BIENVENID@  AL  BLOG  OFICIAL  DE  LA  SAGA  «BYLO»

2. El pasadizo secreto

Itsmoor estaba rodeada por tres muros concéntricos que protegían la ciudad de cualquier ataque. Y, aunque ahora no eran necesarios porque Ringworld vivía una época dorada de paz, hace no demasiados años sirvieron como bastión contra los ejércitos de Xel Cateel. Y es que Itsmoor fue una de las pocas ciudades del continente que resistió ante las ansias de poder de Cateel, el invasor que unos dicen que vino de más allá del Mar del Norte y otros aseguran que provenía de una legendaria torre que nadie sabe a ciencia cierta si existió.

      Las zonas habitables entre los muros eran llamadas «anillos». En el tercer anillo (el más cercano al exterior) predominaban las residencias de la clase trabajadora; aunque también estaban ubicados el cuartel militar, el mercado y algunos edificios viejos, muchos de ellos en desuso. El segundo anillo albergaba, mayoritariamente, las casas de los más adinerados, así como los comercios más importantes, dos escuelas, la biblioteca, un pequeño hospital y el templo de Tharr. Y, por último, en el primer anillo, en el corazón de Itsmoor, estaba construida la torre de magia.

      Julius volvió la cabeza y la observó con orgullo a la luz de la luna. Desde pequeño había soñado con verla de cerca. Y ahora estaba allí, entre sus muros, llenando su tiempo con lo que más le gustaba hacer. Desde los once años se había empeñado en estudiar en ella y, gracias a su padre, por fin lo había conseguido. La recorrió una vez más con la mirada antes de continuar su camino.

      Eran poco más de las nueve y media cuando pasaba por el portón que daba acceso al segundo anillo, en el cual se hallaba la biblioteca. Le gustaba pasar sus ratos libres entre libros, y aunque la torre contaba con su propia sala de lectura con muchos de ellos, él prefería visitar la biblioteca de la ciudad porque era mucho más completa. Aunque esa no era la única razón por la que Gerald se sentía atraído por ella. Darah, la chica que se encargaba de mantener cada libro en su estantería correspondiente, también era un buen repulsivo para visitarla de vez en cuando, aunque realmente no necesitara consultar ninguno de los numerosos tomos con los que contaba. Y parecía que a Darah tampoco le molestaba en absoluto que Gerald se pasara por allí– «Ella siempre tiene una sonrisa para mí» –pensó mientras alcanzaba el primer peldaño de las escaleras que se postraban ante la entrada de la biblioteca. Sin embargo, esa noche, una poderosa razón le atraía hacia ella.
      Con la punta de su dedo índice, se subió las gafas hasta lo alto de su tabique nasal y respiró hondo. Giró el pomo de la puerta y la abrió de golpe, pues sabía que ésta chirriaba en demasía y así el molesto ruido duraría menos tiempo. Para su sorpresa, parecía que dicho problema había sido resuelto.

      –Buenas noches, Darah –saludó suavemente tras acercarse al mostrador. Su voz sonó casi como un susurro.

      –Hola, Gerald –contestó jovialmente la muchacha que se hallaba al otro lado del vetusto mueble–. Hacía días que no venías por aquí –dijo mirando fijamente al rubio muchacho.

      Darah era bajita, apenas llegaba a metro y medio; lucía una preciosa trenza negra como el azabache. Los brillantes y enormes ojos que se escondían tras unas gafas de color marrón oscuro también eran negros como la noche. Vestía una ceñida bata azul que hacía las veces de uniforme de trabajo.

      –Bueno... sí... –dijo Gerald intentando no atollarse al hablar– Es que el principio de curso está siendo más intenso de lo que esperaba.

      –Pero seguro que eso no es nada para ti, Gerald –contestó la chica–. Eres un buen estudiante. Y seguro que uno de los que mejores calificaciones tiene de toda la clase –añadió esbozando una de esas sonrisas que a Gerald le cortaban la respiración.

      –Er... bueno... –comenzó a decir el muchacho mientras sus carrillos comenzaban a sonrojarse– No me puedo quejar.

      –Bueno, ¿y qué te trae por aquí a estas horas? –preguntó la muchacha apoyando los codos en el mostrador– ¿Buscas algo en especial?

      –Tengo que hacer un trabajo para clase de Historia y el tiempo se me echa encima –contestó el rubio muchacho mientras se frotaba el ojo derecho por debajo de las gafas–. ¡Y aún no tengo muy claro sobre qué hacerlo! –exclamó.

      –Si quieres, te puedo sugerir algunas ideas –dijo la muchacha.

–¡Claro! –exclamó  Gerald– No me vendría nada mal alguna de tus sugerencias. Siempre que me recomiendas un libro, aciertas de lleno.

      –Vamos a ver... –dijo la muchacha adoptando una pose pensativa– ¿Qué te parece sobre los antiguos pobladores que reinaron el continente? ¿O, tal vez, sobre todos los Patriarcas que ha tenido Ringworld hasta la fecha?

      –Ya sabía yo que podía contar contigo  –respondió el rubio muchacho mientras sus carrillos continuaban cogiendo color–. Lo malo es que ahora me has puesto en un compromiso... ¡las dos ideas son geniales!

      –Pues cuando te decidas, no tienes más que decírmelo y te ayudo a encontrar la información –dijo Darah mostrando su inmaculada sonrisa–. Aunque a veces creo que te conoces la biblioteca mejor que yo.

      –Em... por supuesto, Darah –contestó, intentando no ruborizarse más de lo que estaba.

      –Pues aquí me tendrás hasta las once –dijo la muchacha mientras se apartaba de la frente un rebelde mechón de pelo–. Por cierto... Ya sabes que son las reglas... –dijo con voz suave.

      –Sí, sí, claro –respondió el muchacho mientras deslizaba una mano al interior de su chaqueta. Tras un par de segundos, volvió a sacarla con una tarjeta de color plateado entre sus dedos–. Aquí tienes –dijo a la par que la dejaba sobre el mostrador.

      –Gracias, Gerald –contestó la chica recogiéndola sin apartar la mirada del muchacho. Sacó un sello de uno de los cajones y, tras apretarlo sobre una esponja impregnada de tinta, la selló con contundencia–. Y, ya sabes... si necesitas ayuda, no tienes más que decírmelo –volvió a repetir tras soplar sobre la tinta del pase. A continuación, se lo devolvió.

      –Por supuesto. Gra-gracias, Darah –balbuceó de nuevo el tímido muchacho mientras recogía el pase de manos de la guapa bibliotecaria. Y, girándose, se perdió entre los pasillos repletos de libros.


* * *


Desde principio de curso, el cuarto de Julius había sido el elegido para las "reuniones" por ser el más amplio de los del grupo, ya que, por capricho (o error) del arquitecto o por mera casualidad, las habitaciones situadas perpendicularmente a los elevadores eran más grandes que el resto. Además, como este año no había tantos alumnos como en años anteriores, muchos de ellos no compartían habitación, lo cual les daba mayor libertad.

Llamaron a la puerta. Tres golpes seguidos y dos más pausados. Era la contraseña que el grupo tenía para saber que era uno de ellos. Julius se levantó y abrió la puerta con determinación. Como suponía, era Alana; ésta, portaba una pequeña mochila sobre su hombro derecho. Julius asomó la cabeza y miró al pasillo en ambas direcciones– ¡Rápido, pasa! –le dijo con urgencia. Las normas de la torre eran muy claras al respecto: ningún alumno podía salir de su habitación pasadas las diez de la noche (a no ser que fuera por una razón de peso), pero el grupo se saltaba esa norma muy a menudo. A veces se juntaban para hacer los deberes, otras para celebrar alguna fiesta improvisada, y otras porque, simplemente, deseaban estar un rato juntos antes de acostarse.

      Alana, a pesar de entrar en la habitación con toda la celeridad que pudo, estuvo cerca de que el alto muchacho la pillara con la puerta– ¡Hey, cuidado, bruto! –se quejó. El muchacho sonrió traviesamente.

      En el amplio sofá se encontraba Bylo. Echado a sus pies estaba Pommet, el perro de Julius. Éste, miró a la recién llegada, bostezó y volvió a recostar la cabeza.

      –¡Ya era hora! –se quejó Bylo mientras se estiraba.

      –¡Hey, no me regañes! –exclamó la muchacha– ¡Tenía un montón de tarea por hacer!

      –Ya, ya –dijo Julius frunciendo el cejo–. Seguro que has estado chismorreando con alguna de tus amigas. Quizá con la "novia" de Bylo –soltó socarronamente.

      –No empecemos... –se quejó Bylo.

      –¡Pero bueno! –ahuyó Alana poniendo los brazos en jarra– ¡Desde cuando tengo que...!

      –Bueno, bueno, haya paz –intervino Bylo levantando las manos–. Ya estás aquí, y eso es lo que importa. Y no como cierto empollón...

      –Sí, pero a eso ya estamos acostumbrados –corroboró Julius–. Ese ratón de biblioteca... ¡Le va a salir humo por las orejas de tanto estudiar!

      –¿Y qué tiene de malo ser aplicado? –dijo Alana saliendo en defensa del rubio muchacho– Gerald es uno de los mejores estudiantes de la torre, y seguro que el día de mañana llegará a ser un poderoso mago al cual respetará todo el mundo. ¡Y además es nuestro amigo, porras!

      –Vale, vale, no he dicho nada –contestó Julius lanzando una mirada de complicidad a su amigo–. ¡Mujeres! –maldijo entre dientes–. Por cierto –dijo de repente–, ¿a que no sabéis qué he encontrado en uno de los cajones del armario?

      –¿Otro regalito del anterior dueño de esta habitación? –preguntó Bylo.

      –No creo que sea precisamente del anterior dueño –apuntó el alto muchacho.

      –¿Y eso? –preguntó Bylo con curiosidad.

      –Lo que he encontrado esta vez ha sido una llave –aclaró Julius–. ¡Y parece que tiene la tira de años!

      –¿¡Ah, sí!? ¡A ver! –pidió el muchacho con urgencia.

      –Voy, voy –dijo Julius–. Impaciente –Añadió. Se acercó a una vieja cómoda, abrió un cajón y sacó un pequeño objeto–. Aquí está –dijo triunfante mientras lo dejaba sobre la mesa situada frente al sofá–. Estaba atrapada en uno de los laterales del cajón –explicó–. Por eso se atascaba al abrirlo.

      Bylo cogió con dos dedos la diminuta llave. No mediría más de cuatro centímetros y, ciertamente, parecía muy antigua. El mango, exquisitamente trabajado, tenía la forma de un pequeño murciélago, y sus dientes, terriblemente desgastados, evidenciaban que había sido usada en múltiples ocasiones– Parece la llave de un cajón –dijo.

      –Yo diría que, por su tamaño, es de un joyero –apuntó Alana asomando la cabeza tras Bylo–. O de un reloj –añadió.

      –Es posible –dijo Julius–. Pero creo que nunca lo sabremos –Y, acto seguido, cogió la llave de la mano de su amigo y volvió a guardarla en el mismo cajón de donde la había sacado.

      –Pues hoy parece ser el día de las antigüedades –dijo la pelirroja.

      –¿Lo has traído? –preguntó el alto muchacho.

      –Sí, pero cuidado con él –contestó la chica–. Si mi padre se entera de que lo he cogido...

      –Tranquila, que sólo le echaremos un vistazo rápido –dijo Julius–. Además, no hay de qué temer, un anillo de mago es indestructible –argumentó.

      –¡Que te crees tú eso! –replicó la muchacha.

      –¡Venga ya! –contestó bruscamente el esbelto muchacho– Todo el mundo sabe que nuestros anillos son eternos.

      –Sí –afirmó rotundamente Bylo poniéndose de parte de su amigo–. Si supieras la de golpes que se han llevado los nuestros...

      –Desde luego... ¡que poco leéis! –recriminó Alana a ambos chicos–. Si, de vez en cuando, os diese por ojear vuestros libros de clase, habríais visto que en uno de los últimos temas del libro de Historia se habla de ello.

      –¡Bah! soltó Bylo casi al unísono que su espigado amigo.

      –¿No os lo creéis? –preguntó la chica, desafiante– Saca tu libro de Historia, os lo mostraré –dijo dirigiéndose a Julius.

      –Da igual, da igual –contestó Julius–. De todas formas, no vas a conseg...

      –Julius... –dijo Alana alargando el nombre de su amigo mientras le miraba fijamente.

      –Vale, vale, ya lo traigo –dijo el muchacho dándose por vencido ante la insistencia de su amiga y, acto seguido, se acercó al armario, sacó la mochila de clase y rebuscó en su interior–. Aquí lo tienes –dijo tendiéndole el libro.

      –A ver... –dijo la pelirroja a media voz mientras pasaba las páginas– ¡Aquí! –exclamó triunfal al encontrar lo que buscaba. Y comenzó a leer un extracto del libro:

«Todo mago posee un don natural que le permite "duplicar" (por llamarlo de alguna manera) su anillo a sus descendientes. El anillo se va adaptando perfectamente al dedo del pequeño mago según va creciendo éste.

Si a un mago se le rompe o se le pierde su anillo, o una persona normal y corriente tiene un hijo con dones mágicos, el anillo debe ser creado o reparado (depende del caso) por un forjador de anillos».

      –Bla, bla, bla... Luego habla de un tal Ryon Gersell –informó la muchacha–. Por lo que pone, debe de ser el mejor forjador de anillos de todo Ringworld... o, al menos, uno de los más famosos.

      –Bueno, vale, tú ganas –dijo casi de mala gana Julius–. Y, ahora, por favor, ¿vas a enseñarnos lo que has traído?

      Alana, con una pícara sonrisa adornando su cérea cara, cerró el libro y se lo devolvió a su amigo. Después,  introduciendo la mano en el interior de la mochila que había traído, extrajo un objeto envuelto en un pedazo de tela. Lo desenvolvió, dejando a la vista un pequeño joyero de madera, el cual dejó sobre la mesa. Giró el pasador y abrió la tapa. Cogió un objeto metálico y lo sujetó con dos dedos.

      –¡Guau! –dijo Bylo a la par que Julius soltaba un silbido– ¡El anillo del mismísimo Varen! –El dorado anillo tenía dos serpientes exquisitamente talladas, enroscadas entre sí, que recorrían toda su superficie–. Por cierto, este dibujo no lo lleva el tuyo –observó.

      –Ya, ni el de mi padre –respondió la pelirroja–. Pero creo que es porque mi abuelo se lo hizo personalizar por un forjador de anillos. Quizá por el tal Gersell del que habla el libro de Historia –alegó mientras pasaba suavemente el dedo por el anillo.

      –Este es el anillo que estuvo a las órdenes del mismísimo Patriarca, ¿verdad? –preguntó Bylo.

      –Sí –respondió la muchacha–. Mi abuelo fue uno de los magos más poderosos y populares de Ringworld. Lo que le valió para convertirse en el hombre de confianza del Patriarca durante años, hasta que... –calló momentáneamente– ocurrió aquello.

      –¡Tu abuelo fue todo un héroe! –alegó Bylo–. Sólo que el destino le tenía deparada una inesperada sorpresa. ¿Quién iba a imaginar que el mismísimo hermano del Patriarca fuera un traidor? –añadió mientras posaba la mano sobre el hombro de su amiga– No debes avergonzarte ni entristecerte por ello. Tu abuelo no pudo hacer nada por evitarlo.

      –Sí, pero ese... acontecimiento... –se paró para tragar saliva– ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Por qué tuvo que quitarse la vida? –dijo amargamente, casi con lágrimas en los ojos.

      –No te atormentes más, Alana –dijo Julius tratando de calmar a su amiga–. Bylo tiene razón, tu abuelo no pudo evitarlo. Lo único malo del asunto es la decisión que tomó después. Además, ocurrió hace mucho tiempo.

      –Bueno, bueno, cambiemos de tema, ¿vale? –dijo Bylo tratando de acabar con la incómoda conversación– ¿Qué tal si lo vuelves a guardar en su caja y jugamos un rato al Rodro? –Alana, con lágrimas en los ojos, asintió tímidamente con la cabeza a la par que devolvía el anillo al interior del joyero.

      El Rodro es un juego de mesa para magos en el que pueden jugar hasta un máximo de 4 jugadores, individualmente o por equipos. Se juega sobre un tablero de madera con agujeros. Cada jugador dispone de 6 fichas y en cada turno, cada uno de ellos debe lanzar un hechizo (el mismo para todos) para desplazar una de sus fichas e intentar que ésta empuje una o varias fichas de los otros jugadores para que estas caigan en los agujeros o fuera del tablero (cosa más difícil a causa de que el tablero tiene un pequeño borde alrededor). Gana el último jugador con fichas sobre él.

      –Bien –dijo Julius mientras guiñaba un ojo a su amigo–. En un periquete lo traigo.

      –¡Ale! Pues preparad vuestros anillos. ¡Hoy volveré a ganar yo! –exclamó Bylo bravuconamente.


* * *


Las estanterías del pasillo 6 estaban repletas de libros sobre la historia de Ringworld. Pobladores, costumbres, guerras, arte, la antigua realeza, lenguas olvidadas... y no dudaba ni por un momento de que allí encontraría información sobre la verdadera razón de su visita nocturna a la biblioteca.
      Al principio no le dio importancia, pero tener varias noches seguidas el mismo sueño no podía ser una coincidencia. Y el extraño símbolo que aparecía en ellos era tan intrigante como el hecho de verse transportado al pasillo 6 cada noche. Tenía la convicción de que existía una conexión entre ambos. Y, además, estaba convencido de que lo había visto con anterioridad fuera de sus sueños.

      Recorrió el pasillo hasta el final sin apartar la vista de las estanterías que había a ambos lados. Se acercó a una de las dos mesas que había junto a él, dejó su roída mochila sobre una de las sillas y, regresando a las estanterías, comenzó a buscar con afán entre los libros. «Lenguas perdidas», «La familia Corintho: el verdadero poder tras el poder», «Mitos y leyendas de Ringworld», «El Bestiario de Alexander Pinglet»... Ninguno de los títulos parecía acercarse a lo que estaba buscando. Metió la mano en uno de los bolsillos de su pantalón y sacó un pedazo de papel arrugado, lo desplegó y lo contempló detenidamente. En él había dibujado el símbolo que protagonizaba sus sueños: una especie de triángulo con la parte inferior parcialmente abierta, lo que otorgaba a su interior el aspecto de una punta de flecha. De nuevo, la sensación de que lo había visto antes, y no solamente en sus "visiones nocturnas" como él las llamaba, embriagó sus sentidos. Se quedó pensativo por unos instantes, pero por más que lo intentó no pudo recordar donde había sido–. La clave está en este pasillo –se dijo. Giró sobre sí mismo y miró las paredes. Levantó la mirada y vio que a unos dos metros de altura, unos escudos de armas decoraban los muros de toda la biblioteca–. ¡Eso es! ¡Puede que haya visto ese símbolo en uno de los escudos! –se dijo con entusiasmo.
     
      Caminó hasta el principio del pasillo y desde allí comprobó que Darah seguía en el mostrador colocando libros en un carrito. Apartó sus pensamientos de ella e inspeccionó el primer escudo. Los dibujos que lo decoraban ni tan siquiera se acercaban al diseño del que había dibujado en el papel. Examinó el segundo obteniendo el mismo resultado. Al llegar al escudo que había junto a las mesas, comprobó que éste tampoco lo tenía. En el cuarto y último escudo, le pareció ver un pequeño símbolo que se asemejaba bastante a lo que buscaba. Con rapidez, cogió una silla y, subiéndose a ella, lo inspeccionó más de cerca. El escudo de armas tenía cuatro dibujos, un cuervo, unas barras azules y blancas, un casco de guerrero y una especie de triángulo que se asemejaba al símbolo de sus sueños, aunque éste estaba completamente cerrado. Con urgencia, llevó el papel hacia el bolsillo con la intención de guardarlo, pero con tan poco acierto que éste cayó con la sutileza de una pluma bajo una de las mesas–. ¡Puñetas! –exclamó– Bueno, de ahí no pasa –dijo sosegadamente–. Vale, vale, continuemos. Veamos si hay algo detrás de este escudo –susurró. Agarró firmemente el escudo con ambas manos y tiró de él hacia arriba. No sucedió nada. Tiró hacia sí. Tampoco. Por lo visto, quien lo colgó allí, lo hizo con la intención de que estuviera fuera del alcance de ladrones... o curiosos como él.
      Resignado, bajó de la silla y se agachó a recoger el trozo de papel el cual, por lo visto, se había colado bajo la mesa bastante más de lo que le había parecido en un principio. Se deslizó bajo ella y lo recogió, pero al incorporarse su cabeza se topó con el borde de la mesa, lo que hizo que cayese hacia atrás. Se quedó unos segundos sentado en el suelo en un estado en el que no sabía si lanzar un aullido de rabia o reírse de su propia torpeza. ¡Y entonces lo vio!
      Su mirada se acababa de topar con el pequeño ribete que decoraba la pared y que, a poco más de un metro del suelo, recorría los muros de toda la biblioteca, incluso por detrás de las estanterías... ¡y estaba adornado con símbolos idénticos al que aparecía en sus sueños!– ¡Sabía que lo había visto en algún sitio! –se dijo triunfalmente. Se levantó ágilmente, guardó el papel en su bolsillo y recorrió el ribete con la mirada hasta que finalmente se topó con un símbolo que albergaba un pequeño círculo en su interior. Pasó su mano sobre él y sintió como se movía levemente; además, estaba más desgastado que el resto–. Parece una especie de resorte –pensó. Y lo empujó con fuerza.

      Se oyó un leve chasquido y la estantería más cercana al escudo de la izquierda se desplazó unos centímetros hacia afuera– ¡Una puerta secreta! –exclamó mentalmente y, haciendo gala de su inexhaustible curiosidad, se acercó a ella y la empujó, consiguiendo que girase sobre sí misma una decena de centímetros antes de que se quedase atascada. Gerald volvió a empujarla con más fuerza que en su anterior intento, pero sus esfuerzos fueron en vano. Se asomó por uno de los laterales de la estantería y comprobó que había algo que la frenaba. Metió sus dedos con la intención de apartarlo, pero apenas llegaba a tocarlo. Además su mano no era lo bastante fina como para poder operar con libertad.
      Se acercó a las mesas y, dejando la silla que acababa de utilizar, abrió su mochila. De su interior extrajo varios libros y cuadernos, un plátano y un par de manzanas y, tras rebuscar en el fondo, sacó una pequeña navaja plegable que usaba para cortar la fruta que se guardaba del postre. Navaja en mano, regresó a la estantería, la introdujo en el resquicio y rascó con ella el objeto aprisionado–. Es duro como una piedra –se dijo. Entonces, comenzó a hacer palanca sobre él. Al cabo de unos segundos, consiguió liberar el mecanismo.

      Plegó la navaja y, tras guardársela en el bolsillo,  volvió a empujar la estantería. Ésta, giró lentamente antes de volver a quedarse atascada. Gerald volvió a examinar el resquicio, pero esta vez no vio nada que obstaculizase el movimiento de la estantería–. Bueno, supongo que con esto bastará –dijo tras comprobar que el espacio que había quedado abierto era suficiente como para atravesarlo, así que asomó la cabeza por el hueco. Todo estaba en la más completa oscuridad; ni siquiera la luz de los candelabros cercanos conseguía romper la impenetrable negrura.

      Se acercó a las mesas y, tras recoger apresuradamente todo lo que había sacado de su mochila, de un zarpazo cogió uno de los candelabros que había sobre una ellas. Con el movimiento, la cera de la vela se derramó sobre su mano y la pared más cercana–. ¡Dian... tres! –aulló de dolor, apretando los dientes.

      Sopló sobre la zona dolorida y, volviendo a dejar el candelabro sobre la mesa, corrió de puntillas hasta la entrada del pasillo para comprobar si Darah había escuchado su grito que, aunque había intentado ahogarlo, había sonado con cierta intensidad. Se asomó por la estantería de la esquina y la observó. Seguía ensimismada tras el mostrador revisando libros y tomando notas en un enorme cuaderno–. ¡Bien! No se ha enterado –se dijo con satisfacción. Y regresó a la recién descubierta puerta secreta.

      Volvió a tomar el candelabro y, con él por delante, se asomó por la misteriosa entrada mientras su excitación crecía por momentos. La más completa oscuridad se había hecho dueña y señora de aquella misteriosa habitación y no parecía que la simple luz de unas velas fuesen a hacerle abandonar su morada. Volvió a echar otro vistazo hacia la entrada del pasillo (no quería que Darah le pillase husmeando allí) y, candelabro en mano, se decidió a entrar.


* * *


–¡Síii! ¡Toma! ¡Volví a ganar! –gritó entusiasmado Bylo mientras saltaba de alegría y movía los brazos espasmódicamente– ¡Ya os lo advertí! ¡Soy invencible en este juego! –volvió a gritar otra vez alardeando.

      –Lo tuyo es suerte –le respondió Julius algo picado.

      –Sí, ya… ¿Suerte cuatro veces seguidas? ¡Ja! –dijo Bylo, devolviéndole la pelota a su amigo.

      –Vale, vale, se te da muy bien este juego –dijo Alana intentando apaciguar las cosas–, pero no hace falta que nos lo repitas tan efusivamente... tantas veces –dijo remarcando las dos últimas palabras.

      –Seguro que si hubiese estado aquí Gerald, no hubieras ganado ni una sola partida –añadió Julius mientras recogía el juego.

      –Por cierto, ahora que mencionas a Gerald... Es muy tarde ya –dijo Alana mirando el viejo reloj que pendía de la pared, el cual marcaba casi las once y media–, y nunca regresa tan tarde. Además, la biblioteca ya debe de haber cerrado hace rato.

      –Estará en su habitación –dijo Bylo, aún eufórico por su victoria.

      –Pero siempre que nos reunimos se pasa por aquí, aunque sólo sea para decirnos que se va a dormir. Es más, dijo que lo haría. Es muy raro –argumentó la muchacha algo preocupada.

      –Ya sabéis que Gerald no es muy trasnochador... a no ser que tenga que estudiar para un examen –añadió Julius algo sarcástico–. Seguro que ha venido de la biblioteca y se ha ido derechito a la cama como un niño bueno.

      –No sé –contestó Alana–. Aún así, me parece algo inusual en él.

      –Bueno, hagamos una cosa –dijo Julius viendo que su amiga no estaba muy convencida–. Vayamos a ver si está en su habitación. Así te quedas tranquila.

      –¡Venga ya, hombre! –se quejó Bylo, aunque la fija mirada de su amiga bastó para persuadirle– ¡Vale, vale! Iremos a echar un vistazo.

      Los tres amigos, con Julius en cabeza, salieron de la habitación una vez que se hubieron asegurado de que no había ningún vigilante por los alrededores y, tomando las escaleras, se encaminaron al piso superior.


* * *


La estancia estaba muy fría y se notaba un fuerte olor a moho en el enrarecido ambiente. Ni siquiera con el candelabro se podía ver nada–. Será algún tipo de hechizo –pensó Gerald.

      –¡Diantres! ¡Eso es! ¡Un hechizo! –dijo, de repente, recapacitando en voz alta– ¡Seré zopenco! –Y, acto seguido, levantó la mano en la que llevaba su anillo y pronunció una palabra– ¡Lumia!Su anillo comenzó a proyectar una tenue luz. Aunque no resultó ser lo suficientemente potente como para rasgar la tupida oscuridad. Entonces, dejando el candelabro en el suelo, se concentró y probó otro hechizo– ¡Lumia-Ovo! –al instante, una esfera de luz le envolvió. Ahora sí podía ver algo mejor aquella misteriosa habitación.

      Varias estanterías llenas de libros poblaban la pared de la izquierda. Se acercó y les echó un vistazo rápido. No vio ninguno que llamara su atención. Siguió recorriendo con la mirada la habitación de izquierda a derecha. Justo al lado de las estanterías había una mesa con varios candelabros rotos. Bajo ella descansaba una vieja estufa de carbón con la puerta fuera de sus goznes. A continuación de ella, se encontraba una silla atestada de papeles y otra mesa, algo más pequeña que la anterior, con varias cadenas oxidadas.  Al llegar a la pared de la derecha encontró algo que sí llamó poderosamente su atención. Entre dos estanterías de libros volvió a encontrar el enigmático triángulo de sus sueños; aunque esta vez estaba acompañado. Sobre él había una inscripción tallada en la fría pared de roca; y debajo del símbolo, una decena de agujeros y dos aros metálicos adornando el frío muro. Se acercó más para ver la inscripción y pudo comprobar que eran palabras escritas en ringual antiguo. Podía entender parte del mensaje, pues el ringual era una de las asignaturas que se impartían en la torre.

      –Sol... Luna... –comenzó a traducir las palabras que más le sonaban– Eclipse... ¿Qué querrá decir esto?

      Alargó su mano izquierda, agarró uno de los aros, que más bien parecían aldabas, y tiró de él. Sin apenas oponer resistencia, éste se soltó, lo cual provocó que Gerald soltase una nueva exclamación– ¡Diantres, la he roto!
      Examinando la aldaba, comprobó que, aparte de parecer antiquísima, de ella salía un pequeño trozo de metal del mismo grosor que los agujeros de la pared. Dicho trozo, de sección cilíndrica, terminaba en una punta de forma hexagonal–. ¡Parece parte de otro mecanismo! –dijo frenético– Tiró de la otra aldaba, comprobando así que también salía de su sitio. Esta tenía el hierro más largo que la primera.

      –Debe de haber una manera de colocarlas para que se active algo –dijo convencido–. ¡Y seguro que la clave está en la inscripción!

      –A ver... Sol, Luna, eclipse... –repitió en voz alta volviendo a leer la enigmática frase.

      Tras unos segundos de reflexión, se decidió a meter las aldabas en dos de los agujeros de la pared. Encajaron perfectamente, pero no ocurrió nada. Probó en otra pareja de agujeros, pero obtuvo el mismo resultado: nada. Se quedó pensativo.

      –La Luna tapa al Sol cuando hay eclipse –pensó para sí–, supongo que, como una aldaba tiene el enganche más largo que la otra, será porque una va encima de la otra. ¡El Sol y la Luna! –exclamó, excitado. Así que volvió a meter las aldabas en otros dos agujeros, pero no llegaban a superponerse, así que probó suerte dos diferentes. En estos últimos sí que quedaba perfectamente una aldaba por encima de la otra. Pero tampoco pasó nada.

      –¡Aquí hay algo que falla! –dijo algo frustrado– Se me está pasando algo por alto –y volvió a examinar la inscripción.

      –Sol, Luna, Eclipse... –comenzó a leer– ¡Pero las demás palabras no las entiendo! «Giroe Lunum ei Son den sum clipsum faum tor enfinitae» –volvió a releerla por tercera vez.

      –«Giroe» suena como «girar». Probaré –Y giró una de las aldabas hacia la derecha. Nada. Hacia la izquierda. Tampoco. Giró ambas a la vez hacia ambos lados. Seguía sin suceder nada. Y volvió a leer la inscripción una vez más, la cual, ya estaba empezando a sacarle de quicio.

      –Girar, Luna, Sol, eclipse... –siguió leyendo intentando relacionar las palabras con las de su idioma– «Faum, enfinitae... » ¿Y si «enfinitae» fuera «infinito»? Parece que voy a necesitar ayuda extra –dijo.

      Se acercó a la entrada y colocó el candelabro en el borde de la estantería-puerta para evitar que se cerrara, volvió a la mesa y abrió su mochila– Mi libro de Ringual... debe de andar por aquí –dijo mientras rebuscaba en su interior–. ¡Vaya, lo he debido dejar en mi habitación! –exclamó al comprobar que lo que andaba buscando no se encontraba dentro de su mochila– No hay problema, no hay problema... estoy en el sitio adecuado –dijo mientras volvía a cerrarla. Le costó menos de un minuto cogerlo y regresar a la mesa con él. Se sentó y empezó a ojearlo.

      –A ver... –dijo mientras buscaba una de las palabras del grabado– F... Fa... Faum... ¡Aquí! –dijo emocionado–. «Faum» quiere decir «hasta» –satisfecho, comenzó a pasar hojas hacia atrás hasta encontrar la sección de la letra E– Ej... El... Em... En... –susurró mientras pasaba las hojas de una en una– Enfi... ¡Enfinitae! volvió a exclamar– Sí, significa «infinito». –Volvió a quedarse pensativo unos instantes intentando recomponer la misteriosa frase– Girar Luna y Sol desde su eclipse hasta el infinito –dijo al fin–. Sí, debe ser eso. ¡Tiene que serlo! –gritó mentalmente.

      Regresó hasta la estantería para dejar el libro en su lugar y desandó de nuevo el camino hasta la habitación secreta. Con el pie, empujó el candelabro hacia el interior (el cual volvió a derramar cera) y entró, acercándose de nuevo al enigmático grabado. Puso sus manos sobre las aldabas y, esta vez, giró al unísono una para cada lado hasta que quedaron una opuesta a la otra y después tiró de ellas. En ese preciso instante se oyó un sonido de cadenas y engranajes provenientes del otro lado de la pared. Tuvo que apartarse porque la estantería de la derecha, con un lastimero quejido, comenzó a deslizarse hacia la izquierda, lugar donde Gerald se encontraba.

      –¡Oh, vaya! ¡Impresionante! –dijo mientras su excitación crecía por momentos.

      La estantería escondía tras ella una nueva entrada cuyo interior también estaba oscuro como una noche sin luna (y nunca mejor dicho). Encaminó sus pasos hacia ella y, cuando se encontró en su interior, la estantería volvió a moverse hasta su lugar inicial con inusitada rapidez sellando la salida.

         Gerald se giró todo lo rápido que pudo, pero al hacer tal movimiento, su pie derecho no halló el apoyo adecuado, lo que provocó que tropezara. Su cabeza encontró violentamente la puerta-estantería, sumiéndole en la inconsciencia.


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