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16. Un cazador implacable

Goobard cruzó con paso firme el portón de la torre. Su severa expresión denotaba que no era portador de buenas noticias. Ni siquiera el joven soldado que se cuadró ante él a la entrada del elevador le sacó de sus pensamientos. Una vez hubo montado en la plataforma, se quitó el casco y, como de costumbre, se lo acomodó bajo su brazo izquierdo.
         Un par de minutos más tarde, el elevador alcanzó su destino. El fornido capitán se apeó con urgencia y, con paso apresurado, recorrió el pequeño trecho de pasillo hasta llegar a la puerta del despacho del rector. Los dos guardias que había apostados en la puerta se cuadraron y, en señal de saludo militar, golpearon su pecho con el puño, al que Goobard, beneplácito, respondió con una ligera inclinación de cabeza. El guardia de la derecha llamó a la puerta y, a continuación, la abrió para que su superior entrase, tras lo cual, volvió a cerrarla. Dentro, el rector Delius, sentado tras su astillada mesa, se hallaba absorto examinando un mapa de Ringworld. Con él se hallaban Varen laMoont y Baltazar. Reylis se acercó hasta ellos y, tras una leve reverencia, informó.

         –¡Ni rastro! –dijo disgustado– Es como si se le hubiera tragado la tierra. Aunque... –hizo una pequeña pausa– El puente de la quebrada de Orhs ha sido destruido, lo cual nos hace pensar que ha huido por él. He mandado un destacamento hasta el camino de Tyriam. Perderemos un día, pero...

         –Se dirige a la Torre del Agua –le interrumpió laMoont–. Me temo que va a ser imposible que nuestros soldados lleguen antes que él.

         –Afortunadamente, los habitantes de la Torre del Agua son gente extremadamente desconfiada –dijo Delius–, y orgullosa, debo añadir. Por lo que dudo mucho que le permitan entrar sin más.

         –Seguramente ya ha planeado la forma de colarse en ella. Ha tenido tiempo de sobra para hacerlo –alegó laMoont–. Durante todos estos años que he estado «conviviendo» con él, ese ser ha sabido como entrar en mi mente. Todos mis pensamientos, mis recuerdos... mi vida entera, son suyos –explicó Varen con tristeza–. Aunque, por otra parte, tan sólo he estado una vez en la torre y, por fortuna, esa información no es suficiente como para elaborar un plan para entrar en ella.

         –Aún así, debemos esperar cualquier cosa de ese diabólico ser. Por otra parte, y como he dicho antes, la desconfianza de la que hacen gala sus habitantes, quizá nos dé algo de tiempo –dijo el rector–. Por lo que sugiero que sigamos con el plan y mandemos nuestras tropas allí y, si logra entrar, tal vez podamos evitar que salga.

         –Si les avisamos antes de que mis hombres lleguen –sugirió Reylis–, quizá logremos que...

         –Cuando se hizo con el primer anillo –le cortó Delius– envié un comunicado a todas y cada una de las torres. La Torre del Agua fue una de las que no respondió a mi mensaje, el zyro regresó de vacío.

         –Seguramente, el anillo esté oculto en la zona submarina de la torre –opinó Baltazar–. Allí, sólo se puede acceder si eres capaz de respirar bajo el agua, por lo que no lo va a tener nada fácil. Y menos, si está custodiada por esas mascotas acuáticas que tienen.

         –Psirays –puntualizó el rector–. Sí, son sumamente peligrosas. Por cierto, ¿han sido informados de ello esos... dos hermanos? –preguntó desviándose ligeramente del tema.

         –Envié un mensajero al encuentro de su grupo –respondió Reylis–. Supongo que ya estarán al tanto de todo.

         –Bien –dijo, complacido, el rector–. A ver si la suerte nos acompaña y, por fin, terminamos con esta pesadilla.

         –Siento disentir contigo, Rasmus –intervino Baltazar–. Aunque consigamos capturar a ese chico y esa jaula de la que me has hablado, funcione, aún nos quedará encontrar la forma de destruir a ese ser sin dañar al muchacho.

         –Cierto, cierto –asintió el rector y, levantándose, se aproximó a una de las ventanas–. Si la premonición del Oráculo es completamente cierta, deberemos estar preparados para luchar. Reylis, por favor –dijo tras una breve pausa–, prepara dos parejas de soldados. Llevarán un mensaje en persona a las otras dos torres que custodian los anillos. De la Torre Verde no debemos preocuparnos, están dispuestos a colaborar; incluso ya se están preparando contra la amenaza.

         –Prepararé inmediatamente los comunicados –dijo Baltazar y, tras volver su mirada hacia el capitán, este último asintió en señal de conformidad.


* * *


Alana despertó rodeada de tinieblas. Se sentó en el suelo y esperó unos segundos a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad mientras se frotaba los brazos al unísono. El frío que hospedaba la gélida cueva en la que se hallaba le calaba hasta los huesos. Se puso en pie y comenzó andar hacia la tímida luz que asomaba por la esquina más alejada de donde se encontraba. Al alcanzar la entrada de la cueva, tuvo que protegerse los ojos con su mano para evitar el hiriente sol de la mañana. Una vez que se hubo acostumbrado a la luz matinal, salió al exterior cautelosamente mirando en todas las direcciones y rezando por no encontrase con aquella bestia que la había arrancado de sus sueños en la madrugada.
         Sin apartarse de la formación rocosa y oculta tras los arbustos que la rodeaban, continuó andando hasta que un leve gruñido hizo que su vello se erizase. Allí estaba. A un par de decenas de metros de ella, se encontraba aquella horrible criatura, agachada. Parecía que estaba escarbando en la tierra o, quizá, ¡enterrando algo! Tan solo pensar que pudiese estar dando sepultura al cuerpo sin vida de una persona o, peor aún, al de uno de sus amigos, hizo que se estremeciera todo su cuerpo–. No. No puede ser. Están vivos. ¡Tienen que estarlo! –se obligó a creer mientras se apoyaba en la rocosa pared. Tras unos segundos de incertidumbre, decidió proseguir. Se agachó y continuó en cuclillas unos cuantos metros, tras los cuales se irguió y comenzó a acelerar la marcha.

         La mañana era fría. El verano estaba agonizando y el otoño empezaba a presagiar un invierno inclemente. El recuerdo de aquellas tardes que, en compañía de su abuela, pasaba al calor de las gratificantes llamas del hogar, atravesó su mente con crueldad.
         De repente, algo tiró de ella hacia atrás impidiendo su avance. Se volvió lentamente mientras un frío sudor comenzaba a recorrer su trémulo cuerpo. Por fortuna, tan solo se trataba de una traviesa rama que se había encaprichado de su blusa. Respiró aliviada y, agarrando sus ropas, tiró de la rama en un fallido intento por liberarse de ella, tras lo que decidió partirla. El crujido, pese a ser prácticamente inaudible, hizo que el goroh levantase la cabeza. Alana se agachó de inmediato y entre la vegetación observó a la criatura que, tras mirar un par de veces a su alrededor, continuó con su tarea. Alana soltó el aire que había quedado aprisionado en sus pulmones y, nuevamente encogida, siguió avanzando sin apartarse de la rocosa pared. Cuando hubo recorrido una distancia que consideró prudencial, salió de entre la maleza y comenzó a correr con unas ganas tan solo comparables a las de volver a estar junto a sus amigos.
         Bajó un terraplén con precaución y llegó a una planicie yerma. A un par de cientos de metros vislumbró una zona arbolada, por lo que pensó que entre sus árboles le sería más fácil dar esquinazo a esa horrible abominación. Atravesó la extensión de terreno tan deprisa como pudo y se sentó tras un árbol para recuperar el resuello. Permaneció allí un par de minutos más y, tras asomarse en un par de ocasiones para cerciorarse de que aquella bestia no había seguido su rastro, se incorporó y continuó su huída.

         El frío continuaba haciendo acto de presencia, y el hambre y la sed comenzaban a hacer mella en la muchacha. No sabía donde se encontraba ni hacia donde se dirigía pero, obligándose a superar la mezcla de amargas emociones que sentía, echó mano de su inquebrantable determinación. No dudaría en continuar su camino hasta encontrar a alguien que pudiera ayudarla a dar con sus amigos o a regresar a casa para pedir ayuda.
         Giró la cabeza y volvió a echar un vistazo rápido en la dirección por la que había venido. Todo parecía indicar que la bestia aún no se había percatado de su huída, por lo que decidió ponerse inmediatamente en movimiento, pues estaba segura de que éste seguiría su rastro hasta volver a capturarla para... detuvo sus pensamientos porque, simplemente, no quería ni imaginarse cual sería la oscura razón de que no hubiese corrido la misma suerte que el ciervo o los desdichados droogs que se habían cruzado en el camino de la sanguinaria bestia.

         Continuó caminando un buen rato hasta que un sonido que, en un principio le pareció un trueno, la sacó de sus pensamientos. Se detuvo y escuchó con atención. Parecía el sonido producido por caballos a galope–. Quizá sean soldados de Itsmoor en busca de Gerald o de mi grupo– se dijo mientras se encaminaba con urgencia hacia el lugar del que parecía llegar el ruido de los cascos. De pronto, dos jinetes pasaron frente a ella con una rapidez digna de una centella. Alana corrió tras ellos sacudiendo los brazos y gritando, pero el ruido producido por el galope de los animales ahogaron sus gritos de socorro. Abatida, se dejó caer de rodillas sobre el polvoriento camino. Se quedó allí durante un par de interminables minutos, tras los cuales volvió a ponerse en pie–. Al menos, ahora tengo un camino que, a buen seguro, me llevará a algún sitio –se dijo en voz alta mientras se sacudía el pantalón y, esbozando una tímida sonrisa recordó lo que a menudo solía decirle Julius: «Tienes una innata cualidad para encontrar el lado bueno de las cosas... ¡aunque no lo tengan!». Así que, se puso a andar en la dirección por la que habían desaparecido los jinetes.

         Tras más de media hora de caminata, atravesó un puente. El río que mansamente circulaba bajo él era lo suficientemente caudaloso para que hubiese un pueblo en sus cercanías. Y el rojizo tejado que vislumbró tras doblar la curva cubierta de árboles que había tras el puente, lo constató. Llena de júbilo, aceleró el paso hacia el edificio. Por lo que pudo apreciar en la lejanía, parecía ser una posada, taberna o algo parecido.
         A pesar de estar muerta de frío y sentir una punzada de dolor en el estómago, su agotamiento, unido al ritmo que llevaba, la obligaron a hacer una pequeña pausa. Se sentó sobre unas rocas al borde del camino e inspiró profundamente. Estaba agotada. Volvió a frotarse los brazos con ambas manos, pues a pesar de estar sudando por el duro desgaste físico realizado, el frío parecía haber encontrado refugio en lo más hondo de su ser.
         De pronto, un apenas audible crujido puso en alerta cada poro de su piel. Se levantó de un salto y, dándose la vuelta, alzó su mano derecha con la intención de usar el hechizo de ataque más poderoso que hubiese sido capaz de aprender en la torre. Pasó un interminable minuto sin oírse nada, tras el cual, se volvió a repetir el sonido. Con los nervios crispados, retrocedió un par de pasos. Después otro. Volvió a llenar sus pulmones de aire. De repente, un pequeño animal del bosque pasó ante ella con una rapidez inusitada. Alana bajó el brazo y, sonriendo nerviosamente, casi se rió de sí misma. Su subconsciente acababa de jugarle una mala pasada–. He estado a punto de lastimar a una inocente ardilla –susurró casi avergonzada.
         Volvió a mirar hacia el edificio de tejas rojas y dio un paso hacia él. No pudo dar otro, pues una sombra se abalanzó sobre ella. Cayó al suelo de espaldas y pudo ver al horrible monstruo del que había huido hacía casi una hora–. ¿Cómo era posible que..? –calló mentalmente para hacer acopio de todas sus fuerzas y gritar con todo su alma esperando ser escuchada por alguien de aquella posada. El goroh se la cargó al hombro y la pelirroja, sin amedrentarse, comenzó a patalear y golpear con los puños a aquella bestia. Y fue ese arranque de furia el que le permitió zafarse de su captor. Cayó de costado sobre el duro suelo y, poniéndose en pie con urgencia, comenzó a correr hacia el pueblo con la esperanza de que esa implacable bestia asesina no se atreviese a acercarse a él. Más, éste volvió a demostrar sus innegables dotes de cazador consumado y, de un salto, se plantó frente a la muchacha. Ésta, abrió la boca para volver a gritar, más un fugaz movimiento del goroh logró ahogarlo. Y para Alana, el día se convirtió en noche.


* * *


         –Nemor –dijo Julius mientras unía las dos partes del destartalado cartel–. Por allí –añadió extendiendo su dedo índice. Celine, que se hallaba unos metros por detrás de los dos muchachos, comenzó a caminar sin mediar palabra por el camino que Julius acababa de indicar. Éste y Bylo la siguieron.

         –¿Crees que Tyron...? –Bylo no pudo terminar la frase; el temor por perder a su amiga atenazaba su garganta cual tenaza de herrero amordaza un trozo de ardiente acero.

         –Deja ya de preocuparte, ¿vale? Tyron acabará con esa asquerosa abominación y traerá a Alana sana y salva –respondió Julius.

         –Yo... Esa cosa es muy rápida –alegó Bylo–. Estuvo a punto de matar a Tyron. No sé si esta vez será difer...

         –¡Venga ya, Bylo! Tyron nos ha demostrado de lo que es capaz –respondió con optimismo el alto muchacho–. Es fuerte, valiente... y cree en sí mismo y en sus posibilidades. Cosa que, por lo que veo, no eres capaz de hacer tú –le reprochó con tono sarcástico.

         –Pero, tú no viste a esa cosa... cómo se movía... esa furia... Es un formidable luchador, un cazador que no teme a nada ni a nadie –explicó Bylo amargamente–. Hasta el guerrero más temible de Ringworld tendría pocas posibilidades ante él.

         –Desde luego, cuando te pones, ¡a pesimista no hay quién te gane! –exclamó Julius–. Ya viste lo que Tyron hizo con el escorpión gigante. Usó la cabeza –argumentó dándose unos golpecitos en la sien con el dedo índice–. Seguro que se saca una treta de la manga y acaba con ese dichoso goroh en menos que canta un gallo.

         –Gustosamente, daría media vuelta e iría en su busca –confesó Bylo.

         –¿Y cómo piensas enfrentarte a ese monstruo? –preguntó Julius– ¿Con el hechizo Répelus? ¿O le piensas lanzar un hechizo de luz? –añadió con sorna– No tenemos conocimientos sufic...

         –¡Le lancé una bola de fuego! –le interrumpió Bylo– No... no sé cómo, pero lo hice.

         –¿¡Quéee!? –exclamó, incrédulo, el alto muchacho– ¿Me estás diciendo que...?

         –Julius –volvió a interrumpirle–. Hice aparecer una bola de fuego de mi mano –explicó–. Fue un acto reflejo. No sé... tal vez, al ver que corría peligro la vida de...

         –¿¡Pero tú sabes lo que estás diciendo!? –esta vez fue Julius el que cortó a su compañero– ¡Pero si ni siquiera hemos dado ese tipo de magia en la torre! ¡Ni lo haremos hasta dentro de un par de cursos por lo menos! –añadió.

         –Pues te puedo asegurar que lo lancé –replicó el muchacho, frunciendo el ceño–. Me salió sin más.

         –Si no es que dude de ti, Bylo, tan sólo digo que el hecho de que lo hicieras es, cuando menos, algo extraño –respondió Julius con voz sosegada–. Mejor dicho, demasiado extraño –añadió haciendo énfasis en la penúltima palabra.

         –Sí. Y yo también me quedé alucinado cuando ocurrió –admitió Bylo–. No sé qué me está pasando. Primero las pesadillas, y ahora esto.

         –Quizá, también tenga que ver con la dichosa profecía –dijo el esbelto chico–. Y sabemos quien puede sacarnos de dudas –añadió fijando su mirada en la huesuda mujer.

         –¿Y tú crees que nos dirá algo? –preguntó Bylo– Ya sabes como es.

         –Por probar no perdemos nada –respondió mientras aceleraba el paso–. Celine –dijo acercándose a la mujer. Ésta, sin aminorar la marcha, giró la cabeza hacia los muchachos con expresión inquisitiva–. Necesitamos preguntarte algo.

         –Dependiendo de la pregunta, obtendréis una respuesta –contestó, fríamente, la mujer. Julius tuvo que morderse el labio inferior para evitar contestarle de malas maneras.

         –Es que... –balbuceó Bylo.

         –Si dudas en tu pregunta, es porque quizá no esperas una respuesta –apuntó Celine.

         –Es acerca del asunto este del "elegido" –dijo el muchacho tras coger aire–. Esta madrugada, cuando nos atacó el monstruo ese y Tyron se enfrentó a él, lancé un hechizo que jamás había usado.

         –Es posible –respondió la mujer–. La desesperación y las situaciones límite pueden, para bien o para mal, cambiar a cualquier persona.

         –Sí, ¡pero le lancé una bola de fuego! Y ese hechizo no lo hemos estudiado en la torre –explicó.

         –Ya veo –dijo la mujer acariciando su mentón–. Y quieres saber si tiene algo que ver con que tú seas el supuesto elegido, ¿verdad?

         –Sí, porque si tengo capacidades que desconozco, nos vendrían muy bien en nuestra misión, y quisiera saber si hay alguien que pueda enseñarme a usarlas –dijo–. ¿El Oráculo, o... quizá tú?

         –Desconozco si esos poderes tuyos tendrán algún tipo de conexión con la profecía –respondió la huesuda mujer–. Quizá los hayas heredado de tus padres.

         –Si los hubiese heredado –dijo Julius irrumpiendo en la conversación–, el hechizo Répelus le hubiese salido en clase a la primera, en vez de hacerlo en tu montaña.

         –¿Cómo? –inquirió Celine, perpleja.

         –Pues que en la Montaña de los Dioses nos atacó un asqueroso bicho y Bylo le lanzó un hechizo que en clase no le salía ni a la de tres –explicó el joven.

         Celine se quedó pensativa. ¿Cómo era posible tal cosa? ¿Por qué se lo había ocultado su hermana? Si Irya conocía este detalle, y estaba bastante segura de ello, estaba convencida de que también le ocultaba más cosas sobre la profecía, de la que ya empezaba a dudar sin saber a ciencia cierta por qué.

         –¿Celine? –dijo la voz de Bylo, sacándola de sus pensamientos.

         –Se lo preguntaremos al Oráculo cuando regresemos –fue la primera respuesta que se le ocurrió. Y aceleró el paso alejándose de los muchachos.

         –Ya te lo dije –dijo Bylo a su amigo–. Es como hablar con la pared.


* * *


Se giró y sintió el calor de las llamas en su rostro. Abrió los ojos e, instintivamente, se alejó de ellas. Sentada en el suelo, comprobó aterrada que volvía a encontrarse en la cueva en la que la había encerrado aquel monstruo, el cual se hallaba tumbado al otro lado de la cálida hoguera. Miró hacia todos lados en busca de algo con que defenderse de ese repugnante ser. Gateó unos metros hacia su izquierda y cogió una gran roca. En ese preciso instante, el goroh se incorporó y se quedó mirando fijamente a la muchacha. Tras unos incómodos segundos, la bestia se giró hacia su derecha y recogió algo del suelo; se puso en pie y se acercó a Alana. Ésta, con dificultad, también se levantó y, dando un par de pasos hacia atrás, elevó la roca sobre su cabeza de forma amenazadora. El goroh extendió su brazo. En su mano sostenía medía docena de raíces que ofreció a la chica.

         –¡No te acerques a mí! –gritó la muchacha– ¡Déjame en paz! –La bestia emitió un gruñido y estiró más el brazo hacia ella. Alana, nuevamente, esgrimió la roca de forma amenazante y volvió a gritar –¡Fuera, fuera! ¡Aléjate de mí!

         El goroh dejó caer las raíces al lado de la hoguera y volvió a tumbarse en el lugar donde se había levantado. Alana bajó los brazos y, dejando la piedra cerca de sí, se dejó caer de rodillas –¿Qué quieres de mí? –preguntó a la criatura, como si ésta pudiera entenderla y, acto seguido, se puso a sollozar.

         Pasó un buen rato hasta que se calmó. Sentada, apoyó su espalda en la pared y observó al goroh– Si hubiese querido matarme, ya lo habría hecho –pensó. Su estómago se quejó nuevamente y miró las raíces que tenía a su lado. Se obligó a pensar que si no comía algo acabaría sin fuerzas para intentar escapar en otro descuido de la bestia. Estiró su mano y las recogió. Jamás había probado nada tan insípido, pero podía considerarlo como un manjar teniendo en cuenta la situación en la que se encontraba.

         Pasó algo más de una hora antes de que la hoguera se extinguiera. El goroh se puso en pie y, con arena y piedras del suelo de la cueva, ahogó las últimas brasas. Acto seguido, gruñó e hizo un gesto a la muchacha para que se levantara. Alana comenzó a incorporarse sin prisa, por lo que el monstruo se acercó a ella y le agarró del brazo obligándola a abandonar la cueva. Una vez fuera, señaló con su largo dedo índice la dirección a tomar. Alana, sumisamente, se limitó a caminar.

         Bajaron por el terraplén por donde (no sabía a ciencia cierta cuanto tiempo había pasado) comenzó su huída, pero al llegar a la planicie, se desviaron hacia la derecha. Caminaron durante un buen rato hasta llegar a un pequeño riachuelo en el que Alana, por fin, pudo saciar su sed y, de paso, asearse un poco. El goroh volvió a gruñir e indicar el camino con sus afiladas garras.

         –¿No podemos descansar un rato? –preguntó la muchacha. Un nuevo gruñido, algo más fuerte que el anterior, fue lo único que obtuvo por respuesta, por lo que reanudó la marcha sin rechistar. El goroh, al igual que había hecho durante todo el camino, se puso a andar a unos cuantos metros por detrás de ella.

         Transcurrido otro buen periodo de tiempo, se internaron en un frondoso bosque en el que el monstruoso ser se puso a recoger ramas secas del suelo o a arrancarlas de algún que otro inerte árbol. La mañana había amanecido fría y, a pesar de que era mediodía y que los tímidos rayos del sol intentaban abrirse paso hasta ellos, las frondosas copas de los árboles pugnaban por impedírselo.

         –¿Cuándo descansaremos? –preguntó la muchacha con la plena convicción de que el salvaje ser estaba recogiendo leña para hacer una hoguera– Estoy agotada –añadió.

         La bestia, ignorando su queja, se detuvo, levantó la cabeza y olisqueó el aire. Arrugó el ocio y volviéndose hacia Alana, movió la cabeza en señal de apremio.

         La cérea muchacha, resignada, continuó caminando. Recorridos unos metros, se oyó un chasquido y el suelo se abrió bajo sus pies dejando al descubierto una trampa perfectamente camuflada.

         El monstruo soltó instantáneamente las ramas que portaba y dando un ágil salto en la dirección en la que se encontraba la joven, estiró con urgencia su peludo brazo hacia ella. Pero su mano agarró el aire. Ya era demasiado tarde, Alana había caído en las entrañas de la trampa. ¡Y no estaba sola en ella!


* * *


El alarido fue estremecedor. El droog, inmovilizado boca abajo, pugnaba sin éxito por zafarse de las metálicas garras que atenazaban sus brazos y piernas.

         Gerald volvió a repetir el mismo proceso por sexta vez. Tocó en secuencia las pequeñas esferas incrustadas en aquel extraño abalorio con forma de columna vertebral. Éstas, fueron iluminándose a medida que el habilidoso muchacho posaba sus dedos sobre ellas. Acto seguido, realizó la misma operación en la especie de pulsera que había acomodado en su brazo izquierdo. El engendro dejó de revolverse al instante–. Soltadle –ordenó Gerald mientras se acercaba a comprobar los símbolos luminosos que parpadeaban en uno de los contenedores de vidrio. Noran y Rael, colocados a ambos lados de aquella especie de cama de hospital, obedecieron la orden de su maestro.

         El droog se incorporó y, tal y como hicieran sus cinco predecesores, se quedó inmóvil con la mirada perdida. Gerald regresó junto a él y lo observó beneplácito. El primitivo ser que había entrado en el cilindro cristalino se había convertido en un temible y poderoso guerrero, ya que su masa muscular parecía haberse triplicado. La vena de su cuello palpitaba con tal intensidad que parecía que fuese a reventar de un momento a otro–. Espera fuera –le dijo con voz suave, y aquella bestia comenzó a caminar hacia la salida.

         –Maestro –dijo Noran. Gerald  posó su mirada en el musculoso hombre–. Maestro, esos... engendros, ¿son de fiar? –preguntó.

         –Esos «engendros», cómo tú les llamas, cumplirán mi voluntad aunque para ello tengan que perder la vida –contestó–. Mi mente les controla –añadió al ver que el hombre se disponía a hablar de nuevo.

         –¿Y qué clase de hechicería o magia es esa que... que permite anular la voluntad de otro ser? –preguntó Noran de nuevo.

         –Esa magia, mi desconcertado amigo, se llama «tecnología» –respondió el muchacho esbozando una sonrisa–. Y te puedo asegurar que es la magia más poderosa que existe.

         El rubio muchacho se aproximó a Bastiral, el cual,  apoyado en la otra camilla, había seguido con atención las seis transformaciones– Supongo que no tendrás ningún problema a la hora de realizar el proceso –dijo inquisitivo.

         –Es sencillo –respondió el encapuchado mago.

         –La máquina tiene material suficiente como para realizar unas tres o cuatro transformaciones más –le informó–. Antes de irme, te dejaré una lista con los ingredientes que necesitarás para fabricar más y las instrucciones de cómo hacerlo. Partiré en una hora –apuntó– Noran y tres de nuestros nuevos "amigos" me acompañarán –volvió a acercarse al panel abierto de la pared y sacó otra pulsera idéntica a la que llevaba en su brazo. Al igual que hiciera con la primera, comenzó a tocar las esferas con habilidad y, acto seguido, se la ofreció a Bastiral–. Ahora los tendrás bajo tu control –dijo, y el sombrío mago se la colocó en su muñeca.


* * *


Nemor no era una ciudad demasiado grande. Estaba habitada, casi a partes iguales, por humanos y seaphos.


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