una gran sonrisa–. Vais a conseguir sacarme los colores.

         Entre risas, Bylo abrió la doble puerta que daba paso a las habitaciones y entró por ella seguido del resto del grupo. Desfilaron en silencio por el largo pasillo hasta alcanzar la puerta número 16. Bylo la abrió y entró en primer lugar– ¿Cómo está mi empollón favorito? –dijo mostrando sus blancos dientes– Pero... ¿¡dónde puñetas está!? –exclamó– ¡Aquí no hay nadie!

         –Pero, ¿qué dices? –preguntó Julius, incrédulo– ¿Cómo que no hay nadie?

         –La habitación está vacía –respondió Bylo–. Entra y compruébalo por ti mismo.

         –Pero... ¡No puede ser! –dijo el alto muchacho entrando en la habitación y mirando alrededor.

         –Quizá se haya confundido de habitación la recepcionista –dijo Alana.

         –Voy a volver a preguntarle a Gloria –dijo Bylo mientras salía al pasillo y se encaminaba hacia la entrada–, quizá tengas razón. Aunque se me hace muy raro que Gloria se confunda en algo así.

         Cuando Bylo había recorrido poco más de medio pasillo, Alana le llamó– ¡Bylo, espera, Julius le ha encontrado! –el muchacho corrió por el pasillo tan rápido como sus pies se lo permitieron, entró de nuevo en la habitación y encontró a Julius ayudando a Gerald a regresar a la cama.

         –Estaba dentro del armario –le comunicó Darah en voz baja.

         –Se había metido en el armario –repitió Julius una vez hubo acostado y tapado a su amigo–. Y estaba hecho un ovillo, como si tuviera miedo o se estuviese escondiendo de alguien.

         –Escuché voces –dijo Gerald, tembloroso–. Me asusté mucho.

         –Pero, ¿miedo de qué? –preguntó Bylo– ¿O de quién? –añadió.

         –No lo sé –respondió el asustado muchacho–. Fue como un acto reflejo. Simplemente, escuché que alguien se acercaba e, instintivamente, me escondí en el primer sitio que encontré.

         –Pues ya ves que somos nosotros –dijo Julius suavemente a la par que estiraba las sábanas para deshacerse de una incordiante arruga.

         –Ya... pero... –comenzó a decir Gerald.

         –Y, ¿todas estas horas desaparecido? –le interrumpió Bylo– ¿Qué... qué te ha ocurrido? ¿Dónde te habías metido? Estábamos muy preocupados.

         –No lo sé –respondió el rubio muchacho–, no recuerdo nada. Dadme un vaso de agua, por favor –pidió tras destaparse hasta la cintura–, tengo una sed terrible.

         Julius, que era el que más cerca estaba de la mesa, llenó el vaso con agua de la jarra que había sobre ella y se lo acercó a su amigo. Gerald lo cogió y bebió con avidez.

         –¿Tampoco recuerdas que estuviste en la biblioteca? –le preguntó Darah.

         –Uh... No, no lo recuerdo –contestó tras devolver el vaso vacío a Julius–. Es como si tuviera un muro en mi cerebro.

         –Llevas casi un día entero desaparecido –le informó Bylo– y, de pronto, vuelves a la biblioteca. Es como si no estuvieras muy lejos de ella.

         –Yo... no sé... –dijo bajando la cabeza.

         –Vamos, amigo –le animó Julius–, debes intentar recordar. De algo tendrás que acordarte.

         –Ya lo intento –respondió–, pero cada vez que lo hago, me entra dolor de cabeza. Es como si mi subconsciente se negara a recordarlo.

         –Quien te haya hecho esto, ¡ten por seguro que lo va a pagar muy caro! –rugió Julius visiblemente enfadado.

         –A ver, a ver... mantengamos la calma –dijo Bylo mientras rodeaba la cama y se sentaba en la silla–. Empecemos por el principio. ¿Alguno recuerda si Gerald dijo o hizo algo raro antes de que desapareciera?

         El grupo se quedó pensativo. Julius se rascó la cabeza como si ese simple gesto le fuese a ayudar a recordar. Darah se sentó a los pies de la cama y se quedó mirando a Gerald. Bylo se frotó el mentón. Alana, simplemente, se quedó de pie.

         Al cabo de un par de minutos, Bylo rompió el silencio– Vale, ninguno recordamos nada raro en su comportamiento –dijo–. Este va a ser un asunto difícil.

         –Darah, según nos dijiste, tú piensas que Gerald no salió de la biblioteca, ¿verdad? –preguntó Julius.

         –Bueno, yo... –la muchacha titubeó–. Sí –contestó al final–. Pero tampoco lo puedo asegurar. Como ya os dije, pudo haberse ido en alguna de las ocasiones que fui a colocar libros. Aunque, y lo vuelvo a repetir, no es propio de él marcharse sin despedirse.

         –¿Y no entró nadie más? –preguntó de nuevo el alto chico.

         –No –respondió la muchacha–.  En la biblioteca sólo estuvimos él y yo. A no ser que entrase alguien sigilosamente mientras estaba por los pasillos...

         –¿Y no oíste ningún grito, ruido o sonido fuera de lo común? –volvió a preguntar Bylo–. Cualquier detalle puede ser importante.

         –No, juraría que no –respondió la guapa bibliotecaria mientras se quitaba las gafas.

         –Vale, supongamos que no salió de allí –dijo Julius–. Darah, ¿la biblioteca tiene alguna otra salida?

         –Sí, pero para llegar a ella hay que atravesar el despacho del director –respondió Darah mientras limpiaba sus gafas con un pequeño paño que había sacado del bolsillo–. Pero, cuando él no está, lo tiene cerrado con llave. Y anoche no vino.

         –Lo cual da más peso a mi teoría –dijo Julius cruzando los brazos–. Gerald, ¿no recordarás, por casualidad, haber entrado por una puerta secreta o haber recorrido un túnel, o algo así? –preguntó.

         Gerald negó con la cabeza– No sé, aún estoy muy confuso –dijo.

         –Julius cree que en la biblioteca hay una entrada secreta –le informó Bylo–. Y, ¿sabes, Julius? –dijo volviendo la cabeza hacia el alto chico–, estoy empezando a pensar que esa teoría tuya gana fuerza a cada minuto que pasa.

         –Yo no sé –dijo Alana–, pero este asunto se nos escapa de las manos. Deberíamos decírselo al rector.

         –¡De eso nada! –tronó Julius–. Sólo recurriremos a él como último recurso. ¿Estáis conmigo? –Todos asintieron– ¿Pues a qué esperamos? –casi ordenó– ¡Volvamos a la biblioteca y busquemos ese maldito pasadizo!

         –No, por favor, no me dejéis solo –pidió Gerald–. Llevadme con vosotros.

         –Pero Gerald, amigo mío –dijo Bylo con voz tranquila–, estás muy débil y tienes que guardar cama. Y, además, no creo que te dejen salir de la enfermería así, por las buenas, tan pronto.

         –Mira, haremos una cosa –interrumpió Julius–. Alana se quedará contigo y Bylo y yo iremos a la biblioteca a investigar. Darah vendrá con nosotros; puede sernos útil porque trabaja allí –explicó.

         –De acuerdo –dijo el rubio muchacho bajando la cabeza resignado.

         –Pues no perdamos más tiempo –dijo ahora Bylo–. Vamos a recoger las herramientas que necesitemos y vayamos a la biblioteca.

         –Pero, ¿no pensaréis entrar en la biblioteca así, sin más, y empezar a picar la pared, verdad? –preguntó Alana– ¡Haréis muchísimo ruido!

         –No te preocupes por eso –respondió Julius a su pelirroja amiga–. Desde que descubrí aquella pared hueca, no he dejado de darle vueltas a la cabeza, y creo que tengo el plan perfecto –dijo convencido.

         –Bueno –interrumpió Bylo–, pues larguémonos ya, ¡tenemos un misterio que descubrir!

         Abandonaron la enfermería, no sin antes despedirse de Gloria. Le avisaron de que Alana se quedaba con Gerald hasta que se terminase el horario de visitas. Después, salieron de la torre, la rodearon y llegaron hasta los jardines exteriores. Allí se encontraba un pequeño hombre agachado junto a una valla rota.
         Se trataba de Carl que, aparte de hacer todo tipo de trabajos de mantenimiento en la torre, era el encargado de que los jardines estuvieran en perfecto estado. Era un tipo pequeño que apenas llegaba al metro y medio de estatura (no en vano era un semi-enano), y fuerte, de anchas espaldas, poderosos brazos y pronunciada barriga. Era prácticamente calvo y tenía una fina perilla que cruzaba su mentón de oreja a oreja. Bylo y Julius se llevaban muy bien con él, ya que, siendo éstos unos críos, Carl les salvó la vida en el incendio que se había producido en la casa que los chicos se habían construido en la copa de un árbol. Desde aquel día se hicieron grandes amigos.

         –¡Hola, grandullón! –exclamó sarcásticamente Julius.

         –¡Hey! –respondió el fornido jardinero quitándose cuatro clavos de la boca y esbozando una gran sonrisa– ¿No sabéis que es de mala educación acercarse a hurtadillas a la gente?

         –¿Cómo te va, Carl? –preguntó Bylo, sonriente.

         –Anda, venid aquí, que os dé un abrazo. –dijo mientras dejaba el martillo en el suelo y abría de par en par sus fuertes brazos. Los chicos se acercaron a él y éste les rodeó con ellos con tal intensidad que casi les corta la respiración– ¡Lleváis más de un mes sin venir a visitarme, rufianes! –les recriminó.

         –¡Pero si nos vimos la semana pasada! –contestó Bylo mientras intentaba zafarse del poderoso abrazo.

         –¿Ah, sí? –dijo soltando a los chicos y frotándose la perilla– Ejem... ¡Pues parece que haya pasado más tiempo, pardiez! ¡Deberíais venir a verme más a menudo! –concluyó.

         –Es que ya hemos empezado el curso y apenas tenemos tiempo –dijo Julius.

         –Ya, bueno... A mí, tampoco es que me sobre mucho... ¡Pero cinco minutos de visita no matan a nadie! –refunfuñó– Bueno, al menos venís bien acompañados –dijo, cambiando de conversación y dirigiendo su mirada hacia Darah.

         –¡Ah! Esta es Darah –presentó Bylo–. Es la encargada de la biblioteca de la ciudad.

         –Encantado de conocerla, señorita Darah –dijo el semi-enano haciendo una graciosa reverencia.

         –Gracias –dijo la chica, esbozando una sonrisa–. El gusto es mío.

         –¡Vaya, y encima tiene una sonrisa encantadora! –dijo Carl– Vosotros, par de pillastres, sí que sabéis encontrar buenas amistades.

         –Carl –dijo Julius poniéndose serio–, queremos pedirte un favor.

         –Ya sabéis que si está en mi mano lo podéis dar por hecho –contestó.

         –Necesitamos un pico y una palanca –dijo Julius–. El pico, si puede ser, que no sea muy grande –añadió.

         –¿Y para qué diantres queréis un pico y una palanca? –preguntó el pequeño jardinero– Bueno, vale... mejor, no quiero saberlo –añadió agitando las manos–. Os los puedo prestar, pero no os metáis en líos, ¿vale?

         –Puedes estar tranquilo, Carl, que es para una buena causa –dijo Bylo–. Te los devolveremos mañana por la mañana.

         –Podéis devolvérmelos cuando queráis –dijo mientras se giraba y comenzaba a andar–, tengo herramientas de sobra. Pero, lo dicho, no os metáis en problemas.

         Los tres amigos le siguieron. Carl se metió en un pequeño cobertizo y, al cabo de un par de minutos, salió con una vieja mochila con las herramientas que los chicos le habían pedido.

         –Aquí tenéis –les dijo mientras acercaba la mochila a Julius–. El pico es algo antiguo, pero lo afilé hace poco y funciona de maravilla. Además, le hice un mango nuevo. De madera de edipo –puntualizó–. ¡Dura como el acero!

         –Gracias, Carl –le dijo Julius–. ¡Eres genial!

         –Sí –corroboró Bylo–, uno de los mejores amigos que se puede llegar a tener.

         –Bueno, bueno –dijo Carl sonriendo–, no os pongáis sentimentales que se me van a saltar las lágrimas –dijo sarcásticamente, y todos rieron.

         Se despidieron de Carl y se encaminaron hacia el portón que daba acceso al segundo anillo. Al llegar frente a la biblioteca vieron que unas vallas y dos guardias impedían la entrada a ella.

         –Buenas tardes –les saludó Bylo educadamente–. ¿Podemos entrar en la biblioteca, por favor?

         –Lo siento, chicos –respondió el más alto de los dos guardias–, la biblioteca está cerrada hasta nueva orden.

         –Pero, ¡necesitamos consultar urgentemente unos libros! Es para un trabajo de clase –mintió Julius.

         –Lo siento, pero no se puede entrar –volvió a decir el mismo guardia–, la biblioteca está en obras y, por seguridad, no está permitido el paso a nadie.

         –Pero... ¡yo trabajo ahí! –se quejó Darah.

         –¿¡Pero es que no habéis oído a mi compañero!? –dijo el otro hombre, malhumorado– Nos han dado órdenes de que no entre nadie y nuestro deber es hacer que se cumplan a rajatabla.

         –¡Vale, vale! –exclamó Julius– No hace falta ponerse así, caray. Vámonos, chicos –dijo a sus compañeros–. Ya vendremos en otro momento –Y, frustrados, encaminaron sus pasos hacia la torre.

         Al llegar al segundo cruce de calles, Darah se despidió de Julius y Bylo, no sin antes pedirles que le diesen recuerdos de su parte a Gerald. Los dos chicos prosiguieron su camino y, apenas habían recorrido cien metros, saliendo de una callejuela, un curioso hombre ataviado con un traje azul marino con rayas negras, se aproximó a ellos– ¡Eh, chicos! –les susurró. La pareja se detuvo– Chicos, ¿os puedo robar un par de minutos de vuestro tiempo? –preguntó.

         –¿Qué ocurre? –dijo Julius desconfiado.

         El hombre se despojó de su sombrero, a juego con su estrambótica ropa, y sacó de él una pequeña y arrugada bolsa de papel–. Mirad, tengo una cosa que quizá pueda interesar a unos muchachos jóvenes como vosotros –abrió la bolsa y extrajo de ella un pequeño objeto–. Es una pieza única –alegó. Colocó aquel objeto en la palma de su mano para que los muchachos pudiesen contemplarlo. Una pequeña semi-esfera hueca hecha de un cristal similar al de un espejo y del tamaño de media naranja, se balanceó en la mano de aquel extraño personaje.

         –Mire, señor, no tenemos tiempo para estas cosas –replicó Bylo.

         –Stan, mi nombre es Stan –informó a la vez que hacia una leve reverencia con la cabeza–. Y esta es una pieza única ideada por mí. Su nombre es "Fuego del astro diurno" y, como bien indica su nombre, sirve para hacer fuego con tan sólo la ayuda del sol. Esta pequeña maravilla puede ser vuestra por tan sólo...

         –Mire, señor Stan... –le cortó Bylo.

         –¡Oh!, por favor, tuteadme –dijo el hombre devolviéndole la interrupción.

         –Mira, Stan –dijo esta vez Julius algo irritado–, como te ha dicho mi amigo, tenemos prisa. Y, además, no llevamos dinero encima, somos estudiantes.

         –De acuerdo, de acuerdo –repuso el hombre–. En otra ocasión será –depositó el objeto en la bolsa y ésta, volvió a meterla en el interior de su sombrero. Acto seguido, volvió a hacer otra reverencia y se alejó por la misma calle que había aparecido.

         –Chiflado –dijo Julius entre dientes.


* * *


La parte occidental de Itsmoor se hallaba protegida por un gigante de roca llamado popularmente la Montaña de los Dioses. Su nombre provenía de una antigua leyenda que decía que los mismísimos dioses la habían colocado allí para proteger Itsmoor de la furia de Aques, el dios del mar que, celoso porque los humanos adoraban a sus otros hermanos, envió una enorme columna de agua a devastar la ciudad. La montaña frenó la colosal amenaza y salvó a Itsmoor de su destrucción. Ahora servía de morada al Oráculo.

         Del Oráculo, había quien decía que era sólo una leyenda; otros defendían que era el primer ser vivo de la creación y que tenía miles de años. También estaban los que afirmaban que lo habían visto y que era un ser de aspecto monstruoso que se alimentaba de vírgenes. Nadie, excepto la señora Mould, lo había visto. Ni tan siquiera el rector Delius, pese a haber estado varias veces en su presencia, sabía exactamente qué aspecto tenía, pues siempre hablaba tras una tupida cortina. Lo único que sabía es que tenía voz femenina.

         –Ánimo, Rasmus, ya falta muy poco –dijo Celine tras algo más de media hora de caminata.

         –Menos mal –respondió el rector–. Ya estoy demasiado mayor para estos "paseos" –argumentó–. Es una lástima no poder traer los caballos hasta aquí –dijo volviéndose hacia los dos soldados que les seguían unos metros más atrás.

         –Ya sabes que hay muchos tramos por los que no podrían pasar los animales –respondió la mujer–. Esta montaña es así de traicionera.

         –Si al menos pudiera usar mi magia... –dijo el rector– Con un hechizo de teletransportación ya habríamos llegado a nuestro destino –añadió mientras se apoyaba sobre la robusta rama que había adquirido durante el camino y que ahora hacía las veces de cayado.

         –La última vez que viniste tenías ocho años menos –le recordó Celine–. Entonces no te quejabas tanto –dijo sarcásticamente.

         –Sí, me acuerdo perfectamente –contestó el fatigado rector, parándose a llenar sus pulmones con una gran bocanada de aire–. Entonces podía seguir tu ritmo con mucho menos esfuerzo. Sin embargo, no parece que el paso del tiempo haya hecho mella en ti.

         –Gracias, lo tomaré como un cumplido –contestó, sonriendo, la huesuda mujer.

         Tras unos minutos de descanso, y después de que el rector hubiera recuperado el resuello, la pareja continuó el ascenso sin mediar palabra. Quince minutos más tarde llegaron a lo que parecía ser la entrada de una cueva, la cual se hallaba sellada por una roca circular. Celine entonó una especie de canción en un extraño lenguaje y la enorme roca rodó hacia la derecha dejando libre el acceso a la cueva. Se acercó a la entrada y cogió una de las antorchas que pendían de la pared de roca.
El rector hizo un gesto con la mano a los soldados para que esperasen fuera y siguió a la mujer a través de un estrecho y largo pasillo. Tras un par minutos de camino y unos cuantos cambios de dirección, alcanzaron una inmensa bóveda iluminada por no menos de un centenar de velas. Rasmus levantó la cabeza. El techo era tal y como lo recordaba: de un naranja tan intenso que parecía como si estuviera formado por brasas. La señora Mould colgó la antorcha a la entrada y se dirigieron hacia una especie de tienda situada en el otro extremo. Al llegar frente a ella, extendió su mano hacia la cortina que cubría la entrada de la tienda.

         –Buenas tardes, Oráculo –dijo el hombre tras escuchar un leve sonido que se asemejaba al choque de dos copas vacías.

         –Es un inusitado placer volver a hablar con usted, rector Delius –respondió una voz femenina al otro lado de la cortina–. Aunque me temo que no es una visita formal.

         –Tenemos un grave problema –dijo, sin más preámbulos, el hombre.

         –Un problema que nunca dejó de serlo –respondió el Oráculo.

         –Me temo que ese demoníaco ser vuelve a estar por ahí suelto, sin control –informó el rector.

         –Lo sé –dijo la enigmática mujer–. La profecía ya ha comenzado.

         –Me preocupa que este sea el principio de tu visión –dijo Delius apesadumbrado.

         –Lo es –afirmó el Oráculo con voz suave–. Pero recuerda que, aparte de destrucción, también vi salvación.

         –Sea lo que sea, el destino que nos espera no es nada alentador –dijo el rector fríamente–. Y debe de haber algo que podamos hacer. No podemos quedarnos de brazos cruzados.

         –Hay que dejar que el destino fluya por su cauce –dijo la aterciopelada voz femenina–. Cualquier cosa que se haga por intentar cambiarlo podría acarrear acontecimientos inesperados, incluso nefastos.

         –Pero ese ser escapó de su encierro pese a estar oculto y perfectamente vigilado –argumentó Delius–. Es capaz de cualquier cosa. ¡Hay que detenerlo a cualquier precio!

         –Y ese precio podría ser Ringworld –respondió la mujer– ¿Pagarías tan alto precio?

         –No –dijo el rector en un susurro a la par que agachaba levemente la cabeza.

         –Él vendrá a nosotros. Dejemos, pues, que el destino siga su irrefrenable curso. –concluyó el Oráculo. Y, acto seguido, volvió a sonar aquel peculiar tintineo.

         –Buenas tardes, Oráculo –dijo el abatido rector. Y regresó junto a la señora Mould que, antorcha en mano,  le esperaba al otro lado de la bóveda. Juntos, volvieron a recorrer el angosto pasillo que daba acceso a la entrada de la cueva.

         –Deberás regresar tú solo, Rasmus –dijo Celine–. Delius asintió con la cabeza y comenzó a caminar cuesta abajo acompañado de los dos soldados. Celine volvió a entrar en la cueva cerrando tras de sí la pesada roca circular que hacía las veces de puerta y se sentó frente a la tienda del Oráculo.

         –¿Por qué no le has contado todo, Irya? –preguntó.

         –Como tantas otras cosas –respondió la voz femenina–, hay secretos que deben quedarse en eso, hermana.


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