BIENVENID@  AL  BLOG  OFICIAL  DE  LA  SAGA  «BYLO»

4. La liberación del mal

El hombre tenía el pelo cano. Su edad era difícil de calcular debido al estado en que se encontraba y a la tupida barba que cubría su demacrada cara, pero era bastante mayor; Gerald supuso que tendría entre 60 y 70 años. Su expresión era triste, cansada, era el rostro de un hombre abatido. Sus grises ojos reflejaban una eterna angustia; eran pequeños y estaban hundidos entre las ajadas pieles que los circundaban.

         –Vete de aquí, chico –dijo el anciano con voz entrecortada, como si le faltara el aire–, te lo suplico. Vete y olvida que me has visto... y olvida que has estado aquí –de repente, tuvo un acceso de tos.

         –Pero yo no... –dijo tímidamente Gerald.

         –Date prisa, debes marcharte –volvió a insistir el hombre–. Corre tan rápido como tus pies te lo permitan y... –un nuevo ataque de tos, seguido por un punzante dolor en su pecho hicieron doblarse al anciano, hasta que cayó de rodillas en el suelo de la fría celda.

         –Señor –dijo Gerald–, ¿se encuentra bien? ¿Señor?

         Gerald se puso de puntillas y se asomó por la ventanilla de la puerta, aunque la oscuridad que reinaba en el interior de la celda no le permitió ver nada. Tan sólo oía al anciano gruñir, como si intentara contener un dolor con el que había cohabitado desde hace mucho tiempo. Y, de repente, todo cesó.

         –Señor, ¿se encuentra bien? –volvió a repetir el asustado muchacho– No... no me haga esto. ¡Conteste, por favor! –Nada. Sólo silencio.

         Gerald temió, horrorizado, que el demacrado anciano hubiese muerto. Esperó, conteniendo la respiración, con los cinco sentidos puestos en aquella celda. De repente, la cara del hombre volvió a aparecer a través de la pequeña ventana, lo que ocasionó que Gerald se llevase un susto de muerte.

         –¿Por qué me llamas «señor», chico? –preguntó en tono sarcástico– ¿Acaso no acabas de decir que me conoces?

         –Yo... no recuerdo su nombre –respondió Gerald bastante asustado–. Tan sólo sé que era...

         –¡Sácame de aquí, chico! ¡Abre esta puerta! –le interrumpió el hombre desesperadamente, asiendo tan fuerte los barrotes de la ventanilla, que sus nudillos tornaron blancos –Gerald se quedó paralizado sin saber qué hacer o decir–. ¡Abre esta maldita puerta! –volvió a gritar como si le fuera la vida en ello.

         –No... no hay cerradura ni pomo... ni ninguna palanca para abrirla –balbuceó Gerald mirando alrededor–. No sé... qué debo hacer.

         –¡Magia, estúpido muchacho, magia! –exclamó el anciano cínicamente– Se abre con magia, y tú puedes abrirla. He visto el anillo que llevas en tu mano izquierda –Gerald era zurdo.

         –Pe-pero yo... aún no soy mago –contestó Gerald, cada vez más aterrado–. Tan sólo voy a segundo.

         –Tienes un anillo, ¿no? –volvió a repetir el anciano mientras una chispa de locura brilló en sus profundos ojos grises– ¡Es más que suficiente! Porque es un anillo de mago, ¿no es así? –preguntó de nuevo en tono sarcástico. Gerald movió la cabeza afirmativamente– ¡Pues abre esta maldita puerta! ¡Ya! –volvió a ordenar el anciano, notablemente irritado.

         –Pero yo no sé qué hechizo necesito para abrirla –dijo, indignado, Gerald.

         –Quom-asha, chico, Quom-asha –dijo el anciano–. Usa el anillo y repite ese hechizo sobre la puerta.

         –Pero, usted, antes me dijo que me marchara –empezó a decir Gerald–. Incluso llegó a suplicármelo.

         –¡Olvídate de lo que dije, chico, y hazlo! –tronó el hombre con los ojos fuera de sus órbitas– ¡Libérame! ¿O es que no ves que tan sólo soy un pobre anciano? –argumentó, suavizando su tono de voz en la última frase.

         –Pero, si está aquí encerrado –contestó Gerald–, será por algo... malo –la última palabra la soltó en un susurro.

         –¡He sido encarcelado injustamente! –rugió el anciano– Y si, tal como dices, me conoces, sabrás que no soy malo –añadió–. Y además, ¡nunca conseguirás salir de este amasijo de pasillos sin mi ayuda! –gritó fuera de sí– ¿No ves que nos necesitamos mutuamente? –dijo, volviendo a bajar el tono de voz– Libérame y yo me encargaré que vuelvas a casa sano y salvo. Conozco estos pasillos como la palma de mi mano.

         Aunque no se fiaba del anciano, y tras unos segundos de indecisión sopesando los pros y los contras, Gerald optó por probar el hechizo en la puerta. Estaba demasiado cansado y asustado, y lo que más deseaba en ese momento era salir de ese horrible lugar–. Quom-asha –dijo por fin apuntando con su anillo a la puerta, pero no ocurrió nada.

         –Concéntrate, chico –dijo el anciano con tono suave–. Inspira profundamente y concéntrate.

         Gerald se obligó a superar la amarga mezcla de emociones que embriagaban su ser y volvió a repetir el hechizo obteniendo el mismo resultado. Y volvió a intentarlo de nuevo, esta vez procurando dejar su mente en blanco y concentrarse únicamente en aquella puerta que era su billete de vuelta al exterior. Nada.

         –No te pongas nervioso, chico –dijo el anciano rascándose sus plateados cabellos–. Estás demasiado tenso, debes relajarte. Piensa en algo alegre... ¡y en que es la única forma de que podamos salir de aquí! –concluyó apretando los dientes con fuerza.

         Gerald volvió a respirar profundamente hasta llenar sus pulmones de aire y lo intentó otra vez, y otra y... de pronto, ocurrió. La puerta se iluminó; después cambió a un intenso color rojizo, como si estuviera siendo calentada por las entrañas de un volcán; finalmente, un sonoro chasquido indicó el final del proceso y, volviendo a su estado original, la puerta se entreabrió.

         –¡Al fin! –dijo el hombre abriendo la puerta de par en par y plantándose frente a Gerald– ¡Al fin soy libre! –exclamó estirando los brazos y enseñando su amarillenta dentadura.

         Gerald dio un paso atrás, dudando de si lo que había hecho era lo correcto. Luego dio otro... y otro, hasta que su espalda se topó con la pared.

         El hombre se acercó a él con una escalofriante sonrisa en su boca– Perdona por mis modales de antes, chico –dijo con voz suave–. Pero pasarse unos cuantos años aquí encerrado pone los nervios de punta a cualquiera, ¿sabes? –añadió mientras miraba de soslayo a ambos lados del pasillo. Gerald intentó decir algo, más su garganta se negaba a emitir sonido alguno. De repente, el anciano alargó su huesuda mano y la puso sobre la frente del asustado muchacho, y para Gerald todo se tornó en una profunda oscuridad.


* * *


–¡Eso no tiene ni pies ni cabeza! –dijo Bylo gesticulando con ambos brazos– ¿Una biblioteca con puertas secretas y pasadizos? ¡Venga ya! Eso sólo pasa en los libros de aventuras –concluyó tajante.

         –Pues que yo sepa, es la única teoría que tenemos –dijo Julius–. Venga, ¿dónde está el Bylo que conozco que siempre está ávido de aventuras?

         –Seamos realistas, Julius, es una teoría demasiado... fantasiosa, diría yo –contestó Bylo–. Sí, ya sabes cuánto me gustan las aventuras, pero no por eso vamos sacarnos una de la manga.

         –¡Chicos! –dijo Darah acercándose al grupo con paso apresurado– ¡Mirad lo que he encontrado! –dijo mostrándoles un bulto que traía en sus manos– Es la mochila de Gerald. Alguien la ha dejado en un armario del mostrador.

         –¿Seguro que esa es la mochila de Gerald? –preguntó Julius algo escéptico– Mira que por aquí pasa mucha gente al cabo del día...

         –Sí, estoy segura, la conozco muy bien –contestó la muchacha–. Gerald siempre viene con ella a la biblioteca. Además, si os fijáis, tiene sus iniciales escritas –añadió señalando las letras «G.E» en un costado de la mochila.

         –¿Y eso qué quiere decir? ¿Que Gerald no salió de la biblioteca? –dijo Bylo dejando la pregunta en el aire.

         –Lo cual da más peso a mi teoría –dijo Julius.

         –O que se marchó apresuradamente –añadió Alana mirando de soslayo a su alto amigo.

         –Vamos a abrirla –ordenó Bylo–. A ver si encontramos alguna pista dentro.

         Darah depositó la desgastada mochila sobre la mesa más cercana, la abrió y comenzó a sacar su contenido. Libros, fruta, cuadernos, dos plumas, más fruta...

         –Nada –dijo Bylo–. No hay nada fuera de lo común.

         –Miremos dentro de los libros y de los cuadernos a ver si hay alguna nota o algo parecido –sugirió Alana, tras lo cual, los cuatro muchachos comenzaron a pasar páginas. Al cabo de unos minutos se dieron por vencidos, pues, aparte de un par de apuntes de clase, no había ningún indicio que les diese ni la más mínima pista sobre el paradero de su amigo.

         –Nada –volvió a quejarse Bylo–. Estamos perdiendo el tiempo –añadió agriamente mientras tiraba de mala gana sobre la mesa uno de los cuadernos de Gerald.

         –Darah –comenzó a decir Julius, con la intención de cambiar de tema–, ¿hay alguna habitación aquí detrás? –dijo señalando la pared que tenía a su izquierda.

         –No, que yo sepa –contestó la bibliotecaria–. Supongo que es una pared normal y corriente.

         –A Julius se le ha metido en la cabeza que detrás de esa pared hay un pasadizo secreto o algo así –dijo Bylo.

         –Bueno, antiguamente se tenía costumbre de hacer esas cosas, ¿no? –respondió Darah– Pero supongo que más bien se solía hacer en castillos o monasterios –puntualizó.

         –¡Pues yo sigo pensando que aquí hay algo raro! –rugió Julius golpeando la pared con la palma de la mano.

         –¿No irás a decir que Gerald está ahí dentro, verdad, perdido entre una maraña de pasillos... o un laberinto? –dijo Bylo desafiante– Y dime, ¿cómo puñetas ha entrado ahí? Yo no veo ninguna entrada.

         –No sé... –contestó Julius dubitativo– Yo sólo digo que es mucha casualidad que en la mesa que supuestamente estuvo anoche Gerald falte un candelabro y que haya cera seca desde la mesa hasta esa pared. Y, además, la pared parece estar hueca.

         –Y entonces, ¿qué se supone que debemos hacer? –dijo Bylo–, ¿coger un pico y hacer un agujero en la pared? –añadió, algo sarcástico.

         –Si hace falta, sí –replicó el alto muchacho de mala gana.

         –Mira, Julius, antes de precipitarnos, creo que lo mejor que podemos hacer es hablar con alguien que conozca bien la historia de esta biblioteca –dijo Bylo–. Supongo que deberíamos hablar con el director de la biblioteca. O, mejor aún, con el rector Delius.

         –Es una idea pero, ¿de verdad creéis que alguien nos va a hacer caso? –dijo Alana interviniendo en la discusión– Somos unos críos. Pensarán que estamos gastándoles una broma o algo peor. No nos tomarán en serio. Vosotros lo dijisteis antes –les recordó.

         –Me da igual lo que hagáis vosotros. Yo, aunque sea a mordiscos –espetó Julius sofocado–, pienso averiguar qué hay detrás de esa pared –y empezó a andar hacia la salida con paso firme y decidido.

         Bylo se quedó parado unos instantes mientras Julius se encaminaba hacia la entrada de la biblioteca, tras los cuales soltó una maldición y echó a correr tras su amigo– Vamos, Julius –le dijo en cuanto le alcanzó–, seamos realistas. ¿Una puerta secr...? –Bylo no pudo acabar la frase. La puerta de la biblioteca se acababa de abrir y por ella apareció una cara conocida.

         –¿Gerald? –dijeron ambos muchachos al unísono mientras corrían hacia su amigo– ¡Gerald!

         Gerald entró en la biblioteca tambaleándose. Le vino justo a Bylo para cogerle antes de que se desplomara contra el suelo. Alana y Darah, alarmadas por los gritos de los chicos, fueron corriendo a ver qué sucedía.

         –¡Es Gerald! –dijo Julius al ver a las chicas aproximarse– Y no parece que se encuentre bien –añadió.

         –Rápido, debemos llevarle a un médico –dijo Bylo con urgencia–, no tiene buen aspecto. ¡Y está helado!

         –Será mejor llevarle a los clérigos de la torre –sugirió Alana–. Ellos sabrán qué hacer.

         –Julius, ayúdame –ordenó Bylo mientras cogía a Gerald por debajo de las axilas. Julius, comprendiendo lo que quería hacer su amigo, agarró a Gerald por las piernas y entre los dos, como pudieron, lo levantaron.

         –¡Esperad un momento! –gritó Darah– La muchacha fue corriendo hasta el final del mostrador. Junto a él había un par de carros de los que usaba para llevar los libros a sus estanterías. De un manotazo vació el contenido de uno de ellos y lo empujó hasta donde los chicos sostenían a Gerald. El carro era lo suficientemente largo como para tumbar sobre él a Gerald, aunque las piernas le quedarían colgando. Después de colocarlo con sumo cuidado, bajo las curiosas miradas de los estudiantes que se habían reunido alrededor del grupo, salieron de la biblioteca en dirección a la torre.
         Cruzaron la puerta del segundo anillo a una velocidad quizá demasiado peligrosa para la salud de su amigo e, incluso, estuvieron a punto de volcar cerca de la entrada del primero. Parte de la gente que se hallaba por las calles se quedaba atónita al verles pasar. Otros, los que les conocían, apenas se sorprendieron de verles comportarse de aquella manera.

         Alana se adelantó para avisar del asunto a uno de los guardas de la planta y de que su amigo necesitaba urgentemente la atención de los clérigos. El guarda, en un principio no pareció creérselo, pero en cuanto vio a los chicos empujando la improvisada camilla, enseguida fue en su busca. Al cabo de poco más de un par de minutos que se les hicieron eternos al grupo, regresó con dos clérigos que bajaron raudos por el elevador con una camilla flotante. Pusieron sobre ella a Gerald y regresaron al elevador con él.

         –¡Vamos! –gritó Julius a sus amigos– Subamos con él –el grupo se puso en movimiento, pero el guarda se interpuso en su camino –Será mejor que esperéis aquí –dijo.

         –¡Pero es nuestro amigo! –se quejó Bylo mientras los clérigos alcanzaban la primera planta– ¡Nos necesita!

         –Lo sé, chicos –dijo el guarda con calma–. Pero no os van a dejar entrar. Así que os recomiendo que os lo toméis con calma y dejéis a los clérigos hacer su trabajo. Seguro que dentro de un rato os dejarán subir a verlo.

         –¡De eso nada! –dijo Julius, enfadado– ¡Yo voy a subir!

         –Julius –dijo Bylo echando su brazo por encima del hombro de su amigo–, el guarda tiene razón, nosotros no podemos hacer nada ahí arriba. Será mejor hacer lo que nos ha dicho. Vayamos a clase y más tarde subiremos a ver como está.

         –¡Vaya mierda! –rugió el alto chico visiblemente enojado.


* * *


Eran poco más de las tres de la tarde y el grupo estaba en uno de los dos bancos que había a la entrada de la enfermería. Se habían saltado la última clase, pero a ninguno le importaba lo más mínimo. Darah también se encontraba con ellos; había pedido permiso al director de la biblioteca para que le diese la tarde libre y éste, dada la naturaleza del asunto, se lo había concedido sin ponerle ninguna traba.

         –¿No están tardando demasiado? –preguntó Bylo poniéndose en pie.

         –Al menos podrían salir a informarnos de cómo va la cosa –añadió Julius sin parar de andar en círculos.

         –¿Dónde habrá estado metido todo este tiempo? –preguntó de nuevo Bylo.

         –No lo sé –respondió su alto amigo a la par que se sentaba–. Pero creo que no nos queda más remedio  que esperar a que se recupere y nos lo cuente él mismo.

         –Yo sólo me conformo con que Gerald esté bien –dijo Alana mientras cambiaba de postura en el duro banco de madera.

         –¡Espero que esta vez tengáis una buena razón para no estar en clase! –tronó una voz junto a ellos, sobresaltándoles. Se trataba del profesor Gibson y, pese a ser uno de los profesores más simpáticos de la torre, esta vez no traía cara de buenos amigos.

         Travis Gibson era uno de los profesores de magia de ataque. Era un hombre joven, de algo más de treinta años, de tez morena y ojos pardos. Lucía una larga melena negra que solía llevar atada con una coleta. Su camisa, con dos botones desabrochados, mostraba su musculoso torso. Era uno de los profesores preferidos del alumnado (sobre todo del femenino), ya que sus clases eran realmente amenas y divertidas. Además, gozaba de cierta fama de conquistador y más de una alumna estaba coladita por él.

         –¿Y, bien, chicos? –volvió a preguntar– ¿Alguno de vosotros podría darme alguna explicación al respecto?

         –Esto... señor Gibson... –comenzó a decir Bylo.

         –Ha ocurrido algo muy extraño, señor Gibson –le interrumpió Alana–. Nuestro amigo Gerald desapareció ayer, y hoy le hemos encontrado en un estado lamentable. No sabemos qué le ha podido ocurrir. Ahora mismo –continuó explicando– está en manos de los clérigos y llevan con él mucho tiempo. Estamos todos muy preocupados.

         –Es una buena razón –dijo el apuesto profesor–, pero no lo suficiente –añadió–. Podríais haber venido a ver a vuestro amigo... ¿Gerald habéis dicho? –Bylo asintió con la cabeza– Podíais haber venido a verle después de las clases. Además, ¿de qué os a servido? ¿Para estar aquí sentados esperando? Aquí está en buenas manos; los clérigos de la Torre del Anillo tienen una más que merecida fama de grandes curanderos, así que no deberíais preocuparos tanto, ellos se encargarán de que vuestro amigo recupere la salud.

         –Lo sentimos mucho, profesor –se disculpó Julius–. Pero para nosotros la amistad es lo primero, incluso por encima de los estudios.

         –Muy loable por vuestra parte –dijo el profesor Gibson– pero, como os he dicho, está en buenas manos y no hacía falta saltarse ninguna clase. Y, además, estando aquí no hacéis nada, así que... –Las palabras del profesor se vieron interrumpidas por la llegada de un hombre mayor escoltado por dos guardas.

         –Buenas tardes, muchachos –saludó el hombre dirigiéndose al grupo–. Travis, me alegro de encontrarte aquí, me has ahorrado el tener que enviar a alguien a buscarte. Necesito de tus... servicios –le dijo mirándole fijamente a los ojos.

         –Buenas tardes –respondió el afamado profesor– ¿Algún problema, rector Delius? –preguntó.

         –Desearía que vieses algo –contestó el rector– y me dieras tu opinión. Acompáñame, por favor –añadió mientras extendía su mano invitando al profesor a entrar en la enfermería. Gibson asintió con la cabeza.

         Rasmus Delius era el rector de la torre desde hacía más de 20 años, no en vano era el mago más poderoso que había entre sus muros. Su plateado pelo y su angulosa barba contrastaban extrañamente con el intenso azul de sus ojos. Una larga túnica, también de color azul, ocultaba sus piernas hasta los tobillos. Su bien reconocida sabiduría le permitía ser una de las personas que gozaban de la confianza del Patriarca, el cual le consultaba en muchas ocasiones e, incluso, le había dado pleno poder para gobernar Itsmoor; aunque a él no le gustaba el rango de gobernador y prefería que le llamasen por su nombre o, simplemente, «rector».

         –Por cierto, muchachos, –dijo Rasmus, volviéndose y dirigiéndose al expectante grupo de amigos– por vuestra comodidad, sería aconsejable que esperarais en vuestras habitaciones. Se os avisará debidamente en cuanto se sepa algo del estado de vuestro compañero. De eso se encargará vuestro profesor –dijo mirando a Gibson. Y ambos atravesaron la puerta que les separaba de su amigo, dejando ante ella a los dos guardas.


* * *


La enfermería estaba formada por un pequeño hall que daba acceso a tres puertas. La puerta de la izquierda servía como almacén en donde se guardaba material médico y plantas medicinales de todo tipo. La de la derecha daba acceso a una sala de curas y primeros auxilios. Por último, la puerta central, de doble hoja, daba acceso a las habitaciones de los pacientes. Junto a ella, se hallaba una mesa de información, tras la que se encontraba una mujer cuarentona con gafas, sin duda, la encargada de organizar todo el papeleo y de controlar quién entraba y salía de allí.

         –Buenas tardes, rector –saludó educadamente la mujer.

         –Buenas tardes, Gloria –dijo Delius correspondiendo al saludo–. Por favor, ¿podrías indicarnos en qué habitación se encuentra nuestro "huésped"? –preguntó.

         –Si se refiere al anciano que han traído esta mañana –contestó–, ha sido llevado a la habitación número 4.

         –Perfecto –dijo, complacido, el rector–. Muchas gracias, Gloria –añadió mientras se encaminaba hacia la doble puerta central.

         El largo pasillo tenía diez puertas numeradas a cada lado; en la pared de la izquierda se encontraban las habitaciones impares, y en la derecha, las pares. Al fondo se hallaban los servicios y las duchas de los pacientes.
         En ese mismo instante, un clérigo salió de la habitación número 4, saludó con una ligera reverencia de cabeza a los visitantes y se apartó a un lado dejando la entrada libre.

         –Después de ti, Travis –dijo Delius cortésmente al joven profesor. Éste, atravesó la puerta sin mediar palabra.

         La habitación, pese a no ser demasiado grande, estaba, al igual que las otras diecinueve, perfectamente equipada. En ella se encontraban una cama vestida con sábanas blancas, un armario de dos puertas para guardar la ropa, una pequeña mesa con un cuenco y una jarra con agua, y otro armario, éste más pequeño que el anterior, con medicamentos y material médico como vendas y frascos de medicinas. También había una vetusta silla a la derecha de la cama.

         –¡Pero...! –dijo, atónito, el joven profesor al ver al anciano que estaba postrado en la cama– ¡No puede ser posible! ¿Es...?

         –Sí, lo es, ciertamente lo es –respondió el rector interrumpiendo al profesor de magia de ataque–. No sabemos como ha podido ocurrir, pero este mediodía lo han encontrado entre los bancos del templo –añadió–. Está inconsciente y, al parecer, en él no hay ni rastro de ese... ser. Pero para estar completamente seguros, mi buen amigo, ahí es donde entras tú. Tu innata cualidad para sentir cosas del... "otro lado" será la prueba definitiva para cerciorarnos de ello.

         Gibson no necesitó más explicaciones, asintió con la cabeza y se acercó al lecho. Extendió ambas manos y las posó sobre el rostro del anciano que yacía en la cama. Inspiró profundamente, cerró los ojos y se concentró. Al cabo de unos segundos volvió a abrirlos.

         –Ni rastro –dijo–. Este hombre está purificado. Sin embargo...

         –¿Sí? –preguntó el rector al ver que el profesor mostraba un atisbo de duda.

         –Por un instante me ha parecido sentir... –dijo mirando a un punto fijo en la nada– una presencia. No la he notado en su interior –dijo apuntando con la mirada al inquilino de la cama–, pero ha sido tan leve que no sé si puede llegar a considerársela como tal.

         –Debemos estar seguros, Travis –dijo el rector con voz inquieta–. No podemos dar nada por sentado ni hacer las cosas a la ligera. Ya sabes el peligro que entraña ese ser.

         –Volveré a comprobarlo –dijo el profesor, y volvió a repetir el proceso–. Está limpio –dijo, convencido, al cabo de unos segundos.

         –Entonces, ¿no hay nada de qué preocuparnos? –preguntó Delius mirando fijamente al profesor.

         –No, rector, –dijo Travis seguro de sí mismo–. Ese ser ya no está dentro de él.

         El rector bajó la cabeza, pensativo. Al cabo de unos segundos, volvió a levantarla y suspiró. Salió de la habitación seguido por Travis y se acercó al clérigo que estaba a cargo del anciano, el cual aún seguía esperando en el pasillo, y conversaron durante unos instantes. Cuando terminaron, el rector hizo un leve gesto con la cabeza a Gibson y ambos salieron de la enfermería sin reparar en los jóvenes y vidriosos ojos que les observaban desde la puerta de la habitación número 16.


* * *


Eran las siete menos veinticinco de la tarde cuando llamaron a la puerta de la habitación de Julius. En ella se encontraba el grupo de amigos, incluida Darah. Hacía más de una hora que los tres alumnos habían salido de la última clase. Julius abrió la puerta.

         –Hola. –dijo un muchacho un par de años mayor que él, rubio, perfectamente peinado y con una fina túnica celeste, para más señas– ¿Bylo Giwet, Alana laMoont o Julius Teapot? –preguntó leyendo un pedazo de papel que llevaba en su mano derecha.

         –Sí, somos nosotros –respondió Julius.

         –¡Caray, me ha costado encontraros! Es la sexta habitación a la que llamo –explicó–. Me han enviado de la enfermería para que os avise de que vuestro amigo, un tal... Gerald Elrood –dijo volviendo a consultar el papel– está fuera de peligro y de que podéis visitarle si lo deseáis. Ya está consciente.

         –¡Genial! –exclamó Julius haciendo un gesto victorioso– ¡Gracias por el aviso!

         –¡Es una noticia estupenda! –coincidieron en decir ambas chicas.

         –¿En qué habitación está nuestro amigo? –preguntó Bylo acercándose a la puerta.

         –Uh... No me lo han dicho –contestó el rubio muchacho rascándose la cabeza–. Pero, no os preocupéis, que ya os lo dirán allí cuando lleguéis.

         –Pues, gracias de nuevo, majete –volvió a repetir Julius.

         El muchacho hizo un gesto con la mano en señal de despedida y Julius cerró la puerta. Se giró hacia el resto del grupo con una gran sonrisa dibujada en su cara, y se dispuso a decir algo, pero su amigo se le adelantó.

         –¿Qué tal si le hacemos una visita a cierto ratón de biblioteca? –dijo Bylo, visiblemente contento por las buenas nuevas.


* * *


El despacho del rector Delius ocupaba una buena parte del último piso. Sus paredes estaban vestidas con estanterías repletas de libros y una gran mesa redonda con una reproducción a escala de Itsmoor presidía su centro. La pared norte albergaba una vitrina con puertas de cristal verde-azulado y una mesa con toneladas de papeles. El despacho tenía tres puertas, aparte de la de entrada; una de ellas comunicaba con los aposentos del rector, otra con un pequeño cuarto a modo de sala de lectura, y la tercera, la cual siempre estaba cerrada mágicamente, daba acceso al corazón de la torre. Dos grandes ventanas ojivales alimentaban de luz todo el conjunto.

         –¿Cómo ha podido suceder? –dijo el rector Delius– ¿Cómo es posible que haya podido escapar de su confinamiento? ¿Dónde está ahora? –preguntó de nuevo– Demasiadas preguntas y ninguna respuesta.

         Con él, reunidos en torno a su mesa, aparte del profesor Gibson, se encontraban una alta y huesuda mujer y un fornido militar.

         –Es posible que después de todo este tiempo nuestro amigo haya, por fin, logrado acabar con ese diabólico ser –dijo el militar–, que su parte humana haya vencido a su parte maligna. Era su misión. Al fin y al cabo, él mismo pidió su encierro para intentarlo.

         Goobard Reylis era el capitán y máximo responsable de la guardia de Itsmoor. Era un hombre robusto, de piel muy morena (al igual que su pelo) y con una respetable perilla negra con trazos plateados adornando su cara. Se notaba que era un hombre que se había forjado en batalla; una cicatriz que recorría su mejilla izquierda, desde la oreja hasta la comisura de su boca, era prueba palpable de ello. Vestía una casaca azul tras la que sobresalía una enorme espada acomodada en la parte izquierda de su cinturón. Bajo su brazo derecho sostenía un casco del mismo color que el resto del impoluto uniforme. A pesar de su ruda voz, sus modales estaban a la altura de los presentes.

         –El Oráculo ya nos avisó de que esto llegaría a suceder y de que ese espíritu demoníaco es prácticamente indestructible –objetó la mujer–. Y todos pensamos entonces que teniéndolo encerrado se acabarían nuestros problemas –añadió–. ¿Acaso pensábamos que se iban a arreglar solos? Y eso de dejar a un hombre encerrado... ¡Por favor! Yo, por supuesto, me negué desde el principio, a pesar de que él lo pidiera. Y no se me hizo caso –dijo con el semblante serio–. Y también dije que había que buscar la forma de deshacernos de él, incluso poner todo Ringworld patas arriba si hiciera falta. ¡Y tampoco se me hizo caso! –dijo con cierto disgusto– ¿Y ahora, qué?, ¿ha desaparecido así, por las buenas, de la noche a la mañana? No, no... aquí hay algo más. No quisiera pensar mal, pero esto no ha terminado –concluyó.

         La señora Mould era una mujer de unos cincuenta años. Era el enlace entre el Oráculo y el exterior, pues nadie, excepto el Patriarca, el rector y un par de personas más en todo Ringworld tenían permitido estar en su presencia. Era una mujer alta, de casi un metro ochenta, y muy delgada. Su pelo, el cual ya empezaba a perder su negrura natural, era excesivamente corto, lo cual ocasionaba que muchas veces la gente la confundiese con un hombre.

         –Quizá tengas razón, Celine –dijo Delius–. Y te pedimos disculpas por ello. Debimos haber actuado en su momento –reconoció con pesar–. Pero el caso es que ahora volvemos a tener el mismo problema y debemos hacer cualquier cosa para solventarlo definitivamente. Lo primero será no bajar la guardia, no sabemos lo que ha ocurrido... ni lo que va a ocurrir –añadió con amargura–. Si ese ser anda por ahí suelto, vamos a tener un gravísimo problema. Ya sabéis lo que ocurrió antaño y lo que hizo antes de que lo capturásemos. Es extremadamente peligroso.

         –¿Y si el capitán Goobard tiene razón? ¿Y si ha muerto? –opinó el profesor Gibson– Yo no lo sentí en el cuerpo del anciano. Puede que haya conseguido acabar con él definitivamente –alegó.

         –Aún así –contestó el rector– debemos ser prudentes y estar preparados ante cualquier cosa. Como ya he dicho antes, no sabemos lo que ha ocurrido y, mientras se investiga, no debemos bajar la guardia y tomar las medidas oportunas.

         –La verdad es que sabemos bien poco de la naturaleza y poder de ese ser –dijo Goobard–. Puede haber mutado, o puede que haya regresado al infierno del que salió. Incluso, puede estar aletargado o algo así dentro de su anfitrión.

         –Eso no puede ser, yo mismo me cercioré de ello. Está completamente limpio –alegó Gibson–. Aún así, comparto la opinión del rector, debemos estar vigilantes ante cualquier acontecimiento sospechoso.

         –Bien. Debemos actuar rápido. Para empezar, capitán –dijo el sabio rector dirigiéndose a Goobard–, quiero que se doble la guardia en la torre y que haya patrullas en la ciudad. Y, sobre todo, que no salga nadie de estas murallas sin una buena razón; quiero que cada persona que intente salir de estos anillos, esté totalmente controlada. Hay que evitar a toda costa que salga al exterior. Y tú, Travis, –continuó, esta vez dirigiéndose al joven profesor– te encargarás de comunicarle al director Resker de que quiero que el alumnado se entere de que el toque de queda será, a partir de ahora, una hora antes. No quiero que, bajo ningún concepto, ningún estudiante salga de su habitación pasadas las nueve. Y... quizá sea el momento de hacer una visita al Oráculo –concluyó, mirando a la señora Mould.


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