BIENVENID@  AL  BLOG  OFICIAL  DE  LA  SAGA  «BYLO»

15. ¡Raptada!

Hacía casi diez años que el río Reshis no discurría por el valle. La escasez de agua en las tierras de Rhodan obligó a los hombres a desviarlo hacia allí. Fue un trabajo titánico. A pesar de eso, la vegetación no había cesado en su crecimiento gracias a las abundantes lluvias que caían a lo largo del año y que allí se acumulaban durante días.

         El cada vez más nutrido grupo continuaba su viaje por lo que en su día fue el río, ahora convertido en un improvisado camino. El temible mestyr cerraba el grupo. A su lado, Gerald, montado en su caballo, vigilaba el comportamiento de la enorme bestia. Delante de ellos, casi una veintena de droogs unidos por fuertes cuerdas caminaban resignados.

         –Seguro que ya estamos cerca –dijo Fungus a su hermano–. He notado que el maestro mira alrededor continuamente, como si le sonase este lugar.

         –Eso es ilógico –respondió Rofus–. Después de tantos años, estos parajes han cambiado mucho. Es casi imposible de que se acuerde. ¡Seguro que tú no te acuerdas ni de lo que comiste ayer! –añadió socarrón mientras soltaba una risotada. Su hermano le acompañó con una sonora carcajada.

         –Por cierto, esos dos tipos –dijo refiriéndose a Rael y Bastiral–, son poco sociales, ¿no? Apenas abren la boca. Y, si lo hacen, es para cuchichear entre ellos.

         –Me da igual –contestó Rofus, dejando de reír instantáneamente–. Mientras hagan su trabajo y no se entrometan en el mío...

         –Ya. Pero... ¿no te da la sensación de que son algo... no sé... raros? –volvió a preguntar.

         –¡Te vuelvo a decir que me da igual! –repitió, irritado. Sin lugar a dudas, no le caía bien ninguno de ellos.

         –Vale, vale –dijo Fungus, dándose por vencido–. No hace falta ponerse así.

         –Maestro –dijo Noran poniéndose a la par de Gerald–. Perdona de nuevo mi... falta de confianza...

         –Habla –respondió escuetamente el muchacho.

         –El valle ha cambiado mucho desde que... –el guerrero no continuó la frase– La vegetación ha crecido abundantemente. Además, nadie viene por aquí desde que desviaron el río.

         –¿A dónde quieres ir a parar? –preguntó arqueando un ceja.

         –La verdad es que... no tengo noticias de que haya ruinas ni restos de algún poblado por aquí –contestó el hercúleo hombre–. Lo que me lleva a pensar que... quizá... no estemos en el camino correcto.

         –Noran, Noran, Noran... –dijo Gerald mientras movía su cabeza de izquierda a derecha– Sigues teniendo un serio problema de falta de fe. Todo está premeditado. He tenido mucho tiempo para ello –dijo mientras esbozaba una sonrisa–. ¿Sabes?, esta joya que me proporcionaste guía mis pasos –dijo mientras acariciaba dicho objeto, el cual, ahora llevaba colgado al cuello con una fina cadena dorada. En esos momentos emitía un tenue brillo–. Donde quiera que esté, ella me conducirá hasta allí.

         –Lo siento –se disculpó el fornido hombre–. Yo sólo...

         –No necesito que lo sientas, Noran –le interrumpió con voz suave–, lo que necesito es que CREAS –concluyó haciendo énfasis en la última palabra.

         –Maestro, creo que esas bestias no tardarán en alborotarse –anunció Fungus acercándose a la pareja e interrumpiendo la conversación–. Más de una se ha hecho sus necesidades encima. Quizá sería beneficioso para todos que descansáramos un rato.

         –Continuaremos –respondió Gerald sin inmutarse–. La noche se nos echa encima.

         –Como desees, maestro –dijo, resignado, el hombre.

         De repente, se oyó un golpe y Bastiral cayó pesadamente de su caballo.

         –¿¡Pero qué...!? –exclamó Rael deteniéndose al instante. Bajó de su montura con la intención de ver qué le había ocurrido a su compañero, pero una lluvia de piedras le persuadió de hacerlo. Rápidamente, se ocultó tras su caballo. El resto del equipo hizo lo mismo mientras que los droogs se tumbaron en el suelo boca abajo cubriéndose la cabeza con las manos.

         –¡Maldita sea! –aulló Noran– ¡Estúpidos descerebrados! Si cabrean al mestyr se puede liar una buena. ¡Rofus! –gritó a continuación– ¡Detrás de esos arbustos! –dijo apuntando con su dedo en la dirección en la que venían las piedras.

         Rofus comprendió enseguida a su compañero. Cogió su ballesta del lomo de su caballo y la cargó con una flecha. Disparar con su ballesta era, junto a beber cerveza, uno de esos placeres de la vida con los que se sentía realizado. Y su ballesta era muy especial. En sus viajes a las lejanas e indómitas tierras de Cadhia, la había ganado en una partida de cartas en una sucia taberna. Ésta, tenía de una especie de depósito giratorio que albergaba seis flechas que, unida a la cargada, le permitía lanzar siete flechas sin que tuviera que recurrir al carcaj. Además, era disponía de una puntería extraordinaria.
         Esperó al instante preciso, se asomó fugazmente por un lateral del caballo que le cubría y disparó. Un cuerpo cayó rodando varios metros hasta alcanzar la cuenca de lo que en su día fue el río.

         –¡Bien hecho, hermano! –le felicitó Fungus– ¡Cárgate a todos esos energúmenos!

         Otros dos certeros disparos ocasionaron dos nuevas bajas en el bando atacante, a los que les siguieron una nueva lluvia de piedras.

         –Son volgar –informó Rael tras observar uno de los cuerpos sin vida que decoraban el suelo–. Atacan a todo aquel que atraviesa sus dominios. Son muy primitivos.

         –Hay quien dice que son caníbales –añadió Fungus.

         –¡Paparruchas! –exclamó Rael.

         –Vuelve a llenar el depósito de  tu arma –le ordenó Gerald a Rofus, cortando la conversación.

         Éste, abrió el depósito e insertó dos flechas en los compartimentos vacíos. Después, cargó la ballesta con otra. Mirando a Gerald, asintió con la cabeza. El rubio muchacho esperó a la siguiente andanada y salió del improvisado refugio. Extendió los brazos y lanzó cuatro bolas de fuego sobre los arbustos que protegían a los volgar. Éstos, sorprendidos por el ataque, comenzaron a correr cuesta arriba apartándose del fuego, momento que aprovechó Rofus para poner de manifiesto su maestría con la ballesta. Todas las flechas encontraron su objetivo.

         –¡A por ellos! –bramó Fungus empuñando su espada y echando a correr tras los dos agresores supervivientes. Rael le siguió.

         –¡Alto! –ordenó Gerald– Creo que ya se han percatado de que somos superiores a ellos. Tenemos que continuar, el tiempo apremia.

         –¡Asquerosos volgar! –gritó Rofus enfurecido mientras propinaba una patada a uno de los cadáveres que había rodado cerca de él. Su caballo sangraba por la grupa, cerca de su pata trasera.

         Rael se agachó junto a Bastiral y le quitó la capucha. Un pequeño reguero de sangre teñía su negro pelo–. ¡Agua! –pidió con un grito. Fungus cogió uno de los dos pellejos de agua que llevaba colgados en su caballo y se lo lanzó. Rael vertió la mayor parte sobre la herida de su mágico compañero y el resto la destinó a la cara. El hombre reaccionó casi instantáneamente–. ¡Qué...! ¡Qué...! –farfulló.

         –Tranquilo, compañero –le musitó Rael mientras le ayudaba a reincorporarse–. Ha sido un buen golpe, pero saldrás de esta.

         Fungus le lanzó un segundo pellejo, aunque esta vez lo cogió del caballo del mago. Éste, ayudado por su amigo, bebió con avidez; después, se refrescó nuevamente la cara.

         –¿Qué... qué ha pasado? –preguntó mientras pasaba su mano por su dolorida cabeza y comprobar que estaba sangrando.

         –Volgar –dijo Fungus escuetamente mientras recogía su pellejo del suelo y volvía a colocarlo en su caballo.

         –Una pandilla de volgars nos ha atacado –le repitió Rael–. Aunque ya hemos dado buena cuenta de ellos –puntualizó. Acto seguido, se levantó y abrió la alforja que pendía del caballo de Bastiral y sacó de ella un rollo de amarillentas vendas con las que vendó la cabeza del mago.

         –Subidle a su caballo y continuemos –ordenó Gerald–. Rofus, Fungus, aseguraos de que esos patanes se levanten –dijo refiriéndose a los asustados droogs–. No podemos permitirnos más pérdidas de tiempo. Estamos cerca de nuestro destino. Muy cerca.


* * *


El bosque estaba tranquilo. Demasiado tranquilo. Prácticamente, el único sonido que rompía aquel sepulcral silencio eran las pisadas del grupo en su caminar sobre las hojas que, a modo de alfombra otoñal, decoraban el suelo.

         –¿A qué te dedicas? –preguntó Alana a Tyron– Quiero decir... eres muy hábil con la espada.

         –Es algo que se me ha dado bien desde siempre –respondió–. ¡Son muchos años de práctica!

         –¿Me vas a contar por qué estabas colgado de ese árbol? –volvió a preguntar indiscretamente.

         –Em... cogí, digamos que... "prestado" algo que no era mío –respondió.

         –Entonces, ¿eres un ladrón? –volvió a preguntar, algo sorprendida, la pelirroja muchacha.

         –¡Claro que no! –respondió Tyron– Tan sólo he usado un símil.

         –¿Entonces...? –insistió una vez más Alana.

         –Como ya te dije antes, es una historia un tanto...  –hizo una pequeña pausa– peculiar.

         –Tyron, ¿no nos dijiste que apareceríamos fuera del bosque? –preguntó Julius acercándose a la pareja e interrumpiendo la conversación.

         –No. Bueno... sí –respondió el hombre titubeante–. Aunque, en realidad, quise decir que nos ahorraríamos el tener que pasar su parte más frondosa –explicó–. Ahora sólo nos quedan unos trescientos o cuatrocientos metros para salir de él.

         –Ya –refunfuñó Bylo–. Y tampoco nos dijiste que, en realidad, nos jugábamos el pescuezo atravesando aquellas cuevas.

         –¡Hey, yo no tengo la culpa de eso! –se defendió el hombre– Tan sólo sabía que eran un camino que comunicaban ambas partes de la quebrada y, en teoría, ahorraríamos tiempo atravesándolas. Además, no había otro sitio por el que cruzar en muchos kilómetros a la redonda –añadió.

         –Pues nos ha ido por los pelos –dijo Julius.

         –Sí, estamos vivos de puro milagro –añadió Bylo.

         –Por cierto, ¿os habéis dado cuenta de que este bosque es... no sé... algo raro? –preguntó el alto chico– No se oye a los pájaros cantar, ni a las ardillas corretear por los árboles... ¡nada!

         –Quizá sea la hora de la siesta –bromeó Tyron.

         –¡Hey! –exclamo Julius– ¡Se supone que el gracioso del grupo soy yo!

         –Lo siento, lo siento –se disculpó Tyron entre risas.

         –Yo también me he percatado de ello –alegó Alana–. Y, sí, es realmente raro.

         –Cuando se produce un incendio, los animales suelen salir en estampida –dijo el hombre mientras cogía su negra melena y se ataba una coleta con una cinta del mismo color que había sacado del bolsillo de su pantalón–. Aunque, no parece que sea el caso. No huele a quemado.

         –¡Alto! –gritó de repente Celine desde la cabeza del grupo, unos metros más adelante. Los tres amigos y el hombre se detuvieron–. Señor... Tyron, por favor, ¿puede acercarse un instante?

         Tyron se apartó de los chicos y, haciéndoles una mueca, fue hasta donde se encontraba la mujer– ¿Sí? –preguntó.

         –La noche está próxima y deberemos acampar pronto –expuso–. ¿Sabe si hay algún sitio donde hacerlo cuando salgamos del bosque?

         –Que yo sepa, no hay nada en varios kilómetros –respondió el hombre–. Creo que lo más prudente sería pasar la noche entre los árboles, cerca de los límites del bosque.

         –Pues eso será exactamente lo que hagamos –añadió tras hacer un pequeño inciso–. Sigamos, pues, hasta el final del bosque –ordenó.

         El grupo se puso de nuevo en movimiento. A unos cien metros se toparon con el cadáver de un ciervo. Su cuello mostraba una enorme dentellada. Además, tenía el pecho abierto, como si unas poderosas garras se hubiesen abierto paso a través de él. Alana ahogó un grito mientras apartaba la vista del macabro espectáculo.

         –¡Vaya carnicería! –exclamó Bylo– ¿¡Quién habrá sido el desalmado que ha hecho semejante barbarie!?

         –Cualquier depredador del bosque –argumentó Julius.

   –Un animal no abre en canal a otro animal por diversión –le respondió Bylo señalando al ciervo–. Sólo matan para alimentarse. Y este animal está sin tocar.

         –Goroh –musitó Tyron.

         –¿Qué? –preguntó Julius.

         –Ha sido un goroh –volvió a repetir el hombre con el semblante serio–. Matan a sus víctimas, pero no se alimentan de ellas. Bueno... en realidad, sí. Pero tan sólo les arrancan la vesícula biliar; es lo único que les interesa. Es un manjar para ellos –explicó.

         –¡Puaj! –exclamó Julius poniendo cara de asco.

         –Y esos... goroh, ¿atacan a los humanos? –preguntó Bylo preocupado.

         –¿Tienes vesícula biliar? –obtuvo por respuesta mientras el hombre reanudaba la marcha. El muchacho se estremeció.

         –Pues ya hemos encontrado la razón de este silencio –dijo Alana mientras evitaba mirar al animal. Aunque una parte de su ser pugnaba por echarle un vistazo.

         –Espero que ese bicho se haya largado de aquí –dijo Julius–. ¡Y bien lejos!

         –Pues siento ser aguafiestas, pero «el trabajo» parecía bastante reciente –informó Tyron unos metros más adelante.

         –¿Es seguro acampar en este bosque? –preguntó Celine cruzándose en el camino del hombre.

         –Si con eso, te estás refiriendo al goroh, te diré que sus presas suelen ser animales solitarios –respondió–. Nunca atacan a manadas o grupos numerosos. Además, el cadáver aún está fresco, por lo supongo que aún tardará en volver a cazar.

         –¿Y si nos atacan varias bestias de esas? –preguntó Alana, preocupada, acercándose a la pareja– Después de ver como ha dejado a ese pobre ciervo, no creo que tengamos ninguna posibilid...

         –No creo que haya mucho más de una docena de esas bestias en Ringworld –le interrumpió Tyron–. Es más, se me hace muy raro encontrar a uno de ellos por estos lares. Su hábitat natural son las cordilleras de Ybserm, al norte de Norfrost... muy al norte –musitó tras hacer una pequeña pausa para carraspear.

         –Entonces, ¿será seguro hacer noche entre los árboles? –volvió a insistir Celine.

         –No te preocupes, mujer –respondió el hombre con una amplia sonrisa burlona decorando su cara–. Encenderemos una buena hoguera y montaremos guardia. Si ese goroh anda por aquí, no se atreverá a acercarse –afirmó con seguridad mientras tocaba la empuñadura de la espada que pendía de su espalda.

         Tuvieron que recorrer unos doscientos metros más de los previstos por Tyron para llegar al final del bosque. Julius fue el encargado de preparar la hoguera mientras sus amigos buscaban ramas secas. En poco rato se encontraban cenando y, de igual manera que el día anterior, Celine se puso aparte. Y, de nuevo, volvió a alimentarse con otra hoja de aquella extraña planta.

         –No me extraña que esté en los huesos –dijo Julius en voz baja–. Sólo come esa porquería.

         –¡Pues tú no es que estés muy gordo, estirao! –le dijo Bylo sarcásticamente.

         –Ya, pero yo luzco los huesos con más clase que ella –respondió el alto muchacho, lo que provocó las risas de sus compañeros y de Tyron, que se había sentado con ellos–. Además, ya sabes que lo mío es crecer a lo alto, y no a lo ancho.

         –Y, hablando de Celine –dijo Alana–, ¿os habéis dado cuenta de que no ha probado una gota de agua desde que empezamos el viaje?

         –¡Es verdad! ¡No había caído en la cuenta! –exclamó Bylo– Lo cierto, es que es una mujer muy rara.

         –¡Bah! Seguro que empina el codo a escondidas –dijo Julius mientras acercaba la mano con el pulgar estirado hacia su boca, imitando a una persona bebiendo, a lo que le siguió otra ronda de carcajadas.

         –Y, ¿se puede saber qué se os ha perdido por la Torre del Agua? –preguntó Tyron, cambiando de tema– Si no es mucha indiscreción –alegó tras dar un trago al pellejo de agua.

         –La verdad es que no te lo podemos decir, Tyron –respondió Bylo con tono suave–. Pero es por algo muy importante para el futuro de Ringworld. Tyron asintió con la cabeza en señal de conformidad.

         –Bueno, enseguida vengo –dijo Julius levantándose.

         –¿A dónde vas? –le preguntó Bylo.

         –A hacer una cosa que nadie puede hacer por mí –respondió el alto muchacho.

         –Ale, que te acompaño –dijo Bylo–, que me estoy aguantando desde hace rato.

         –¡Hey! ¿No son las chicas las que van en parejas? –dijo Tyron sarcásticamente.

         –¡Oye, eso lo iba a decir yo! –exclamó Julius– ¡Ya es la segunda vez que te me adelantas!

–Lo siento –volvió a disculparse el hombre–. La próxima vez, intentaré contenerme –dijo entre risas mientras los dos chicos se perdían entre los árboles– ¡Estad vigilantes! –les gritó.

         Celine, al ver que se alejaban ambos muchachos, comenzó a levantarse, pero Tyron le hizo una señal con la mano y ésta volvió a sentarse.

         –Sois estudiantes de la Torre del Anillo, ¿verdad? –pregunto el hombre a Alana.

         –Sí –respondió la chica escuetamente.

         –¿Primero? ¿Segundo? –volvió a preguntar.

         –Primero de Magia Elemental –respondió la pelirroja.

         –Yo tuve un amigo... un gran amigo, mago –dijo tras hacer una pequeña pausa–. Pero murió en extrañas circunstancias.

         –Lo siento –musitó la muchacha, cabizbaja.

         –Sabes, ese hombre me salvó el pellejo en la Gran Guerra –dijo con el rostro sombrío–. Jamás tuve la oportunidad de devolverle el favor.

         –¡Lo sabía! –exclamó Alana– ¡Sabía que eras un soldado!

         –Sí y no –respondió él–. Cuando las tropas de Xel Cateel, destruyeron mi aldea, me enrolé en la Resistencia. A las órdenes del general August Rothelmer, para ser más exacto –explicó–. Como ya te dije, siempre se me ha dado muy bien la espada, pero allí mejoré notablemente mis habilidades, tanto, que llegué a ser la mano derecha y hombre de confianza del general. A mi amigo mago lo conocí en la batalla en la que recuperamos Algheist. En aquella época, yo era un chaval.

         –En mi familia, somos casi todos magos –dijo la pálida chica–. Mi abuelo llegó a ser uno de los magos más importantes de Ringworld –dijo con voz temblorosa–. Él... también murió –musitó.

         –Vaya. Yo... lo siento –dijo el hombre.

         –Hay heridas que nunca se cierran, ¿verdad? –dijo Alana.

         –Cierto –respondió él–. Pero, en los malos momentos hay que buscar el calor de los seres queridos. Nuestros familiares y amigos son la medicina perfecta para aliviar nuestro dolor –alegó.

         –¡Ya estamos aquí! –anunció Julius.

         –Ya me he percatado –respondió Tyron–. Hacéis tanto ruido que os escucharía hasta una gárgola de piedra. Por no hablar del olor...

         –Eso es por culpa del graciosillo este –dijo Bylo señalando con el pulgar a Julius–. ¡Me ha dado un susto de muerte!

         –¡Hey, a mí no me eches la culpa de tu mala puntería! –exclamó Julius– Si no te asustases con tanta facilidad, no te habrías meado en los zapatos.

         –¡Pero mira que llegáis a ser desagradables a veces! –dijo Alana entre risas– ¡Sois incorregibles!

         –Hora de dormir –ordenó Celine acercándose al grupo.

         A regañadientes, Julius sacó una manta de su mochila y la extendió en el suelo. Bylo y Alana le imitaron.

         –Yo haré la primera guardia –se ofreció Tyron–. Bylo, ¿estás con fuerzas de hacer la segunda?

         –Por supuesto –respondió el muchacho.

         –De acuerdo. Entonces, dentro de cuatro horas te despierto –le avisó el joven guerrero–. No te sobresaltes cuando lo haga, ¿eh? –Bylo le respondió extendiendo su pulgar hacia arriba.

         –No –dijo Celine abruptamente–. Seré yo quien haga la primera guardia. Señor Tyron, usted hará la segunda.

         –Como gustes, mujer –respondió el hombre.

         La hoguera se extinguió en un par de horas dejando a la luna creciente como única iluminación. Una suave brisa movía el colchón de hojas sobre el que descansaba el grupo. Celine se levantó y comprobó por enésima vez que todos estuvieran dormidos. Julius se había fabricado una almohada con un montón de hojas, la cual había tapado con parte de su manta. Cada cierto tiempo, resoplaba estruendosamente, cosa que no parecía afectar al sueño de los demás.

         La esbelta mujer levantó la cabeza hacia las estrellas y suspiró. De pronto, se giró con inusitada rapidez y olisqueó el aire. Había algo extraño, a la vez que familiar, en él. Guiándose por su fino olfato, se adentró en el bosque. Allí, y a pesar de que aquel olor ganaba intensidad, seguía sin poder identificarlo.

         De repente, un bulto cayó pesadamente tras ella. Comenzó a girarse muy lentamente, rogando por que no fuera lo que estaba imaginando en aquel instante. A medida que lo hacía, iba notando como el miedo, acompañado de un gélido sudor, iba impregnando su cuero cabelludo. Entonces, lo vio, y abrió la boca para soltar todo el terror que, en décimas de segundo, se había apoderado de sus entrañas. Más no pudo hacerlo. Un violento golpe la derribó. Fue como si aquel blanquecino astro que iluminaba la noche con voluptuosa claridad, hubiese caído sobre su cabeza.


* * *


–¡Por fin! –exclamó Gerald– ¡Allí! –dijo apuntando con su dedo índice– Después de todo, tus conocimientos me han sido muy útiles, anciano –añadió para sí mientras volvía a acariciar la gema que adornaba su cuello.

         –Pues yo sólo veo plantas y más plantas –comentó Fungus a su hermano.

         –¡Bah! –respondió Rofus mientras escupía desde lo alto de su caballo.

         –¡Vamos! –ordenó el muchacho con la intención de que el grupo acelerase la marcha.

         Llegaron al lugar y Gerald descendió de su montura. Noran le siguió mientras Rael ayudaba a Bastiral a bajar de la suya. Los dos hermanos se quedaron vigilando el grupo de prisioneros.

         –Noran –dijo Gerald con suavidad, lo cual fue más que suficiente para que el hercúleo hombre le entendiese. Éste, desenvainó su espada y comenzó a cortar la vegetación que había frente al muchacho. De repente, uno de sus golpes topó con algo metálico, lo que provocó que saltasen chispas.

         –¿¡Pero qué...!? ¿Unas ruinas de... ¡metal!? –exclamó, sorprendido, el guerrero.

         –Continúa, por favor –ordenó el chico.

         Noran siguió cortando la maleza con cuidado de no volver a golpear aquel muro de metal que, inexplicablemente se encontraba allí. En pocos minutos logró deshacerse de las suficientes plantas y ramas como para que, a pesar de estar próximo el ocaso, poder vislumbrar lo que parecía ser una puerta. Gerald le hizo un gesto con la mano y éste se detuvo. El rubio muchacho se acercó a aquella puerta metálica, puso su mano sobre una especie de cuadro que había a su derecha y la deslizó hacia arriba. El cuadro se movió en la misma dirección y dejó al descubierto una especie de cristal verdoso con unos extraños símbolos. Gerald pulsó cuatro de ellos y aquella robusta puerta se deslizó también hacia arriba.

         –Noran. Bastiral –ordenó mientras penetraba en aquella misteriosa construcción. Ambos hombres le siguieron al interior.

         Ante ellos se abría un largo pasillo de paredes blancas, el cual se hallaba iluminado tenuemente por unas esferas que, colgadas de las paredes a cada dos metros, irradiaban una luz azulada. Noran golpeó la pared con los nudillos y pudo comprobar que también era de metal. Continuaron caminando hasta llegar a otra puerta con un letrero escrito en un desconocido lenguaje. El muchacho la abrió de la misma manera que la anterior y entraron por ella.

         El centro de la nueva estancia estaba presidido por dos especie de camas también de color blanco y que a Noran le recordaron las camas de un hospital. Frente a ellas, se hallaba una polvorienta mesa con un extraño artefacto. De sus laterales partían unos tubos que terminaban en cuatro grandes contenedores cilíndricos. Aunque el polvo cubría su cristalina superficie, se podía ver que contenían un líquido amarillento.

         Gerald se acercó a la mesa del artefacto, en cuyo centro se hallaba una esfera del tamaño de una manzana. El muchacho se arrancó el collar del cuello y tiró al suelo la cadena de oro. Puso su mano sobre un cristal rectangular prácticamente idéntico al de la entrada y, tras oírse unos leves pitidos, la esfera se abrió como si fuese un capullo de rosa. Insertó cuidadosamente la gema dentro de ella y volvió a tocar con la palma de su mano el cristal. La esfera se volvió a cerrar y las luces de la sala ganaron intensidad. Fue como pasar de la noche al día en un segundo.

         –Perfecto –musitó Gerald, complacido–. Noran, sal con Rael a vigilar a los engendros y dile a esos dos patanes que entren a limpiar este desorden –ordenó–. Tú, Bastiral, te quedarás conmigo. Tienes un trabajo que aprender y que deberás realizar cuando yo me ausente.


* * *


Los gritos despertaron al grupo. Tyron se puso en pie como tirado por un resorte y desenvainó su espada con inusitada rapidez– ¡Chicos, despertad! –gritó con urgencia mientras golpeaba a Bylo en el hombro.

         –¿Qué... qué ocurre? –preguntó éste mientras intentaba abrir los ojos.

         –¡Rápido, levántate! –le repitió el hombre mientras se dirigía hacia el origen de los gritos– ¡Tenemos problemas!

         El chico, sin perder ni un segundo, se volvió hacia su amigo– ¡Julius, despierta! –gritó mientras le zarandeaba.

         –¡No! ¡Suéltame! –gritó el muchacho, más dormido que despierto– ¡Yo no he sido!

         –¡Julius, vamos! ¡Despierta! –volvió a gritarle a la par que le abofeteaba suavemente.

         –¿¡Qué... qué pasa!? –preguntó abriendo los ojos desmesuradamente.

         –¡Rápido, sígueme! –le ordenó mientras tiraba de él.

         –¿Pero qué...? –exclamó.

         –Te lo contaré por el camino –respondió Bylo.

         Ambos muchachos se dirigieron corriendo hacia donde Tyron había desaparecido. No era tarea fácil, pues la escasa iluminación no les permitía ir todo lo rápido que hubiesen deseado, por lo que tuvieron que echar mano de los hechizos de luz.

         –¿¡Pero me vas a decir qué puñetas pasa!? –preguntó Julius a su amigo en plena carrera.

         –No lo sé –respondió éste–, pero parece que Alana está en apuros.

         Esquivaron un grupo de árboles y saltaron varios arbustos. Avanzaban sin saber a ciencia cierta a donde se dirigían. Además, tampoco estaban seguros de que Tyron hubiese continuado en esa dirección.

         –¡Maldita sea! –exclamó Julius– Seguro que tiene que ver con ese asqueroso destripaciervos.

         –Espero que no –dijo Bylo mientras tragaba saliva–. Ya sabes lo que les hace a sus víctimas.

         –Como le haya tocado un pelo a Alana, le buscaré y no pararé hasta encont... –no pudo terminar la frase, pues cayó bruscamente de bruces contra el suelo.

         –¡Julius! –exclamó Bylo parándose en seco y retrocediendo hasta donde se encontraba su amigo caído– ¿Te encuentras bien? –le preguntó preocupado.

         –Yo, sí –contestó–. Pero creo que Celine no está para muchos bailes.

         –¿¡Qué!? –exclamó con cara de sorpresa.

         Julius se levantó. Bajo él había un cuerpo tendido boca abajo con la cabeza ladeada. Efectivamente, se trataba de Celine. Bylo se agachó y, entre ambos muchachos, la pusieron boca arriba. De esta forma pudieron comprobar que aún respiraba, aunque un moratón en la parte derecha de su cara, a la altura de la sien, delataba el motivo de su inconsciencia.

         –Quédate con ella –ordenó Bylo–. Yo iré en busca de Tyron. Sin luz no creo que tenga muchas oportunidades contra ese monstruo.

         Julius asintió con la cabeza y Bylo salió disparado sin saber muy bien hacia donde ir, por lo que, mientras avanzaba, iba llamando a Tyron tan alto como su garganta le permitía.

         Pasó junto a una gran rama caída y bajó a la carrera una cuesta poco pronunciada, por la cual fue a meterse de lleno en un estrecho arroyo. Al contacto con el frío líquido, salió del agua de un ágil salto con la misma urgencia que si hubiese pisado unas brasas. Entre maldiciones, se retorció el borde de los empapados pantalones. En ese momento, se percató de que junto a un tocón, cerca de donde se encontraba, un grupo de setas habían sido pisoteadas. Sonrió para sí y continuó la carrera en esa dirección.

         De repente, un ruido le alertó de que no estaba solo. Agachándose, desactivó el hechizo de luz y continuó avanzando en cuclillas guiándose por aquel sonido. Recorridos unos metros, se escondió tras un seto; aquel ruido provenía del otro lado de él. Lentamente, comenzó a levantarse para echar un vistazo. De pronto, una mano grande y fuerte le tapó la boca a la par que tiraba de él hacia abajo. Se revolvió intentando zafarse, más el asaltante era bastante más fuerte que él. El agresor le giró hacia sí sin dejar de presionarle la boca y le hizo un gesto para que guardara silencio. ¡Era Tyron! Bylo asintió con la cabeza y el hombre le soltó– ¿Qué está pasando? –le preguntó en un susurro.

         –El goroh –contestó éste en el mismo tono de voz–. Tiene a Alana.

         –¿Y a qué esperamos? –preguntó el muchacho– Vamos a por él.

         –Iba a atacarle cuando tú has llegado en el momento más inoportuno –respondió.

         –¿Qué está haciendo ahí? –preguntó Bylo– ¿Por qué se ha parado? ¿No estará...?

         –Tranquilo –dijo con voz suave–. Se ha topado con unos grogs. Parece ser que se está aprovisionando.

         –Pues aprovechemos para atacarle –sugirió–. Antes de que le haga daño a Alana.

         –¡De eso nada! –dijo rotundamente–. Tú te quedas aquí.

         El muchacho abrió la boca para quejarse, más, la fría mirada del hombre le disuadió de hacerlo. A continuación, el hombre le hizo un gesto con la palma de la mano y salió sigilosamente por un lado del seto.

         El temible depredador se hallaba agachado frente a los desafortunados engendros. Su pelaje marrón oscuro parecía brillar con luz propia bajo los rayos del astro nocturno. Tyron se movió con el mayor sigilo que pudo, pues las finas y puntiagudas orejas del ser, pese a estar ocupado, seguro que le detectarían al menor ruido.

         El goroh deslizó sus garras por el pecho del segundo droog. Un charco de sangre cubrió al instante el torso del desdichado ser. Cuidadosamente, introdujo las poderosas uñas de ambas manos en la brecha y la abrió sin apenas esfuerzo. Con milimétrica precisión, cortó y apartó el hígado del engendro y, con dos de sus uñas, extrajo la vesícula biliar. Se reincorporó y la guardó en el sucio y chorreante zurrón que colgaba de su costado derecho. Después echó un vistazo a la muchacha que yacía en el suelo junto a otros dos droogs, momento en el que percibió la presencia de Tyron. Al ver al hombre, la bestia gruñó amenazadoramente mostrando los letales dientes que coronaban su largo hocico. Dejó caer los brazos a ambos lados de su cuerpo, con sus afiladas garras prestas para el combate y volvió a lanzar otro sonoro gruñido.
         Tyron ya no contaba con el elemento sorpresa; se había desvanecido como un puñado de sal en la inmensidad del océano. Lentamente, levantó su espada por encima de su hombro dispuesto a asestar el primer golpe. Sabía que si fallaba no tendría la más mínima oportunidad frente a tal poderoso enemigo. Y, menos aún, en la penumbra.

         Avanzó un paso. Lentamente. Después otro. El monstruoso ser esperaba pacientemente el ataque del hombre. No tenía prisa, pues no era la primera vez que se hallaba en esa situación y era conocedor de su ventaja frente al humano.
         Tyron dio un paso más. Y otro. Tan sólo cinco metros le separaban del fatídico enfrentamiento. Miró a la muchacha tendida en el suelo boca arriba. No le pareció que estuviera herida. Volvió a posar su mirada sobre su adversario, dio un par de pasos rápidos y cargó con furia contra la bestia.
         El goroh esquivó el ataque con suma facilidad y contraatacó. Lanzó un manotazo que impactó con fuerza en pleno mentón del valiente hombre, el cual salió despedido varios metros.
         Antes de que Tyron se rehiciera del golpe recibido, el monstruo se plantó frente a él dispuesto a darle el golpe de gracia.

         –¡Nooo! –gritó desesperadamente una joven voz. El monstruo se giró hacia el origen de aquel grito. Miró al muchacho e, ignorándolo, levantó su garra dispuesto a acabar con la vida del hombre.
         Bylo, instintivamente, extendió su mano derecha y de ella salió una bola en llamas que impactó en el depredador. El impacto apenas dañó la dura piel del monstruo, pero fue suficiente para que, sorprendido por el poder de aquel diminuto humano, se revolviese con rapidez, se cargase a la muchacha al hombro y, con una agilidad asombrosa, saltara unos arbustos, perdiéndose en la oscuridad.

         Bylo, saliendo de su asombro (que era aún mayor que el del propio goroh), corrió hacia el hombre, el cual intentaba ponerse en pie– ¡Tyron! –le gritó. Y se agachó junto a él–. ¡Lumia-Ovo! –exclamó. Y un halo de luz le envolvió– ¿E... estás bien? –preguntó asustado.

         –A... lana –murmuró. Se intentó levantar, pero sus piernas no encontraron la fuerza suficiente para sostenerle.

         –Tranquilo, tranquilo –le susurró el muchacho–. Tómate tu tiempo –le dijo mientras le ayudaba a sentarse en el suelo.

         –¡Bylo! –exclamó una voz a su espalda. Se trataba de Julius, el cual se encontraba en una situación similar a la suya. Celine, colgada del cuello del alto muchacho, caminaba con dificultad. Julius la ayudó a sentarse en el suelo junto a la pareja– ¿Qué ha pasado? –le preguntó a su amigo.

         –Ese... goroh –respondió con voz entrecortada– se ha llevado a Alana.

         –¿¡Quéeee!? –exclamó colérico– ¿Por dónde se ha ido? –preguntó mirando alrededor– ¡Vamos a por él!

         –Es muy rápido y fuerte –contestó Bylo–. Ni siquiera Tyron pudo con él.

         –En cuanto Tyron y Celine puedan mantenerse en pie, iremos tras él –dijo Julius, tajante.

         –No... –intervino Celine mientras se tocaba su dolorida frente.

         –¿Qué? –preguntó Bylo.

         –Debemos... continuar con... la misión –alegó, no sin esfuerzo.

         –¿¡Pero estás loca, o qué!? –rugió Julius exasperado– ¡Ni se te ocurra por un momento que voy a dejar a...!

         –¡A mi no me hables en ese tono, muchacho! –le interrumpió, enfadada, la mujer. Una punzada de dolor recorrió su maltrecha cabeza– ¿O acaso no es más importante Ringworld que una simple muchacha?

         –Esa que tú llamas «simple muchacha» es nuestra amiga –intervino Bylo apoyando las palabras de su amigo–. Y Ringworld tendrá que esperar. No la abandonemos a su suerte.

         –¡Estáis muy equivocados si pensáis que os vais a sal...!

         –Iré yo –dijo Tyron tímidamente mientras pasaba la mano por su mentón.

         –¿Cómo? –preguntó Bylo.

         –Vosotros seguid vuestro viaje –explicó–, yo me encargaré de traer sana y salva a vuestra amiga.

         –¡Por favor! –bufó Celine– Ya es demasiado tarde para ella –dijo cruelmente–. ¿Acaso no veis lo que hace con sus víctimas? –dijo señalando al trío de droogs que yacía en el suelo–. No quisiera ser pesimista, pero todo parece indicar que será una pérdida de tiemp...

         –Y tú, parece ser que no te has dado cuenta de que ha tenido tiempo más que suficiente para hacerlo –le interrumpió Tyron–. Incluso, pudo haberte matado a ti y no lo hizo –argumentó mientras deslizaba el pulgar de arriba a abajo por su pecho–. Estoy convencido de que Alana aún sigue viva. De esas bestias no sé mucho más de lo que os he contado, pero parece ser que cuando se proponen acabar con su presa, no hay quien los detenga –argumentó–. Si la hubiese querido matar, ya lo habría hecho sin importarle que nosotros estuviéramos a su lado. No –dijo negando con la cabeza–. Debe de tener alguna razón para habérsela llevado.

         –Como quieras –dijo la mujer–. Tienes dos días. Si en esos dos días no apareces por Nemor, entenderé que has fracasado en tu misión.

         –De acuerdo –dijo el hombre mientras recogía su espada del suelo y se la acomodaba en la funda que pendía de su espalda–. En dos días volveréis a ver a vuestra amiga. –Y comenzó a caminar en la dirección por la que el temible goroh había huido.

         –¡Tyron, espera! –le llamó Bylo con urgencia. Se acercó al hombre y, metiendo la mano en el bolsillo, sacó una Wrallie– Toma. Ya sé que no tiene mucho alcance, pero... brillará cuando estemos cerca.

         –Sé como funciona. Gracias –dijo el hombre cogiendo la canica de la mano del muchacho y guardándosela en el bolsillo de su camisa–. Por cierto, gracias por lo de antes. Estaba algo... descompuesto, pero me di cuenta de lo que hiciste. Fue impresionante.

         –Tú has hecho lo mismo por nosotros en más de una ocasión –contestó Bylo regalándole una sonrisa.

         –Volveré –dijo el hombre mirándole fijamente a los ojos tras hacer una pequeña pausa. Se dio media vuelta y, bajo la atenta mirada del trío, se perdió entre los árboles.

         –Regresemos al campamento –ordenó Celine–. Pronto amanecerá y deberemos continuar nuestro viaje.

         Los dos amigos siguieron a la delgada mujer. Bylo, con nostalgia, echó la vista atrás con un solo deseo en su mente: que Tyron y Alana regresaran sanos y salvos.


* * *


–¡Vaya trabajo de mierda! –se quejó Rofus mientras echaba un puñado de ramas a una gran manta que habían improvisado como transporte para sacar la basura afuera.

         –Alguien tiene que hacerlo, ¿no? –le respondió su hermano– Si el maestro necesita esta habitación limpia, será para algo importante... Supongo.

         –Pero tenemos a esa escoria de droogs –respondió–. ¡Podría habérselo mandado a ellos!

         –Venga, va, que apenas nos queda nada –le animó Fungus–. Además, no te vas con las manos vacías –dijo refiriéndose a la cadena de oro que su hermano había encontrado en el suelo.

         –¡Daos prisa, gandules! –gritó Noran apoyado en una de las camas.

         –¡Ya es suficiente! –exclamó Gerald entrando en la habitación acompañado de Bastiral. Desde que habían llegado, el encapuchado mago no se había separado del muchacho– Vosotros dos –dijo dirigiéndose a los dos hermanos–. Sacad la basura fuera y traedme un droog.

         –¡Ya era hora! –murmuró Rofus mirando de soslayo a su hermano.

         Entre ambos, tiraron de la manta y la arrastraron por el largo pasillo. Al cabo de unos minutos, regresaron con un droog, el cual, aunque iba maniatado, se revolvía como un animal camino del matadero.

         Gerald, por tercera vez desde que habían llegado, volvió a comprobar meticulosamente los tubos que comunicaban aquella extraña maquinaria con los contenedores del desagradable líquido amarillo.

         –Perfecto, perfecto –murmuró para sí, complacido. Se acercó a la máquina en la que había depositado la gema y volvió a poner la mano sobre el rectángulo de cristal. Movió ágilmente sus dedos sobre él y el primer contenedor de la izquierda comenzó a perder líquido. Una vez que se hubo quedado vacío, éste se abrió. Gerald se volvió hacia Fungus y Rofus–. Metedlo dentro –les ordenó. Y ambos hermanos, agarrándolo por los brazos, lo arrastraron hasta la entrada del contenedor. El droog se revolvió salvajemente. Rofus recibió una patada en el estómago que contestó con un brutal puñetazo, el cual dejó aturdido al droog, momento que aprovecharon para meterle dentro.

         Gerald volvió a operar sobre la máquina y la puerta de cristal se cerró. El contenedor comenzó a llenarse de nuevo con aquel líquido de desagradable color amarillento. El droog, al sentir el frío líquido en contacto con su piel, se espabiló instantáneamente y comenzó a gritar y a golpear con furia el cristal. En cuestión de segundos, el contenedor se llenó por completo y aquel extraño líquido, paulatinamente, comenzó a volverse viscoso para, finalmente, transformarse en una materia sólida y verdosa que aprisionó sin piedad al desdichado engendro.

         El rubio muchacho esperó poco más de un minuto antes de volver a mover los dedos sobre el rectángulo, tras lo cual, la materia comenzó a fundirse igual que un trozo de hielo al sol.

         –Sacadle –ordenó tras volver a activar la puerta. Fungus y Rofus cogieron por las axilas al droog y lo arrastraron fuera del contenedor–. Ponedle en la camilla boca abajo –dijo. Acto seguido, cogió los brazos de la criatura y las ató en una especie de grilletes destinados para tal propósito; después hizo lo mismo con sus piernas. Se aproximó a una de las paredes y deslizó su mano sobre uno de los grandes paneles cuadrados de los que estaba compuesta. Éste, se iluminó fugazmente y se desplazó hacia la derecha. Dentro de él había viales de distintos colores, agujas de varios tamaños y un grupo de extrañas herramientas. Tomó una aguja y cerró el panel. Después se acercó a panel contiguo y lo abrió del mismo modo que el anterior. Éste, tan sólo contenía decenas de extraños abalorios semitransparentes de un tenue color azul. Medían unos treinta centímetros y simulaban una columna vertebral. Cogió uno de ellos, le colocó la aguja en un orificio hecho para tal propósito y se acercó a la camilla donde yacía el droog. Tanteó con la yema de sus dedos la nuca del monstruo y, certeramente, clavó en ella la aguja. Instantáneamente, el abalorio comenzó a llenarse de un viscoso líquido de color verde.

         –Tienes el honor de ser la primera pieza de mis huestes. ¡Y mi voluntad será tu cometido! –exclamó triunfalmente.


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