BIENVENID@  AL  BLOG  OFICIAL  DE  LA  SAGA  «BYLO»

3. Buscando a Gerald

La habitación de Gerald estaba situada una planta más arriba, a unos treinta pasos de las escaleras. Los tres muchachos se asomaron cuidadosamente y miraron a ambos lados.

         –Bien –susurró Bylo–. Voy a llamar a su puerta. Julius, vigila el pasillo. Y tú, Alana, las escaleras. Si viene alguien, me avisáis –ordenó.

         Julius y Alana se colocaron tal y como les había dicho Bylo. Éste, por contra, se dirigió a la puerta de la habitación de su rubio amigo y, tras girar el pomo y cerciorarse de que ésta se hallaba cerrada, la golpeó suavemente con los nudillos– ¡Gerald! –gritó por lo bajo– Gerald, somos nosotros, ¿estás ahí? –no hubo respuesta. Transcurridos unos segundos, volvió a intentarlo, obteniendo el mismo resultado–. ¡Pssst! ¡Julius, ven! ¡Acércate! –le dijo a su alto amigo haciéndole señas e intentando gritar lo menos posible. Julius echó un último vistazo al pasillo y fue hacia Bylo tan rápido como sus pies se lo permitieron.

         –¿Qué pasa? –preguntó– ¿No contesta? –Bylo negó con la cabeza.

         –¿No sabrás por casualidad la contraseña de su puerta? –preguntó.

         –¡Uff! –bufó Julius rascándose la cabeza– La verdad es que no tengo ni idea. ¿Has probado con su nombre?

         –No, aún no he probado ninguna –respondió Bylo. Y acto seguido probó con la que le había dicho su amigo– ¡Deblocum Gerald! –dijo apuntando con su anillo al pomo de la puerta. Pero no ocurrió nada.

         –Inténtalo con el nombre de su ciudad natal  –volvió a sugerirle Julius.

         –Vale –asintió Bylo– ¡Deblocum Somol! –pero la puerta continuó cerrada a cal y canto.

         –Pues tampoco –dijo Julius–. Prueba a ver con el nombre de su padr…

         –Chicos, no vais a dar con la contraseña –les interrumpió Alana–. Suele usar títulos de libros que le gustan o de alguna palabra o frase nueva que aprende en ellos. Y en esos temas, me temo que no estáis muy...

         –¡Alana! ¿Qué estás haciendo aquí? –le recriminó Bylo, interrumpiéndola– ¿Por qué has abandonado tu puesto?

         –A estas horas no pasa ningún vigilante por esta planta –replicó la muchacha–. Cuando no puedo dormir –comenzó a explicar al ver la cara de incredulidad de sus amigos– me doy un paseo por los pasillos y observo las rutas de los guardias.

         –¿Y por qué puñetas no nos lo has dicho antes? –se quejó Julius, frunciendo el ceño.

         –Pues porque no hacía falta que estuviéramos los tres aporreando la puerta, y como os veía tan... –comenzó a decir Alana.

         –Bueno, bueno... vale. No importa –dijo Bylo cortando la discusión–. Pero, ¿te sabes la contraseña o no? –le preguntó a la pálida chica.

         –¡Pues claro que no! –contestó tajantemente.

         –¿Y cómo diantres sabes que tipo de contraseñas usa Gerald? –preguntó Julius, curioso.

         –Pues porque un día salió la conversación y…

         –¡Silencio! –ordenó Bylo interrumpiendo de nuevo a su amiga– Creo que he escuchado algo.

         Los tres callaron y agudizaron el oído. No tardaron en escuchar un sonido que les resultaba familiar. ¡Darwin! Era Darwin, el gork de Gerald, olisqueando la puerta.

         –¡Hemos despertado a Darwin, y ya sabéis como es! Además, parece ser que a Gerald se le ha olvidado echar el hechizo Mutos. Así que vayámonos antes de que se ponga a lloriquear y a arañar la puerta –dijo Bylo poniendo la mano sobre el hombro de Julius–. Si lo hace, despertará a todo el mundo y nos meteremos en un buen lío.

         Sin pensárselo dos veces, los tres amigos regresaron velozmente a las escaleras y bajaron los peldaños con rapidez. A mitad de camino, Bylo alargó el brazo repentinamente e hizo una señal con él indicando a sus amigos que se agacharan.

         –¿Qué pasa? –susurró Julius.

         –Viene alguien –respondió Bylo en el mismo tono de voz que su amigo. En efecto, unas voces se acercaban a su posición–. ¡Rápido! ¡Subid! –ordenó con urgencia.

         El trasnochador trío regresó al piso superior a la mayor velocidad que su postura les permitía. Dos hombres, provistos con sendos matacandelas, iban apagando las velas de la segunda planta a la par que bromeaban y reían. El grupo esperó pacientemente a que las voces de los dos hombres, alternadas con risas, volviesen a perderse por el largo pasillo. Fue entonces cuando, al retomar las escaleras, Bylo se percató de otra presencia y volvió a frenar el avance de sus amigos. Un rechoncho muchacho con una lámpara escondida bajo un largo abrigo, y que sacaba de vez en cuando para iluminar su camino, corrió velozmente hacia la habitación situada a los pies de la escalera. En su alocada carrera, algo se deslizó de uno de sus abultados bolsillos y fue a parar al suelo. El muchacho se giró con la intención de recogerlo pero, recapacitando en el acto, se volvió hacia la puerta y pronunció cuatro palabras: «Deblocum tarta de chocolate». La puerta se abrió y el misterioso chico desapareció tras ella.

         –¡Ahora! –exclamó Bylo y, tras lanzar un hechizo de luz, el grupo descendió las escaleras restantes a toda velocidad. Bylo se agachó y recogió del suelo el objeto que se le acababa de caer al orondo muchacho y, metiéndoselo en su bolsillo, continuó corriendo hasta la habitación de Julius. Nada más entrar, los tres se dejaron caer como fardos sobre el espacioso sofá.

         –¡Pues no hemos hecho nada yendo a su cuarto! –se quejó Julius– Y, además, han estado a punto de pillarnos.

         –Hemos tenido suerte –dijo Bylo tan pronto hubo recuperado el resuello–. ¿Y ahora qué? –preguntó.

         –¿Y si le intentamos localizar con la Wrallie? –sugirió Alana.

         –¡Claro! –exclamó Bylo mientras metía su mano en el bolsillo derecho del pantalón y sacaba una especie de canica– ¡Cómo no se nos habrá ocurrido antes!

         La Wrallie era una bola de cristal de un tamaño un poco más grande que una cereza. Su nombre comercial era «Canica Mágica Wraller» (en honor a Justin Wraller, su creador), pero prácticamente todo el mundo la llamaba «Wrallie». Era un juguete que se vendía en paquetes de seis unidades por medio prat. Las seis canicas iban mágicamente "conectadas" entre sí, de forma que si se frotaba una, ésta brillaba al estar cerca de cualquiera de las otras cinco. Cuanto más cerca se encontraban, más rápido destellaba. Los niños las solían usar para jugar a un juego similar al escondite al que habían bautizado con el nombre de «Buscawrall».

         –No servirá de nada –objetó Julius–. Sólo perderéis el tiempo.

         –¿Por qué dices eso? –preguntó Alana.

         –Desde luego... ¡qué mala memoria tenéis! –respondió Julius apoyando ambas manos en los hombros de sus amigos– Gerald se quedó sin ella el lunes cuando se le cayó en el pasillo y el zapato de algún desalmado la hizo añicos. ¿O es que no os acordáis? Además, se me olvidó darle otra. Así que...

         –¡Es verdad! –exclamó Bylo– ¡Ya no me acordaba!

         –¡Pues vaya faena! –se quejó Alana, poniendo los brazos en jarra– Ahora no nos queda más remedio que esperar a mañana.

         –No os preocupéis, seguro que Gerald está en su cama durmiendo como un tronco –dijo Julius poniéndose en pie para quitarse la chaqueta–. Además, ¿qué le podría pasar? Tan sólo ha ido a la biblioteca.

         –¿¡Un guirlache cubierto de chocolate!? –exclamó repentinamente Bylo.

         –¿Qué? –preguntó Julius volviéndose hacia su amigo. Éste sostenía una especie de objeto alargado en su mano.

         –Al chico ese que hemos visto y que con tanta prisa se ha metido en su cuarto, se le ha caído un guirlache cubierto de chocolate –explicó Bylo.

         –No, si ya se le notaba que le gusta la comida más que a ti –dijo Julius, guasón–. Y, viendo lo bien preparado que iba, creo que no es la primera noche que se da un garbeo por la cocina.

         –¿Estáis insinuando que ese chico sale por las noches a robar comida de la cocina? –dijo Alana.

         –Al menos, su comportamiento parece indicar que sí –respondió Bylo–. Y, por lo visto, tiene un problemilla con los dulces.

         –Y con las lombrices –añadió Julius sarcásticamente.

         –Por cierto, ¿os habéis fijado quién era? –preguntó Alana.

         –Ni idea –respondió Julius–. Aunque, su panza se parecía mucho a la de Rudy Grosar.

         –Ya le preguntaremos mañana –dijo Bylo dando un mordisco al dulce.

         –Yo, lo que lamento es que no hayamos conseguido saber si Gerald ha regresado a su cuarto –volvió a decir Alana sin poder quitarse de la cabeza a su rubio amigo–. No sé... tengo un mal presentimiento.

         –Venga, mujer, deja ya de preocuparte por Gerald, que seguro que ha venido tan cansado de leer libros y de escribir en su cuaderno que se ha ido a la cama nada más entrar en su habitación... Y, a lo mejor, ¡hasta se ha quedado dormido con ropa y todo! Así que... ¡Ala! –dijo cambiando el tono de voz–, cada mochuelo a su olivo, que ya es tarde y quiero dormir un rato, que mañana aún es viernes y hay que madrugar.


* * *


La primera clase se pasó volando para Julius y Bylo pues, aunque les tocaba otra vez clase de hechizos de defensa, el profesor Irimort no había podido acudir porque no se encontraba bien. Sustituyéndole, estaba la señorita Melamir. Con ella, las clases eran más divertidas pues, como esa no era precisamente su especialidad, metía la pata constantemente. Más, siempre encontraba la manera de excusar su torpeza en cada situación con una frase divertida o ingeniosa, lo cual acababa en carcajada colectiva. Aunque, en sus clases de plantas y pociones, no era tan divertida... ¡ni mucho menos!
         En el descanso, como todas las mañanas, se reunieron con Alana en los bancos que había junto al elevador oeste de la planta baja.

         –¿Sabéis algo de Gerald? –fue lo primero que la chica preguntó– ¿Lo habéis visto? –ambos muchachos negaron con la cabeza.

         –Viniendo hacia aquí nos hemos encontrado con Tremor, el chico que se sienta delante de él, y nos ha dicho que esta mañana Gerald no ha ido a clase –informó Bylo, adelantándose a su amigo.

         –¡Pues volvamos a su cuarto a ver si está! –ordenó la pelirroja.

         –No te molestes en ir –dijo Bylo–. Ya hemos estado nosotros y lo único que hemos conseguido es poner nervioso a Darwin.

         –¡Seguro que le ha pasado algo! –dijo Alana visiblemente preocupada– Esto no es normal en él. ¡Deberíamos comunicarlo en dirección!

         –¡Hey, hey, no tan deprisa! –exclamó Julius– Bylo y yo sabemos de buena tinta como se las gastan los de ahí arriba. Si vamos y les contamos lo que ocurre, y luego resulta que Gerald aparece, pensarán que les estábamos tomando el pelo y nos castigarán.

         –Puede que Julius tenga razón –dijo Bylo coincidiendo con su amigo–. Quizá se le han pegado las sábanas. O, a lo mejor, ha tenido un lío de faldas –argumentó–. Él cree que nadie se ha dado cuenta, pero yo sé de buena tinta que está coladito por la bibliotecaria, esa chica bajita de gafas con cara de niña buena –explicó tras hacer una pequeña pausa.

         –Está bien, indagaremos un poco –dijo la pelirroja cediendo con relativa facilidad–. Sabemos que la biblioteca es, en teoría, el último sitio en el que estuvo. Deberíamos empezar por allí.

         –Vale, la biblioteca lleva abierta desde las diez, así que después de clase de Historia nos acercaremos por allí –dijo Bylo–. Y le preguntaremos a esa chica a qué hora se fue Gerald, si es que realmente anoche estuvo allí. A ver qué descubrimos.


* * *


Gerald despertó con un terrible dolor de cabeza. Se sentó en el suelo y se tocó la frente; un prominente chichón, unido a un líquido viscoso, le anunciaron que el golpe había sido algo más que eso. La oscuridad allí era, si cabe, aún más pronunciada que en la estancia anterior, por lo que volvió a lanzar el hechizo Lumia-Ovo, aunque esta vez, apenas servía de nada en aquel lugar. Sin levantarse del suelo, palpó a tientas a su alrededor, pues no quería volver a tropezar de nuevo. Tras analizar el suelo, se levantó y repitió la operación con las paredes. Aparte del escalón que le había hecho perder el equilibrio y la estantería que se interponía entre él y el exterior, sólo encontró una pared a cada lado, por lo que dedujo que se encontraba en un pasillo o pasadizo muy estrecho en el que apenas cogían dos personas adultas a la vez. Asustado, gritó pidiendo ayuda a la par que aporreaba la estantería que se había cerrado tras él– ¡Socorro! ¡Darah! ¡Me he quedado encerrado! –Esperó unos agónicos segundos y volvió a gritar, esta vez con más fuerza si cabe. Pero tampoco ocurrió nada, ya que las gruesas paredes de roca ahogaban sus gritos. Así que comenzó a andar por el estrecho pasillo confiando y rezando por encontrar una salida al final de éste.
         Pasó un buen rato caminando hasta que se paró a descansar. Aquel lúgubre pasadizo parecía interminable. Al principio, empezó a memorizar las esquinas que había doblado y hacia qué dirección pero, o estaba dando vueltas en círculo, o el pasadizo era enorme. Lo que sí había observado es que tenía cierta inclinación, por lo que dedujo que estaba descendiendo. Y, para colmo de males, le seguía doliendo la cabeza, tenía frío y su estómago empezaba a gruñir, razón que le hizo recordar las piezas de fruta que había dejado en su mochila– ¡Eso es! Seguro que alguien ve mi mochila y encuentra la estantería abierta... ¡y seguro que entran a buscarme! –pensó esperanzado. Aunque enseguida se dio cuenta de que nadie repararía en aquel galimatías de la pared y la manera de accionarlo.
         Continuó andando y, al cabo de otro buen periodo de tiempo, le pareció oír algo en la lejanía. Un… ¿sonido metálico? Se paró en seco. ¿En realidad lo había oído, o tan sólo era producto de su imaginación? Agudizó el oído durante un par de minutos, pero no volvió a escucharlo, por lo que continuó caminando en la, hasta ahora, única dirección posible. Cubierto otro buen trecho, comprobó que la oscuridad remitía, pues ya podía vislumbrar las rocosas paredes. ¿Estaría saliendo del campo de efecto del hechizo? Siguió por el angosto pasillo y al doblar una esquina se topó con una puerta con firmes barrotes de hierro–. ¡Una verja! –exclamó.
         Súbitamente, otra vez volvió a oírse ese sonido. Era como si alguien golpearse un objeto metálico. Y esta vez había sonado muy cerca de donde Gerald se encontraba. Demasiado cerca. Y la sangre se heló en sus venas.


* * *


Eran las doce y cuarenta y seis minutos cuando los tres amigos volvieron a reunirse. El día era soleado a pesar de estar a mediados de Septiembre, aunque unos grandes nubarrones provenientes del noroeste presagiaban lluvias en los próximos días. Mientras atravesaban los jardines exteriores de la torre, un grupo de chicos les adelantó corriendo y gritando.

         –¡Gio! ¡Eh, Gio! –gritó Bylo, reconociendo entre el grupo a Gio Robson. El chico de pelo acaracolado tardó en reaccionar ante la llamada de Bylo, pero al final, frenó en su carrera y giró la cabeza– ¡Aquí, Gio! –volvió a gritarle Bylo mientras le hacía señas con el brazo. Gio, tras dudar un par de segundos, empezó a caminar con paso apresurado hacia el trío.

         –¿Qué es lo que ocurre? –le interrogó Bylo– ¿Por qué corréis? ¿Dónde está el fuego? –concluyó sarcásticamente.

         –¡El cigco Dguessus está a las afuegas de Itsmoog! –el muchacho tenía cierta dificultad a la hora de pronunciar la erre– ¡Se puede veg a los animales mágicos y a los gladiadogues! ¿No vais vosotgos a vejlos? –concluyó gesticulando nerviosamente.

         –Em... No –contestó Bylo tras aflorar cierto recuerdo que se hallaba desde hace tiempo perdido en su memoria.

         –Pues no deveguíais pegdégoslo –dijo Gio entusiasmado–, ¡es alucinante! –Y, sin más, soltó un «Adiós» y echó a correr continuando su camino.

         Bylo lanzó una mirada de complicidad a Julius, el cual estaba reprimiendo una carcajada. Ambos sabían que no era aconsejable para ellos acercarse al circo Dressus.

         Los hermanos Dressus, Zhack y Rion, eran los dueños del circo y viajaban por todo Ringworld mostrando las criaturas más increíbles y raras que el ojo humano pudiese ver, además de los espectaculares gladiadores y un montón de diversas atracciones más, algunas de ellas, únicas.
         Cierto día, hace algo más de un año, después de la última función, Bylo y Julius se quedaron escondidos entre las caravanas del circo para ver un poco más de cerca a las fascinantes criaturas. ¡La liaron parda! Enredando, abrieron la jaula de una cravia. El fantástico animal, una especie de lagarto alado de casi dos metros de longitud, escapó del circo mientras los dos chicos eran sorprendidos por ambos hermanos, de los cuales consiguieron huir por los pelos. Al personal del circo le costó dos días con sus respectivas noches volver a capturar a tan preciado y raro animal. Desde entonces, los circenses hermanos se la tienen jurada a los dos amigos.

         –Yo nunca he estado en el circo –dijo Alana–. Podríamos ir alguna tarde.

         –¡Noo! –gritaron ambos muchachos al unísono.

         –Err... esto... –comenzó a decir Julius viendo que la muchacha se había quedado expectante y extrañada a partes iguales.

         –Lo que Julius quiere decir –dijo Bylo, echándole un capote a su amigo– es que a nosotros no nos gusta el circo.

         –¡Vaya par de sosos! –dijo Alana frunciendo el ceño. Y, con paso firme, la pelirroja reanudó la marcha hacia la biblioteca en busca de respuestas que les ayudasen a dar con el paradero de su amigo Gerald.


* * *


El sonido había sonado tan cerca que parecía como si hubiesen golpeado la verja que tenía frente a él, pero allí no había nadie; debería de proceder de algún lugar tras ella. El rubio muchacho empujó la puerta, pero ésta ni se inmutó. Estaba cerrada... o bloqueada. La examinó detenidamente y observó que no disponía de cerradura alguna, por lo que se puso a inspeccionar las frías paredes. Gracias a que la oscuridad había remitido bastante, Gerald pudo ver una palanca a la derecha de la puerta, disimulada en un hueco de la dura pared de roca.

         –Estoy perdido y no hay otra salida –reflexionó–. Debo intentarlo o jamás conseguiré salir de aquí –se dijo obligándose a no perder la esperanza. Así que tiró de la palanca, pero ésta apenas se movió. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para hacer que la oxidada palanca, por fin, cediera. La puerta se deslizó hacia un lado con un interminable quejido.

         Avanzó por el nuevo pasillo, más ancho que el resto del camino que llevaba recorrido, y observó que allí se podía ver bastante mejor, pues, a medida que avanzaba, la oscuridad perdía su batalla contra la luz. Entonces pudo ver que en la pared derecha de aquel sombrío pasillo había una serie de puertas de hierro que disponían de una ventanilla de unos cincuenta centímetros protegida con firmes barrotes; en su parte baja poseían una pequeña puertecilla deslizante, seguramente, para pasar comida.

         –¡Unas mazmorras! –pensó, fascinado y horrorizado a partes iguales– ¡Unas mazmorras bajo la biblioteca!


* * *


El grupo entró en la biblioteca con paso decidido. Al otro lado del mostrador, como siempre, se encontraba Darah. La muchacha se hallaba ensimismada tomando apuntes de los libros devueltos y comprobando que se encontrasen en perfecto estado.

         –¡Buenos días! –exclamó Bylo.

         –Baja un poco la voz, por favor –pidió amablemente la chica–, hay personas leyendo. Buenos días –concluyó.

         –Oh... sí... perdón –se disculpó Bylo en un tono de voz más moderado–. Verás, estamos buscando a un amigo que estuvo aquí anoche –dijo yendo directamente al grano–. Se llama Gerald, es rubio y...

         –Oh, sí. Le conozco –dijo la muchacha sin dejar terminar a Bylo– Sí, anoche estuvo aquí. Vino buscar información para hacer un trabajo de Historia.

         –¿Podrías decirnos a qué hora se fue? –preguntó, de nuevo, Bylo.

         –Pues, la verdad es que no sabría decírtelo. Cuando cerré ya no estaba –respondió la muchacha–. Lo raro es que se marchó sin despedirse, algo inusual en él –puntualizó–. Supongo que se iría en alguna de las ocasiones en las que estuve colocando libros en las estanterías.

         –O sea, que no le viste salir –dijo en esta ocasión Alana, inquisitiva.

         –Pues no y, repito, es muy raro, porque siempre que llega o se marcha, se acerca al mostrador a decírmelo –contestó con cara de asombro.

         –¿Estuvo con alguien? –interrogó esta vez Julius– ¿Quizá... alguna chica?

         –No, él era la única persona que había en la biblioteca. Bueno, él y yo. ¿Por qué? ¿No le habrá pasado nada, verdad? –preguntó, preocupada, la bajita muchacha.

         –Aún no lo sabemos –le informó Bylo seriamente  mientras giraba la cabeza de izquierda a derecha–. No está en su habitación y, además, hoy no ha ido a clase.

         –¿Le notaste algo raro? –interrumpió Julius– ¿Nervioso, quizá?

         –No. Era el mismo Gerald de siempre –respondió la chica–. Amable, educado... Le sellé su pase y luego se dirigió al pasillo 6.

         –Gracias –le agradeció cortésmente Bylo–. Y, si te acuerdas de algo más, por favor, no dudes en decírnoslo. Vamos a ver ese pasillo 6 –dijo dirigiéndose a sus compañeros tras la atenta y sorprendida mirada de la guapa bibliotecaria.

         Estanterías y más estanterías, libros y más libros. Así era el pasillo 6. Así eran todos los pasillos de la biblioteca. Y, al final de él, un par de mesas con cuatro sillas cada una y tres candelabros apagados, dos en una mesa y uno en la otra.

         –Pues parece que venir hasta aquí no nos va a servir de mucho. No se ve nada raro –dijo Bylo–. Un par de mesas con sillas... Y ni un solo indicio de que Gerald haya estado aquí.

         –¿Os habéis percatado de que en esta mesa falta un candelabro? –dijo Alana señalando la mesa que se encontraba a su izquierda.

         –Sí, eso estaba mirando –dijo Julius.

         –¿Y qué? –replicó Bylo– Cualquiera puede haberlo cambiado a otra mesa. O quizá lo hayan retirado porque estaba roto.

         Julius, haciendo caso omiso a las palabras de su amigo, se puso a examinar la mesa que tenía un solo candelabro en busca de alguna pista– Cera seca –dijo al cabo de unos segundos–. Hay cera de vela en la mesa –repitió, y se puso a mirar por todas partes.

         –Hay más aquí, en el suelo –le indicó Alana–. Y llega hasta aquí –dijo señalando una estantería.

         Julius se acercó al tramo de pared que había al lado de la estantería, posó su oreja en ella y, al cabo de unos segundos, comenzó a golpearla. Tras unos cuantos mamporros, exclamó: «¡Esta pared está hueca!».


* * *


Gerald contuvo la respiración y continuó caminando con todo el sigilo que pudo hasta que ese sonido volvió a romper el silencio. Se detuvo frente a una puerta; estaba totalmente convencido de que aquel inquietante sonido había sonado al otro lado de ella. Un nuevo golpe metálico le sacó de dudas. Fuera lo que fuera, procedía de aquella celda.

         –¿Qui-quién...? –balbuceó con el miedo atenazándole las cuerdas vocales.

         –Tú no eres Leronn –dijo repentinamente una voz al otro lado de la fría puerta. Gerald notó como se le erizaba todo el vello del cuerpo–. ¿Quién eres?

         –Yo... –contestó tras unos segundos de indecisión y con el corazón en un puño– Yo... me he perdido. ¿Qui-quién es?

         –No deberías estar aquí, muchacho –dijo la extraña voz–. ¿Cómo has conseguido entrar?

         –Yo... la biblioteca... la estantería... –balbuceó el asustado muchacho. Entonces, una cara se asomó por entre los barrotes. Un rostro que, a pesar de estar maltratado por el paso del tiempo, Gerald reconoció al instante– U-usted... Yo le conozco... Pero... ¡no puede ser! –dijo aturdido por la sorpresa– ¡Usted está muerto!


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