BIENVENID@  AL  BLOG  OFICIAL  DE  LA  SAGA  «BYLO»

1. Cuatro amigos

La clase de hechizos de defensa hoy estaba siendo especialmente desagradable para Bylo. No en vano era la asignatura que más detestaba; aunque no era por la asignatura en sí, sino por el profesor que la impartía: Redius Irimort.

      Bylo había nacido en Itsmoor, y a la edad de trece años entró en la torre para estudiar primer curso de Iniciación. Ahora,  con quince años recién cumplidos, cursaba primero de Magia elemental.
      Físicamente, podía considerársele un muchacho normal. Su pelo era castaño oscuro y, aunque corto, portaba una pequeña coleta de unos 6 centímetros de largo de la cual se sentía especialmente orgulloso. Su don mágico le venía de varias generaciones atrás. Y aunque desde la muerte de su madre, su padre se apartó definitivamente del camino de la magia para dedicarse a su otra pasión, la agricultura, él había decidido convertirse en mago.
      Y ahora estaba allí, ante la atenta mirada de toda la clase, intentando realizar un hechizo que, si ya de por sí, se le atragantaba, tenía que hacerlo soportando la incómoda mirada del infame profesor.

      –¡No, no y no! –rugió Irimort furioso a la par que daba un sonoro manotazo sobre su robusta mesa– Se supone que el hechizo tiene que repeler a su atacante con un fuerte empujón, no hacerle reír con unas ridículas chispas. ¡Esta es la tercera... cuarta vez –corrigió– que lo intenta, señor Giwet! ¡Y la última que lo hace por hoy! ¡Vuelva a su asiento! –concluyó rotundamente señalando con su dedo índice un pupitre vacío en la cuarta fila.

      Bylo siempre había pensado que el señor Irimort era un cretino integral, pero hoy... hoy se estaba superando, pues éste se encontraba de un humor de perros y lo estaba pagando con sus alumnos. Hubiera preferido mil veces como profesor de hechizos de defensa al señor Cravius o, incluso, al orondo señor Flátelus. Y es que el señor Irimort no era precisamente uno de los profesores más queridos de la torre y, ni mucho menos, el que hacía las clases más amenas; al contrario, era fácilmente irritable y levantaba la voz con demasiada facilidad y asiduidad. Además, su vestuario, pasado de moda, parecía que lo había heredado de su mismísimo tatarabuelo. Esos pantalones exageradamente estrechos en los que iba embutido que, junto a los horribles chalecos a cuadros que solía llevar, eran el hazmereír del alumnado. Era excesivamente alto, hecho que, unido a su también extrema delgadez, daba la impresión de que se fuera a partir en cualquier momento. Tenía el pelo largo (aunque en plena coronilla era, más bien, escaso) y negro como el carbón. La uña de su dedo meñique derecho era desmesuradamente larga y la usaba a menudo para hurgarse el oído (algo que era sumamente desagradable cuando lo hacía en mitad de clase). Su nariz, a pesar de no ser demasiado prominente, tenía una leve desviación a la derecha, sin duda, ocasionada por un fuerte golpe. Bylo y sus amigos decían bromeando que su madre lo había dejado caer de la cuna porque ya, desde pequeño, era inaguantable. El único punto que tenía a su favor era que los hechizos que enseñaba eran bastante buenos. Sí, se podía decir de él que era un mago realmente bueno.

      –¡Vaya bronca, tío! Hoy está que trina –le susurró, sacándole de sus pensamientos, el chico moreno de pelo alborotado que se sentaba detrás de él–. Menos mal que sólo nos quedan seis minutos para perderle de vista.

      Se trataba de Julius Teapot, el mejor amigo de Bylo. Ambos se habían criado en Itsmoor y tenían una férrea amistad. Julius era un chico alto y delgaducho con un sentido del humor y unas ganas de gastar bromas (a veces, demasiado pesadas) que contrastaban a la perfección con el espíritu aventurero de Bylo.

      –Señor Powder espetó el profesor, y un muchacho de la tercera fila se levantó y, cabizbajo, se acercó hasta él–. Su turno –dijo invitando al asustado chico a encararse con el muñeco de tela que había preparado para practicar el hechizo.

      Nicolas Powder era el alumno más bajito de las dos clases de primero de Magia Elemental. Era tímido y apenas abría la boca, excepto para masticar raíz de rulbo, lo que ocasionaba que llevase casi siempre la lengua y los dientes, morados. Su cara, salpicada de pecas, contrastaba perfectamente con su hirsuto pelo rojizo.

      –¿Y bien? –le apremió Irimort al verle paralizado frente al muñeco.

      El muchacho apretó los labios nerviosamente y, cerrando los ojos, levantó su tembloroso brazo izquierdo– Répelussusurró sin mucha convicción. No ocurrió nada. Volvió a repetirlo nuevamente obteniendo el mismo resultado.

      –Debe concentrarse y poner mayor énfasis en sus palabras, señor Powder –dijo el profesor. El muchacho volvió a repetir el hechizo, pero tan solo consiguió arrojar una diminuta nube de vapor de color grisáceo– ¡Ponga más intensidad en sus acciones, señor Powder! –vociferó el señor Irimort. El muchacho volvió lanzar el hechizo, de nuevo sin éxito– ¡Con más convicción, señor Powder!

      –¡Répelus! –gritó el muchacho prácticamente fuera de sí, y un espeso chorro de humo negro salió de su mano. La clase comenzó a reír a la par que el pequeño muchacho se tapaba nariz y boca, y comenzaba a toser estrepitosamente.

      Irimort, sin más dilación, abrió la ventana más cercana a su posición. A continuación, estiró su brazo hacia la negra humareda y, enérgicamente, pronunció una palabra– ¡Aerum! –Tras ello, movió rápida y hábilmente su mano en círculos generando una especie de remolino con el humo, el cual dirigió hacia la  ventana– ¡Basta! –gritó volviéndose hacia sus alumnos, los cuales, aún seguían riendo. La clase enmudeció en un segundo– Retírese ordenó al avergonzado muchacho y éste, entre toses, regresó a su mesa.
      Espero que estén orgullosos de la clase de hoy, señores espetó sarcásticamente el enfadado profesor mientras se apoyaba con ambas manos en su mesa–. ¡Ha sido un completo desastre! No sé cómo pretenden superar este curso si ni siquiera son capaces de realizar un hechizo tan básico y sencillo como el de hoy. No esperen –continuó sin disimular su exasperación– poder asustar ni a un inofensivo y pequeño gnomo con los ridículos intentos de magia que les he visto realizar hoy. Mañana, espero que... –su frase se vio repentinamente interrumpida por el peculiar tintineo que indicaba el final de la clase– ¡No se muevan de sus asientos, no he terminado! –gritó al ver que sus alumnos se apresuraban a recoger sus libros haciendo un ruido ensordecedor–. Espero que mañana –prosiguió sin bajar el tono de voz– vengan con más ganas que hoy y que, por su propio bien, practiquen el hechizo. Su anillo no sirve de nada si no ponen un mínimo de concentración e interés en lo que están haciendo. Pueden retirarse –concluyó.

      Los alumnos salieron rápida y ordenadamente de la clase hasta que sólo quedó en ella el señor Irimort, el cual se sentó tras su enmohecida mesa.


* * *


La imponente Torre Blanca destaca en Itsmoor de la misma manera que un árbol lo hace en un jardín de flores. Sus seis plantas, aparte de la planta baja y el sótano, hacen de este gigante de piedra la segunda torre más alta del continente, aunque, sin lugar a dudas es, con diferencia, la más ancha. Su tubular diseño deja lugar a una amplísima área en su interior, la cual, contiene zonas verdes, bancos e, incluso, una gran fuente con una estatua de Clarion de Sesmes, fundadora de la torre, presidiendo su centro; dicha zona es conocida por los alumnos como «zona de relajación». Coronando la descomunal edificación se haya una enorme cúpula translúcida de un ligero color azulado, de la cual se comenta que es capaz de atrapar los rayos solares y abastecer de luz el piso superior durante toda una noche.

      Como todos los días, Bylo y Julius quedaban con el resto del grupo en la zona de relajación para ir juntos al comedor, y esa mañana ellos habían sido los primeros en llegar.

      –Igual se piensa que los hechizos nos van a salir a la primera y sin practicar –se quejó Bylo mientras se acomodaba en uno de los inmaculados bancos de piedra.

      –Ya te digo... –dijo Julius mientras apoyaba un pie sobre el banco, junto a su amigo– No sé que mosca le habrá picado hoy a «Don Amargado».

      –Se habrá levantado con el pie izquierdo –añadió la alegre voz de una esbelta chica que había aparecido por detrás del joven–. ¡Hola chicos! –saludó jovialmente.

      –Hola, Alana –contestó Bylo, devolviendo el saludo.

      –¡Pues cada día se supera! –exclamó Julius continuando la conversación mientras saludaba a la recién llegada con un ligero movimiento de cabeza.

      Alana laMoont se había convertido en la inseparable amiga de los dos jóvenes desde segundo curso de Iniciación, en donde había hecho muy buenas migas con ellos; aunque este año les había tocado en clases diferentes. Alana era pelirroja y lucía un mechón de pelo plateado que recorría la parte derecha de su larga cabellera. Dicho mechón, del grosor de dos dedos, lo había heredado de su abuela materna, por lo que le llamaba cariñosamente «su reliquia familiar». Su blanca tez (lo que le había llevado a ganarse el mote de Alana «Caraluna» entre algunos de sus compañeros), unida a su dulce sonrisa, le conferían una imagen de niña buena que a ella no le gustaba en absoluto aparentar.

      –¡Pues mañana será peor si volvemos a meter la pata con el dichoso hechizo! –rezongó Bylo.

      –¡Pero si está chupado! –alardeó Julius entrelazando los dedos de sus manos tras la nuca.

      –¡Sí, claro!, para ti es fácil decirlo –masculló Bylo–, como te ha salido a la primera... de casualidad, seguro mañana no te lo hace repetir.

      –¡Ja! Lo más probable es que mañana nos lo haga repetir a todos, justos por pecadores –respondió Julius–. Ya verás como tengo que volver a hacerlo yo también. ¡Y seguro que no tendré tanta suerte como hoy!

      –Pues más te valdría practicar un rato el hechizo esta tarde con Pommet –dijo Bylo con tono irónico.

      –¡Pobrecillo Pommet! ¿No serás capaz de hacerle eso, verdad? –dijo Alana dirigiéndose a su espigado amigo.

      –¡Hey, hey, tranquila, ¿vale?, que yo no he dicho nada! –se defendió Julius un tanto indignado– Además, Pommet es como un hermano para mí desde el mismo día que tío Frank me lo regaló... ¡y me dejó la cara llena de babas! Ese chucho grandullón y tonto daría la vida por mí, y yo no sería capaz de practicar ningún hechizo con él. ¡Ni hablar! –concluyó tajante.

      –¡Que es broma, estirao! –inquirió Bylo guiñándole el ojo a Alana a la par que hacía señas con la mano a un muchacho rubio que, de la misma manera, se comunicaba con él desde el segundo piso– Anda, vámonos a almorzar, que ya empiezan a quejarse mis tripas, y Gerald parece que se retrasará... de nuevo.


* * *


El comedor era, de toda la torre, el lugar predilecto de Bylo, pues aparte de tener una gran variedad de alimentos, podía comer tanto como quisiera. Y comer era una de las cosas que más le gustaban.

      El enorme comedor de alumnos ocupaba más de la mitad de la planta baja. Varias mesas, dispuestas en forma de rectángulo, y colocadas estratégicamente en su centro, albergaban todo tipo de comida y bebida, de las cuales se servían libremente los alumnos. A ambos lados había largas mesas de madera perfectamente ordenadas para que los jóvenes aprendices de mago disfrutasen de su avituallamiento. Por último, una doble puerta abatible situada en la pared del fondo comunicaba con una gran cocina en la que varios cocineros y ayudantes se encargaban de que no les faltase el sustento a los jóvenes habitantes de la torre.

      –¡Tengo tanta hambre que me comería una vaca! –exageró Bylo mientras los tres amigos se colocaban en la fila de alumnos que, bandeja en mano, se disponían a llenarla con los sabrosos manjares– Aunque no sé qué me zamparé hoy... estoy indeciso –dijo estirando el pescuezo para ver los platos que había preparados.

      –¡Tú siempre tienes hambre, glotón! –exclamó Alana– Aún así, te aconsejo los muslitos de crork, que hoy tienen una pinta estupenda –le dijo señalando una cacerola llena de carne condimentada.

      –Pues yo creo que me voy a servir un plato de setas de Castreil, con esa salsa blanca que tanto me gusta –opinó Julius sin apartar la vista de un gran recipiente repleto de unas setas de color anaranjado y cubiertas de una espesa salsa blancuzca– Y un enorme pedazo de pan de arroz, claro –añadió.

      –Con el hambre que tengo –dijo Bylo con los ojos fijos en la comida– me comería los dos platos... ¡de entrante! –los tres rieron al unísono.

      Una vez sentados en su mesa habitual y con los almuerzos a punto de ser devorados, un muchacho rubio, con gafas, y que parecía llevar cierta prisa, se acercó al trío.

      –¡Hola, chicos! –dijo, sentándose al lado de Alana y dejando una pesada y desgastada mochila sobre el banco.

      –Hola, Gerald –saludó Alana regalándole una gran sonrisa.

      –¿mo te va, Gerald? –saludó también Julius mientras limpiaba su tenedor con la servilleta.

      –Fofa, Ferald –farfulló Bylo con la boca llena.

      Gerald era un estudiante modélico. Era tal su pasión por aprender, que a veces se la podía considerar como casi enfermiza. Su padre le envió a estudiar a la torre desde Somol con una carta de recomendación del mismísimo druida superior bajo el brazo. Iba un curso más adelantado que sus amigos, pero formaba parte del grupo desde el año pasado, cuando salieron en su defensa ante Turo, el matón de la clase del rubio muchacho.

      –Ya vas con prisa... como siempre, ¿eh, Gerald? –preguntó Julius– Para no variar –añadió sarcásticamente.

      –Em... Sí –respondió–. Tengo que entregar un trabajo de historia el lunes y quisiera pasarme por dirección antes de la siguiente clase para pedir un pase porque, la verdad, tengo la agenda bastante apretada y no me queda más remedio que ir a la biblioteca por la noche –explicó.

      –¡Pero si aún estamos a jueves! Y, además, tienes todo el fin de semana por delante –dijo Bylo tras limpiarse los restos de comida de su boca con la mano–. Así que relájate, ¿quieres? Tómate un tentempié con nosotros, que tienes tiempo de sobra para hacerlo.

      –Pero... –empezó a decir el rubio muchacho.

      –¡No hay peros que valgan! –le cortó Julius– Necesitas un respiro y llenar el buche –dijo mientras se daba un par de palmadas en el estómago–. Así que, llénate la bandeja y almuerza tranquilamente con nosotros.

      –De acuerdo, chicos –se resignó ante la insistencia de sus amigos–. Comeré algo. Aunque, apenas tengo apetito.

      –Por cierto, Gerald, ¿me podrías traer un trozo de pastel de arándanos cuando vengas, por favor? –dijo Bylo mientras el chico se levantaba a servirse.

      –Claro –respondió el muchacho.

      De pronto, Bylo se giró hacia Julius, que repentinamente parecía estar en otro planeta, y le golpeó la oreja con la punta del dedo índice, lo que provocó que el muchacho soltase un sonoro aullido– ¡Despierta, alargao! –le gritó– Y baja de la nube, que esa es gallina de otro gallinero.

      –Yo... Pero si yo no... ¡Caray! –se quejó Julius mientras se frotaba la zona dolorida.

      –¡Venga! ¡No me irás a decir que no la estabas mirando! –le interrumpió su amigo– Esa chica está fuera de tu alcance... y del mío... y del de todos los «don nadie» de la torre. Fíjate bien en ella –continuó con tono sosegado, aunque no falto de irritación–. Su familia es una de las más acaudaladas de Itsmoor. Sólo se mezcla con gente de alta alcurnia o con los más populares de la torre. Mi buen amigo, ¡es imposible que se fije en ti!

      –¡Oh, Bylo, no seas tan cruel! –le recriminó Alana, saliendo en defensa del alto muchacho– Julius lleva detrás de Cynthia Morson desde los ocho años. Es su sueño.

      –Ya... Pues siento decir que es un sueño inalcanzable respondió Bylo mientras echaba en su bandeja un trozo de pan sobrante.

      –¿Y qué? –replicó la pelirroja– ¿Es que tú nunca has tenido un sueño que parecía inalcanzable? Es importante luchar por tus sueños –dijo rotundamente a la par que Gerald se sentaba junto a ella.

      –Vale... lo siento –se disculpó Bylo de mala gana–. Pero es que se me revuelve el estómago cuando veo a mi mejor amigo babeando por una niñata que se cree la princesita de la torre –concluyó Bylo demostrando su poco afecto hacia la popular muchacha.

      –Bueno, va, olvidémonos del tema, ¿vale? –dijo Julius resurgiendo en la conversación–. Seguro que con el tiempo se me pasará. Supongo que Bylo tiene razón, ella acabará casándose con un ricachón y yo acabaré olvidándola –concluyó.

      –Además, creo que sale con ese baboso de Grimm Solher –apuntó Bylo–. Se han ido a juntar el hambre con las ganas de comer –añadió sarcásticamente.

      –Toma –dijo Gerald pasando un pequeño plato con un trozo de tarta a Bylo y, de paso, con la intención de calmar los ánimos.

      –¡Gracias, compañero! respondió éste.

      –Por cierto, Gerald –dijo de repente Alana intentando dar un giro a la conversación–, ¿qué tal vas con tus jaquecas?

      –Mejor, gracias –dijo el muchacho mientras movía la comida de su boca al carrillo izquierdo para contestar–. Llevo un par de días que apenas se han dejado notar.

      –Eso te pasa por estudiar tanto –dijo Julius–. Sino, fíjate en Bylo y en mí... ¡sanos como una manzana! –los cuatro amigos rompieron en carcajadas.

      –Bueno, chicos –dijo Gerald tras parar de reír–, me tengo que ir, que la siguiente clase es de filtros mágicos y tengo los libros en mi habitación.

      –Pero, Gerald, ¡si apenas has comido nada! –le regañó Alana.

      –Em... Esto... Sí... Bueno... respondió atrancándose a cada palabra– Llevo una buena provisión de fruta en mi mochila –dijo tratando de excusarse–. No os preocupéis por mí.

      –Desde luego... ¡nunca cambiarás, Gerald! –dijo Julius sonriendo y moviendo la cabeza de izquierda a derecha.

      –Entonces, ¿no te vas a comer eso? –preguntó Bylo señalando con la mirada un filete de carne y dos trozos de patata que Gerald había dejado en su plato.

      –No –respondió el rubio muchacho–. Es todo tuyo.

      –¡Gracias! –dijo Bylo mientras cogía el plato de su amigo.

      –Por cierto, esta noche hay "reunión" –le informó Julius–. ¿Vendrás, no? Será en mi habitación, como de costumbre, y vamos a...

      –Ya os lo he dicho –le interrumpió Gerald mientras cogía su mochila–, quiero pasarme por la biblioteca esta noche y llegaré tarde. Aunque, quizá me acerque un rato a saludaros cuando vuelva, pero no os prome... –de repente se detuvo, como si acabara de recordar algo importante– ¡Vaya, aún tengo que ir a pedir el pase! ¡Me voy volando! Y yo de vosotros, también aligeraría.


* * *


El elevador se detuvo en la segunda planta. Julius y Bylo se despidieron de Alana y, sin prisa, comenzaron a caminar hacia la clase de Historia. En la puerta se encontraba el profesor Crawly saludando con un jovial «Buenos días» a los alumnos que iban llegando.

      Edward Everett Crawly era, aunque por su inmaculado aspecto no lo aparentase, el profesor que impartía la asignatura de Historia. En general, era un profesor que caía bastante bien a los alumnos, aunque su falta de modestia le restaba bastantes puntos. Siempre vestía elegantes trajes, más apropiados para asistir a una celebración que para dar clase. Su acaracolado y rubio pelo, el cual se atusaba constantemente, y sus blancos dientes, que mostraba siempre que tenía la menor oportunidad, delataban lo que más odiaban de él todos los que le conocían: su presuntuosidad. Lejos de caer mal, la mayoría de los alumnos opinaban que era un «fantasma», pues solía contar historias tan inverosímiles que no había forma de creérselas; por supuesto, en todas ellas, él siempre era el protagonista.

      –¡Buenos días! volvió a repetir tras cerrar la puerta y colocarse frente a sus alumnos– Una mañana estupenda, ¿verdad? –dijo dirigiendo una furtiva mirada hacia la ventana, la cual mostraba unos amenazadores nubarrones negros–. Em... bueno, ¿qué tal si continuamos en donde lo dejamos el anterior día? –dijo mientras se acercaba a su mesa y abría uno de los libros que había sobre ella– Página once, por favor.

      Los alumnos, obedientemente, abrieron sus libros por la página que Crawly les acababa de indicar mientras éste borraba la pizarra con sumo cuidado y, tras colocar un pedazo de tiza en una especie de soporte tubular, dibujó un círculo.

      –Bueno –dijo rompiendo el silencio–, como os iba diciendo el otro día, en Ringworld se encuentran repartidas cinco torres que, a su vez, son grandes academias de magia. Por supuesto, cada una de ellas tiene sus propias características y en cada una se estudia un tipo de magia diferente.
Bien, empezaremos este pequeño viaje por nuestra querida Torre del Anillo, o Torre Blanca, como se la conoce popularmente –hizo un pequeño inciso para, tras atusarse el pelo, dibujar un triángulo sobre el círculo de la pizarra–. Os encontráis entre los muros de una de las más antiguas y, muy posiblemente, la más popular de todas las torres de magia del continente. Es más, Itsmoor fue en la antigüedad la capital de Ringworld, así que no es de extrañar que sea una de las torres más solicitadas por estudiantes de todo el continente. Y, como bien sabéis, practicamos y estudiamos magia blanca. No creo que necesite contaros más acerca de ella... al menos, de momento.
La segunda de ellas –continuó tras hacer una minúscula pausa–, la llamada Torre de la Naturaleza, o Torre Verde, se halla tras los muros de la ciudad de Arborea, entre los inmensos bosques de Vegeria –volvió a dibujar otro triángulo en la pizarra–. Yo he estado varias veces allí y os puedo asegurar que se encuentra en uno de los parajes más bellos de todo Ringworld. Sus habitantes son personas sumamente hospitalarias que tratan a la naturaleza con profuso respeto; no en vano, su magia proviene de ella. ¿Sí, señor Murray? –preguntó al muchacho que había levantado la mano.

      –Señor Crawly –dijo el muchacho poniéndose en pie–, la gente de allí no son... como nosotros, ¿verdad?

      –Buena pregunta –dijo el profesor a la par que hacía una señal al muchacho para que se volviese a sentar–. Los hedros son la raza que puebla esa región, y son mitad humanos, mitad... no sabría definirlo... ¿quizá plantas? –dijo finalmente, decidiéndose– En realidad, su aspecto es prácticamente idéntico al nuestro, aunque en su piel, en vez de crecer vello, crece una especie de musgo muy similar a él. Verdoso, claro –añadió mientras se sentaba sobre su mesa y dejaba la tiza en ella–.
Bueno, sigamos. La tercera torre es la llamada Torre del Agua, o Torre Azul. Sus habitantes, llamados seaphos, son todo lo contrario a los de la torre anterior. Son sumamente desconfiados y os puedo asegurar que no son muy amigos de las visitas. Aunque, si me lo permitís, os puedo decir con orgullo que yo soy uno de los pocos humanos que ha estado entre sus muros –alardeó mientras se alisaba el pelo una vez más, esta vez con ambas manos–. Es más, casi se puede decir que soy un héroe para ellos.
Siempre lo recordaré –dijo con la mirada fija en un punto en el vacío–. Fue un precioso día de Mayo. Salí a pescar no muy lejos de la torre. En la orilla, varios niños seaphos jugaban corriendo unos tras otros. Los dos días anteriores había estado lloviendo bastante, por lo que se habían formado unos barrizales impresionantes cerca de donde estaban jugando –explicó–. Uno de los niños... una chica, para ser más exacto, cayó en uno de ellos que, por cierto, daba la sensación de ser bastante profundo. Desde mi barca pude ver como la muchacha pugnaba por salir de él... sin éxito. Así que, sin dudarlo ni un momento, me lancé al agua y, haciendo un alarde de mis excelentes dotes como nadador –volvió a atusarse el pelo una vez más–, llegué en cuestión de segundos a la orilla. Los demás niños, asustados, gritaban y lloraban de impotencia al ver a su pequeña amiga allí atrapada. Así que, ni corto ni perezoso, puse a trabajar mi «materia gris». Me acerqué a un árbol cercano y de un tirón arranqué una de sus ramas y la usé para sacarla de aquella trampa de agua y tierra. A los pocos minutos llegaron varios seaphos adultos. Esa misma tarde hicieron una fiesta en mi honor. ¡Fue una velada fantástica! Por cierto, recordadme que un día de estos os cuente algunas de sus costumbres.

      –¡Venga ya! ¡Lo que me faltaba por oír! ¡Crawly al rescate! –exclamó Julius en voz baja a Bylo, el cual, apretando los labios, contuvo la risa.

      –Por cierto –dijo el profesor poniéndose en pie tras una pequeña pausa–, antes de que me lo preguntéis, os diré que tampoco son humanos... del todo. Aunque físicamente también son bastante parecidos a nosotros, hay algunas diferencias que merece la pena comentar. Su escamosa piel es azul y, en teoría, y digo «en teoría» porque no me ha dado por biseccionar a ninguno de ellos... –la frase provocó la risa de toda la clase, una interrupción que aprovechó para situar la torre en la pizarra–. En teoría, tienen pulmones como nosotros, pero también branquias que les permiten respirar bajo el agua. Lo cual quiere decir que son seres anfibios. Ni que decir tiene que su magia proviene del elemento agua. Adelante, señor Martins –dijo cediendo la palabra a uno de los tres alumnos que habían levantado la mano.

      –Entonces, ¿esa torre está bajo el agua? –preguntó el muchacho sin levantarse.

      –Esa es una pregunta que me suelen hacer muy frecuentemente mis alumnos, señor Martins respondió Crawly–. Y la realidad es que la torre está ubicada en el centro del lago Aqum que, por cierto, es el lago más extenso de todo Ringworld. La Torre del Agua, se puede decir, que también es «anfibia», pues una gran parte de ella se halla bajo el agua, y el resto asoma a la superficie. Bueno, ¿qué tal si vamos a por la cuarta? –preguntó jovialmente a la par que hacía un gesto que denotaba claramente que no iba a responder más preguntas.

      –¡Como se enrolla el tío! –le susurró Julius de nuevo a su amigo– Me voy a quedar sopa –Bylo, tapándose la boca, volvió a reprimir otra carcajada.

      –La siguiente torre es menos conocida –continuó Crawly–, aunque una de las más fascinantes –añadió–. Me estoy refiriendo a la Torre de Fuego. Esta torre, señores, también llamada la Torre Roja –puntualizó–, está ubicada, nada más y nada menos, que en el volcán Cratum, a medio camino entre su cima y su falda –la ubicó en la pizarra–. Formule su pregunta, señorita Gharem –dijo señalando a la chica que había levantado la mano.

      –Pero, ¿y si el volcán entra en erupción? –preguntó la muchacha.

      –En teoría, no hay peligro, –respondió el profesor– ese volcán lleva extinguido cientos de años. Aunque hay gente que asegura que puede entrar en erupción en cualquier momento. De todas formas, no creo que vaya a ir de vacaciones allí, ¿verdad, señorita? –el nuevo comentario volvió a ocasionar la carcajada de varios alumnos–. Aunque yo he estado una vez en ella y he de decir que en invierno se está muy a gusto –de nuevo, las risas volvieron a llenar la clase–. Bien, prosigamos. En esta torre se imparte magia proveniente de los elementos de la tierra y, lógicamente, del fuego, una magia muy poderosa al alcance de muy pocos. Y, antes de que me formulen la pregunta de rigor, les diré que esta torre sí está poblada por humanos –informó–. Y he de añadir que son unos formidables magos preparados para entablar duras batallas.
Bueno, he dejado para el final la Torre de la Niebla, o Torre Negra, como también se la llama. De esta torre se conocen muy pocos detalles, pues se encuentra en las montañas Ryshk y es prácticamente inaccesible –un nuevo triángulo adornó el interior del círculo de la pizarra–. ¡Ni siquiera yo he estado en ella! –añadió– Lo que sí que os puedo contar es lo que la gente dice de ella. Quizá, tan sólo sean habladurías, pero se comenta que en ella se practica magia negra y que son los propios hechiceros de la torre los encargados de, digamos... «reclutar» a sus alumnos. Según cuentan las malas lenguas –continuó–, salen por la noche a robar recién nacidos a los que crían e instruyen hasta convertirlos en temibles hechiceros o brujas. Y... –se detuvo cuando su vista tropezó con el reloj de la pared– ¡Vaya, cómo pasa el tiempo! Bueno, como casi es la hora, os voy a dejar estos cuatro minutos restantes para que echéis un vistazo en vuestros libros a las características de las torres, ya que os será de mucha utilidad para que comprendáis el contenido de la siguiente clase, ya que tuvieron un papel muy importante en la Gran Guerra. Además, como habéis podido comprobar, cada torre está asociada a un color; el por qué de ello también os lo explicaré el próximo día –añadió cerrando el libro abierto que había sobre su mesa.

      Mientras se consumían los cuatro minutos, tan solo el pasar de las hojas rompía, de cuando en cuando, el silencio reinante. Tras sonar la señal de fin de clase, los alumnos salieron de ella ordenadamente y, de nuevo, el profesor Crawly, con una gran sonrisa adornando su cara, despidió a sus alumnos desde la puerta.

      Julius y Bylo, como la mayoría de sus compañeros, subieron en el elevador para alcanzar la planta baja. Allí se encontraba Alana sentada en uno de los bancos. Y hacia ella se encaminaron.

      –¡Vaya fantasma! –le dijo Julius a su amigo.

      –Sí –corroboró Bylo–. Sólo le ha faltado decir que también había estado en la Torre Negra.

      –Por no hablar del rescate de la niña-pez –añadió el alto muchacho entre risas–. No hay quien se trague la historia esa de que una niña seapho se pudiera ahogar en un charco.

      –Os ha tocado Historia con el profesor Crawly, ¿verdad? –les interrumpió la pelirroja.

      –¡Quién sino es capaz de contar tantas trolas y creérselas! –exclamó Julius.

      –Pues a mí me cae muy bien –confesó la muchacha–. Además, sus clases son muy entretenidas.

      –No, si no es que nos caiga mal –apuntó Bylo–, pero...

      –Lo que pasa es que el tipo es bastante fantasma –le interrumpió su amigo–. Y eso, por decirlo de alguna manera, desluce el conjunto.

      –Bueno, al menos, no se puede negar que es un buen profesor –añadió Bylo–. Aunque en clase...

      –¡Hola! –exclamó una voz a espaldas del muchacho.

      –¡Hola, Leena! –respondió Alana jovialmente mientras Bylo se volvía para descubrir a la dueña de aquella dulce voz.

      –Ya he hablado con Rachel –dijo la muchacha mientras saludaba a ambos chicos con un suave movimiento de su mano–. ¿Te parece bien que quedemos el sábado después de comer para hacer el trabajo del señor Norbert?

      –Sábado... después de comer –repitió para sí, pensativa, la pálida muchacha–. Si Rachel puede, me parece perfecto.

      –Bien –dijo mientras su mirada se cruzaba con la de Bylo–. Entonces, ¿a las tres en mi habitación?

      –De acuerdo –asintió Alana–, a las tres. Por cierto, ¿ya sabéis qué semillas vamos a utilizar?

      –¡Rachel tiene semillas de Shiro Tigris! –dijo emocionada mientras apartaba un mechón rebelde de su cara–. Son algo difíciles de encontrar, pero como sus tíos tienen una floristería, se las han conseguido.

      –¡Estupendo! –exclamó Alana– Esa planta crece en cuestión de minutos, lo que facilitará nuestro trabajo.

      –Sí, va a ser coser y cantar –corroboró la chica mientras volvía a cruzar su mirada con la de Bylo regalándole una tímida sonrisa–. Bueno, te voy a tener que dejar –añadió tras hacer una pequeña pausa–. He quedado con mi madre para ir a comprar al mercado de la plaza.

      –Vale. Esta tarde nos vemos en clase –respondió Alana esbozando una gran sonrisa.

      –Bueno, pues... ¡hasta luego! –dijo girando la cabeza hacia los dos muchachos y volviendo a cruzar, por tercera vez, su mirada con la de Bylo.

      –¿Quién es ese bombón? –preguntó Julius, tras haberse alejado la muchacha.

      –Leena Straham –respondió Alana–. Ella y Rachel Rollar son mi grupo para hacer un trabajo de clase de hechizos –explicó–. Tenemos que conseguir el fruto de una planta mágica y...

      –¡Pues no le quitaba el ojo de encima a Bylo! –exclamó el muchacho– Aunque tú tampoco te has quedado manco, ¿eh? –añadió mientras daba un suave codazo a su amigo.

      –¿¡Quién!? ¿¡Yo!? –dijo el aludido haciéndose el despistado.

      –¡Venga, hombre, no te hagas el tonto! –replicó Julius poniendo los brazos en jarra– ¡Pero si se te estaba cayendo la baba!

      –¡Que va! –exclamó el avergonzado muchacho.

      –Pero si sólo te ha faltado...


      –¡Venga, va! Dejaos de chiquilladas y vayamos a dejar las mochilas a nuestras habitaciones –dijo Alana interrumpiendo a su alto amigo, momento que Bylo aprovechó para expulsar el aire que había quedado apresado en sus pulmones.


Copyright © , doorstein